El mundo de la literatura está lleno de
conexiones, aparentemente casuales, que han terminado por desembocar en
historias que parecían predestinadas a ocurrir. Como las que traería las tardes
de encierro de un grupo de aristócratas en Villa
Diodati, la mansión de campo de Lord
Byron. El anfitrión propuso un reto a sus huéspedes, como pasatiempo frente
al mal tiempo: escribir relatos de terror, tan en sintonía con el lúgubre clima
de truenos y relámpagos que les había obligado a recluirse. De esta
eventualidad nació el Vampiro, de mano de Polidori
y el monstruo de Frankenstein, de Mary
Shelley. Como si el azar hubiese seguido un orden secreto con la intención
de propiciar la creación aquellos mitos.
La misma sincronía se produjo con las
hermanas Brontë quienes, en 1847, alumbraron tres obras maestras de la literatura:
Jane Eyre, Cumbres Borrascosas y Agnes
Grey. Cada hermana creó un universo propio en aquellas páginas, inspiradas
en algunos hechos biográficos que no tuvieron más remedio que aderezar y
amplificar debido a sus escasas experiencias. Llevándose por tierra la idea de
que, para ser un gran escritor, hay que vivir vidas épicas como las de Ernest Hemingway o Jack London. Sin apenas salir de su pueblo natal, las hermanas
fueron capaces de componer narraciones extraordinarias acerca de las
experiencias humanas más intensas. Llegando incluso a concederles, el final
feliz que no pudieron disfrutar en carne propia.
Es llamativo observar como novelas que
reflejan pasiones atemporales, son fruto de la imaginación de mujeres que no
tuvieron la oportunidad de vivir tales romances en primera persona. Un regusto
amargo y una sensación de injusticia recorren el cuerpo al recordar como Jane Austen o Emily Brontë tuvieron que relegar sus amores al terreno de la
fantasía. Tanta sensibilidad canalizada en la escritura, no fue capaz de
encontrar un atisbo terrenal sobre el que asentarse. De ver recompensada la
transmisión de ensoñaciones que, aún hoy, se perpetúa entre sus lectores. Una
maestría cimentada en fuero interno, que no llegó a materializarse en la
experiencia; lo que, enseguida, inunda a sus lectores de porqués incrédulos.