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jueves, 30 de agosto de 2018

Ciberbullying: cobardes escudados por pantallas

Este artículo lo escribí en Octubre de 2016 para CanariasAhora y hoy me apetece rescatarlo (lamentablemente, sólo habría que actualizar los nombres, porque la cosa sigue igual)

Los insultos y el desprecio inundan la cuenta de Irina, la instagramer y modelo que tomó la “peligrosa” decisión de empezar a salir con el youtuber más influyente del país: “el rubius”. Rubén Doblas –que así se llama realmente− ocupa el segundo puesto en el ranking de canales de Youtube de habla hispana y es el cuarto más visto a nivel mundial. ¿Su secreto? El devoto seguimiento de sus más de veinte millones de suscriptores. La cifra da vértigo y asusta aún más al comprobar la capacidad destructiva que, parte de su público, puede provocar. La fidelidad anónima tiene la capacidad de transformarse en una horda ciega donde prima el sentimiento de propiedad. Como si el acceso constante a ese pedacito de vida que el youtuber les concede, les pusiera en disposición de imponer reglas y tomar decisiones en su nombre.
Así, a golpe de masa, la modelo recibió un aluvión de visitas con intención predadora. ¿Quién era aquella chica que se atrevía a introducirse en la vida del retransmitido ídolo sin preguntar? La campaña difamatoria incluía desde el insulto barato a las acusaciones de ser una aprovechada, que busca notoriedad para hacer contratos con las grandes marcas. “Querida, muy pronto se acabará tu juego”, sentencia una; a la que parecen secundar, con un gratuito: “Por personas como tú este mundo se va a la mierda”. Comentarios que se vuelven ignífugos si comparamos con las verdaderas amenazas que vociferan en mayúsculas: “TE PUEDES IR PREPARANDO PORQUE TE VOY A APUÑALAR Y POCO A POCO PARA QUE SUFRAS”.

Dentro de las normas no escritas de la fama se tiende a recordar, de cuando en cuando, que este tipo de comportamientos son un precio a pagar si se es conocido. Un argumento que alimenta al monstruo, en lugar de aplicar un poco de sentido común y combatirlo. Este ambiente ha llevado a muchas celebridades a cerrar sus cuentas personales, tras alcanzar un punto de tensión insoportable. Pues no debemos olvidar que, aunque sus vidas difieran bastante de la nuestra, siguen siendo personas. Desvincularlos de cualquier empatía es síntoma de una sociedad enferma; una que disfruta del sufrimiento ajeno, afanada en propiciar el derrumbe de todo lo que sobresalga, con la esperanza de que el destrozo los ponga al mismo nivel de su vacío personal.
Porque la deshumanización a la que se somete a los famosos desde el otro lado de la pantalla, es sólo la punta del iceberg. Los casos relacionados con estrellas tienen una repercusión mayor por una cuestión matemática de visibilidad y magnitud de improperios, pero no son los únicos. Es prácticamente un virus que normaliza el acoso y la difamación, haciendo que todos podamos ser susceptibles de sufrirlo. No hay más que observar un poco, el modelo se repite en cualquier web o plataforma que ofrezca la posibilidad de dejar comentarios (si son anónimos, más). Da igual la temática: ciencia, política, cine o cotilleo. Los perfiles dedicados a escupir odio lo acaparan todo.
Haga la prueba. Piense en algo totalmente inofensivo, por ejemplo, una escena de la película de Disney, “La Sirenita”. En principio la cinta no tiene connotaciones negativas e inspira esa nostalgia que lo amortigua todo. Pues nada más lejos de la realidad. Si decide, en mitad de esa mezcla de alegría y emoción, desplegar los comentarios que se encuentran bajo el vídeo, olvídese de encontrar un intercambio agradable de recuerdos infantiles. Su júbilo inicial pasará al más absoluto de los desconciertos cuando lea las críticas descarnadas que se lanzan −de un lado al otro del océano− los defensores del doblaje castellano versus el doblaje latino. Una batalla que termina con un bando exigiendo el oro robado en el 1400 y con el otro recalcando superioridades con un jocoso “gracias a nosotros sabéis leer”. Una trifulca racista que resuena entre los ecos, aún frescos, de Sebastián cantando “Bajo del mar”.
Por suerte, la política de valorar los comentarios para que sean los más votados los que aparezcan en primer lugar, mitiga gran parte del troleo. O, más bien, maquilla, porque el número de ofensas y ofendidos está lejos de disminuir. Es como si la web sumiese al usuario en un estado de alerta que lo mantiene siempre a la defensiva, recubierto de una fina piel que se reciente al menor roce. Todo se vuelve criticable. Incluso los tutoriales, que son algo pensado para compartir conocimientos desinteresadamente, enseguida serán juzgados con dureza: por ser incompletos, tener mala iluminación, acústica inadecuada o, directamente, por el tono de voz del autor, calificado de insoportable y no apto para los delicados oídos de un público que permanece de incógnito.
Nuevas carreras de riesgo
A estas alturas, resulta evidente para todos que las nuevas tecnologías han propiciado la aparición de nuevas oportunidades laborales. Los inicios democráticos de la red ofrecían una oportunidad igualitaria a cualquiera que tuviera conexión y ganas de expresarse. Al principio, ninguno de ellos pensó que aquello que hacían por hobby, llegaría a tener una repercusión tan grande y, mucho menos, que podrían vivir de ello.
Como planteamiento inicial, parecía una idea de éxito: ¿quién no querría trabajar de lo que le gusta? Cuando hay pasión de por medio, se nota. Siendo esa percepción de autenticidad la que dejaría atrapada a la audiencia; personas que habían llegado hasta allí libremente, sin necesidad de sugestiones previas. No había suspicacias y parecía abrirse un mundo entero de posibilidades. Hasta que ocurrió lo de siempre: las marcas vieron una oportunidad de oro y no la dejaron escapar. Se pasó de un entorno limpio a otro sobresaturado de anuncios; no sólo por medio de popups invasivos o vídeos que no podían omitirse, sino también, de publicidad encubierta. De pronto, aquellos nombres a los que se había cogido tanto cariño, empezaron a recomendar los mismos artículos en cadena y a colar, en aquellas fotos artísticas, un producto previamente monetizado. Cargándose de golpe la clave de su éxito, esa confianza de “tú a tú” que transmitían.

Actualmente, casi todo personaje relevante en la red cuenta con un vídeo o post donde dan explicaciones al respecto, tratando de defenderse de las acusaciones de ser “un vendido”. La mayoría son jóvenes y tienen la necesidad de seguir siendo aceptados en la comunidad virtual que han creado, de ahí que se esmeren tanto en justificar algo que podría quedar perfectamente restringido a su esfera privada. Porque, ciertamente, puede ser criticable la mercantilización masiva pero no tanto el que actúen como intermediarios entre las marcas, si ante todo sigue primando su criterio. Es lo mismo que hacían antes, sólo que recibiendo una compensación económica. Pero aparecido el dinero, llega la duda: ¿me lo recomienda porque le han pagado o porque realmente le gusta? Es el momento de la decepción y la ofensa, instante que muchos aprovechan para entrar a matar, con esa indignación que sólo se manifiesta cuando hay una pantalla de por medio.
A veces las críticas son, simplemente, por rabia. La que da el saber que cobran por algo que, a juicio de muchos, “podría hacer cualquiera”. Una idea bastante discutible pues, aunque estos nuevos empleos pueden llegar a ser muy lucrativos, cuentan con elementos de riesgo.Youtubers,Beauty bloggers,Influencers… tienen muchas etiquetas pero un componente compartido: fortaleza ante las críticas. Porque los haters harán aparición, más tarde o más temprano. Conseguir una coraza que proteja contra el avasallamiento, es el único remedio para una carrera larga.
La fama siempre ha provocado cierta cuota de desprecio, pero la fama en internet deja abierto un canal donde éste puede fluir y desbocarse sin problemas. Con la contrapartida de saber que, si trabajas en y para la red, no vas a poder resguardarte.
De bajón y en bajada
Hasta hace nada, el contacto con nuestros ídolos era más una fantasía que una alternativa realizable. Lo más que se podía hacer era contactar con su club de fans, quedando nuestros deseos e inquietudes a la vista de ojos desconocidos, y fuera del alcance de las estrellas. O ir un paso más allá y hacer guardia por fuera de sus casas, opción que podría rozar el trastorno, además de otros inconvenientes difíciles de sortear.
Con internet, en cambio, estamos a un clic de distancia de nuestros objetos de deseo, pudiendo transmitirles nuestra gratitud y admiración de manera inmediata; contando con la seguridad de que el mensaje será recibido, ya que la gran mayoría opta por llevar sus propias redes sociales. O más bien, optaba, ya que las cifras de famosos que se despiden de los social media aumenta exponencialmente. Algunos terminan por volver pero delegando la actividad en asesores o gente de su equipo, recuperando las distancias del pasado.
El último en darse de baja ha sido Justin Bieber, quien ya había amenazado en varias ocasiones con cerrar sus cuentas. El niño que se dio a conocer con los vídeos de Youtube, parecía saturado por el bombardeo de comentarios sin medida. Anteriormente ya se había quejado del trato de sus fans, quienes se dedicaban a abordarle sin necesidad de mediar palabra, únicamente apuntando con sus teléfonos móviles, en busca del ansiado selfie: “Ha llegado a un punto en el que la gente ni siquiera me dice hola o me reconoce como una persona, me siento como un animal del zoo, y quiero ser capaz de conservar mi cordura”, diría.
La exposición de los famosos termina por convertirlos en objetos, pasando a ser “cosas” que ni sienten ni padecen. Están ahí para entretenernos y podemos irrumpir en sus vidas a nuestro antojo. Para Bieber, la gota que colmaría el vaso serían los insultos dedicados a su novia Sofia Richie, de 17 años. “Voy a hacer mi Instagram privado si no paráis el odio. Esto se os está yendo de las manos. Si fuerais realmente fans, os gustaría la gente que a mí me gusta“, les recriminaría sin efecto. En agosto cerraría indefinidamente su cuenta para desespero de muchos y regocijo de otros.
Lo cierto es, que parece existir un patrón en el odio que lincha mucho más a las mujeres; ya sea a la “novia de” o a aquellas otras que tienen un nombre conocido por derecho propio. Los insultos vienen de ambos sexos pero es como si la mujer tuviera más flancos abiertos, siendo el físico uno de los más atacados. Da igual el tipo, puede ser una modelo de proporciones perfectas como Gigi Hadid o cuerpos que encajen menos en el canon, como el de la creadora y actriz Lena Dunham. Ambas han tenido problemas en el mismo sentido: la diana de sus cuerpos.
La modelo se vio obligada a expresar su descontento en Instagram, fruto de la negatividad que algunos usuarios arrojaban a su cuenta:
«Represento un tipo de cuerpo que antes no estaba representado en la moda, y me siento afortunada por ser apoyada por diseñadores, estilistas y editores que sé que saben muy bien que esto es moda, es arte; y no puede ser siempre lo mismo. Estamos en 2015. Pero si vosotros no sois de esas personas, no explotéis vuestra rabia contra mí. Sí, tengo tetas. Tengo abdominales, tengo culo, tengo muslos, pero no estoy pidiendo un trato especial. Entro dentro de las tallas de muestra. Vuestros crueles comentarios no hacen que quiera cambiar mi cuerpo, no hacen que quiera decir “no” a los diseñadores que me piden que esté en sus desfiles. Si no quieren, no estaré. Así es cómo es y cómo será. Si no te gusto, no me sigas, no me mires, porque no me iré a ningún sitio. Si no tuviera el cuerpo que tengo, no tendría la carrera que tengo. Me encanta poder ser sexy. Estoy orgullosa de ello. Lo he dicho antes… Espero que todo el mundo llegue a un punto en su vida en el que puedan hablar de cosas que le inspiran, y no sobre cosas que destrozan a otros. Si no quieres formar parte del cambio, al menos, ábrete a él, porque está irremediablemente sucediendo»
En el otro extremo está Dunham, la prueba viviente de que cualquier medida es censurable. La actriz ha tratado siempre de luchar contra los estereotipos, mostrándose desnuda o alejada de todo artificio para señalar que existen otras realidades. Sus elogiables esfuerzos, en cambio, se verían sobrepasados con Twitter a raíz de la publicación de una foto suya en ropa interior (alejada de toda pose sugerente). La oleada de insultos fue tan brutal, que Dunham tiró la toalla con la red de los ciento cuarenta caracteres por considerar que aquel ambiente no era bueno para su salud mental. Finalmente, optaría por dejarla en manos de un gestor, admitiendo que “No quiero saber ni la contraseña”.
Ciberbullying: la intimidación constante
La relación está clara: a mayor notoriedad, mayor número de críticas y comentarios negativos. Pero no hace falta ser una estrella de Hollywood para vivir un linchamiento en carne propia. El anonimato de la red consigue sacar a relucir los desechos del alma humana y aunque haya gente que no lo utilice con este fin, son pocos los usuarios que se salvan de los episodios de descrédito en la red.
La diferencia matizable de estos enfrentamientos sería la asiduidad. No es lo mismo un altercado puntual que el ser sometido a una persecución que se alarga en el tiempo. Cuando es una situación que se repite, hablamos de ciberbullying, que es la manera que ha encontrado el acoso de introducirse en nuestros hogares.
Es importante entender que nuestra generación es la primera en utilizar internet, así que somos los conejillos de indias del medio, descubriendo sus bondades pero también sus zonas oscuras. Éstas suelen concentrarse en las redes sociales, debido al uso generalizado y la facilidad de crear perfiles falsos o bajo pseudónimos, desde los que repartir amenazas. Los adolescentes son los que tienen más probabilidades de caer en este tipo de comportamientos, ya sea como víctimas o como ejecutores. De hecho, nueve de cada diez han sido testigos de intimidación en las redes sociales, según un estudio del PewResearch Center. Es lo que se conoce como “mayoría silenciosa”; ésta puede actuar como cómplice también, al reír y compartir las imágenes o comentarios de burla de sus compañeros.
El acoso escolar, que en el pasado terminaba tras el horario lectivo, se mantiene ahora sin descanso, permitiendo la participación de cualquiera. La ofensa se propaga de móvil a móvil sin que la víctima tenga opción de defenderse, aumentando los efectos de la agresión. De ahí que el número de suicidios aumente, las cotas de estrés son demasiado altas para un periodo tan frágil, emocionalmente, como es la adolescencia.
¿Pero qué se puede esperar de una sociedad que potencia el agravio? Estamos inmersos en una cultura que se cree en el derecho de expresar todos sus pensamientos, sin filtro, encontrando en el falso protagonismo que da la red, una palestra desde la que sentenciar y perseguir. Las frustraciones personales encuentran una vía de escape ideal en este escenario. Los cobardes se mantienen a salvo y la distancia con el interlocutor, los insensibiliza.
Buscar las señales de alarma que nos avisen del ciberacoso, es importante, pero también lo es el analizar las causas de este desapego generalizado. Descubrir qué motiva a un número creciente de individuos a redimir sus complejos y demonios a costa del bienestar ajeno. Centrarnos un poco más en la enfermedad y no tanto en aliviar a los que sufren sus efectos (que también). Porque atacar el problema de raíz es el medio más efectivo para una erradicación total.
Podemos empezar con nosotros mismos, hagamos inventario de nuestros miedos, palabras y acciones; pero sobre todo, no seamos cómplices y censuremos estos comportamientos cuando surja la oportunidad. Dar ejemplo es el mayor seguro para sentar las bases que crearán una sociedad mejor mañana.

lunes, 11 de diciembre de 2017

Hiper (des)conectados


La sala de espera del médico, la cola del supermercado, el interior del transporte público… en cualquiera de estos escenarios se reproduce el mismo patrón: cabezas bajas y ojos fijos en la pantalla. La luz blanca de nuestros dispositivos nos hipnotiza y con ellos, las esperas ya no lo son tanto. Esquivar el tedio no parece algo reprochable, sin embargo, el automatismo de consultar la pantalla a cada segundo de silencio está empezando a limitar nuestra capacidad de introspección. Leer un artículo en el móvil pueda hacernos reflexionar pero, ¿por cuánto tiempo? Normalmente pasamos de un estímulo a otro: consultamos una noticia, vemos las últimas fotos de Instagram y mantenemos tres chats abiertos con sus demandantes ventanas emergentes. Demasiados elementos para retenerlos y, mucho menos, para analizarlos como corresponde.

“Los tiempos muertos son importantes para no limitarnos simplemente a reaccionar ante lo que otros están publicando o haciendo en la red”, explica José Luis Orihuela, escritor y profesor en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra. Este “reaccionar” produce un efecto de falsa reflexión porque es superficial, episódico. El conocimiento está demasiado disperso como para anclarse, los datos llegan fragmentados y rápidamente son reemplazados por otros nuevos. En un mundo sobresaturado de información, donde nada es capaz de mantener nuestra atención el suficiente tiempo, parece irremediable caer en lo insustancial. “La cultura líquida moderna ya no es una cultura de aprendizaje, es, sobre todo, una cultura del desapego, de la discontinuidad y del olvido” concluye el sociólogo Zygmunt Bauman.


El miedo a perderse algo

Nuestra nueva realidad, más que nunca, está llena de opciones y cuenta con la exigencia añadida de que será evaluada por nuestro ciberentorno. Cientos de ojos dispuestos a validar o rechazar nuestra acciones, a cualquier hora y en cualquier lugar. Las redes sociales inducen a la comparación y, en consecuencia, a la promoción: demostrar felicidad, éxito y ociosidad para estar a la altura del resto. Documentarlo −y compartirlo−, en lugar de vivirlo. Es puro ilusionismo, y aunque lo sabemos, la sobreexposición puede terminar por afectarnos. Como dijo Montesquieu: “Si nos bastase con ser felices, la cosa sería facilísima; pero nosotros queremos ser más felices que el resto, y esto es siempre difícil, porque creemos que los demás son bastante más felices de lo que son en realidad”.

Recibir una recompensa a modo de “me gusta”, no es suficiente, pues su efecto desaparece a la misma velocidad que crecen las actualizaciones del resto. Pero seguirse fijando en ellas es inevitable. Somos curiosos y resulta difícil no tentarse cuando la posibilidad está a sólo dos golpes de botón. Mirar el móvil se ha convertido para muchos en el primer gesto nada más levantarse y en el último antes de irse a dormir. Según el Informe Ditrendia de 2016, un 85% de los españoles utiliza el móvil a diario (el 55% lo deja en la mesilla de noche) y las aplicaciones más utilizada son WhatsApp y Facebook, justamente aquellas que permiten conectarnos.

De esta hiperconectividad surge el efecto FoMo (del inglés, Fear of Missing out; traducido como: miedo a perderse algo), un tipo de ansiedad social definida por el psicólogo Andrew Przybylski como la preocupación compulsiva de perder oportunidades, ya sea una interacción social, una experiencia nueva, una inversión rentable o cualquier otro acontecimiento satisfactorio. Temor que está ligado al deseo de estar siempre conectado y conocer lo que los demás están haciendo.


El término FoMo se volvió relevante a raíz de un artículo publicado en Harvard donde Patrick McGinnis señalaba la incapacidad de sus amigos −y la suya propia− de comprometerse con nada, ya fuera algo tan sencillo como reservar un restaurante. Parecía como si después de los atentados del 11 de septiembre, el temor a otra posible catástrofe les hiciese querer vivir la vida al máximo. Como resultado, comenzaron a revisar todas las opciones posibles cada vez que tenían que elegir algo, hasta el punto de quedar paralizados por la indecisión.

Según Bauman: “Estamos acostumbrados a un tiempo veloz, seguros de que las cosas no van a durar mucho, de que van a aparecer nuevas oportunidades que van a devaluar las existentes”. Por eso las personas imbuidas por el FoMo consumen todo tipo de experiencias y relaciones de manera superficial y agónica, con el recordatorio perpetuo de que hay algo o alguien mejor esperándoles. Sin darse cuenta de que el siguiente cambio no tiene por qué ser a mejor, sólo diferente. Compartiendo, si acaso, la ausencia de significado por pasar de puntillas y sin mojarse.  “A veces”, declaró Przybylski, “es bueno aislarse del mundo de las posibilidades”.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Creencias convertidas en verdad: la paradoja de la tolerancia


¿Recuerdan aquello de “es mejor callar y parecer estúpido, que hablar y disipar toda duda”? Ni siquiera necesitan conocer la fuente original (Mark Twain), basta con haber visto Los Simpsons para reconocerla. La frase tiene sus variantes en el refranero popular, esas pequeñas píldoras de sabiduría que se traspasaban de padres a hijos; eran tiempos donde pocos sabían leer o escribir, pero entendían el concepto y la importancia de llevarlo a cabo. Ahora, con menores tasas de analfabetismo, la premisa parece tener una reacción más afín a la de Homer Simpson: “Debo decir algo o pensarán que soy idiota”. Un automatismo que se ha revestido de derecho, amparándose en una confundida libertad de expresión.  

Esta conducta solía verse frenada por los más cercanos pero hoy en día, al ocurrir con una pantalla de por medio, el entornar masivo de ojos no surte el mismo efecto. Por el contrario, “el ideólogo” se puede encontrar jaleado por un séquito que representa fielmente aquello de “los que más hablan son los que menos tienen que decir”. Porque internet, y especialmente las redes sociales, se han convertido en una ventana excepcional, un escaparate donde verter lo primero que se nos pase por la cabeza y encontrar, en la inmensidad de la red y gracias al hashtag adecuado, un gemelo de pensamiento que nos aliente.

Por eso, en pleno siglo XXI, hay un grupo cada vez mayor de personas que cree, y afirma, que la tierra no es redonda. Poco importa el historial de pruebas científicas, ni mucho menos, el material gráfico existente; que la NASA envíe fotos y vídeos no significa nada, ¡podría ser todo un montaje! Es una parte más de las teorías de conspiración que se remontan al alunizaje de 1969, considerado el rey de los fraudes. “Hasta que no lo vea con mis propios ojos, no lo creeré”, es el argumento más repetido. De manera que la información debe convertirse en experiencia para ser válida. Un sistema que es toda una contradicción en sí mismo.

Para dudar de la esfera terrestre, aplican el mismo juego de la experiencia: miro al horizonte y veo una línea recta, por tanto, al final de eso debe existir un precipicio donde habita el Kraken. Bueno, lo de los monstruos medievales ha desaparecido de la historia, intercambiándose ahora por una barrera de hielo que evita el desbordamiento de los océanos. Al menos así lo defiende la Flat Earth Society, un grupo de convencidos “terraplanistas” que afirma, sin titubeos, que lo mejor es “confiar en los propios sentidos para discernir la verdadera naturaleza del mundo que nos rodea”. Por lo que: si el mundo parece plano, tendrá que serlo.

El movimiento incluye gráficos y referencias históricas con los que convencer a los más ingenuos, como una serie de animaciones de nuestro planeta convertido en disco y sobre él, una cúpula que incluye la atmósfera, el sol, la luna y las estrellas. Y así, a fuerza de implicar el escepticismo de Descartes y citar algunos experimentos (ya refutados), ganan adeptos. Cuando sería suficiente con poner en práctica la duda cartesiana a la que nos invitan para descubrir las mentiras que los sustentan. Una rápida consulta en la red desmorona sus principales credenciales científicos, como el experimento de los niveles de Bedford. Los terraplanistas se amparan en las observaciones que Samuel Birley Rowbotham realizó en 1838 y que, efectivamente, concluían que la Tierra no era redonda. Sin embargo, no incluyen que unos treinta años más tarde, en 1870, el experimento se ajustó para evitar los efectos de la refracción atmosférica. De esta manera, Alfred Russel Wallace encontró una curvatura que demostraba la forma esférica del planeta.

Los terraplanistas presumen de dudar de todo excepto de sus propias fuentes terraplanistas. Cuestionan el consenso científico en favor de teorías de complot donde son ellos contra el mundo y no hay eclipse (para el cual tienen una explicación alternativa, por supuesto) que les haga cambiar de idea. Como dijo Neil deGrasse Tyson en Comedy Central: «Todo esto es un síntoma de un problema mayor. Hay un creciente esfuerzo anti intelectual en este país que tal vez sea el principio del fin de nuestra democracia informada. Por supuesto, en una sociedad libre puedes y deberías pensar lo que quieras. Si deseas pensar que la Tierra es plana, adelante; pero si piensas que el mundo es plano y tienes influencia sobre otros (…), entonces, estar equivocado se convierte en dañino para la salud, la economía y la seguridad de nuestros ciudadanos. Descubrir y explorar nos ha sacado de las cavernas y cada generación se ha beneficiado de lo que las generaciones previas han aprendido. Isaac Newton dijo: “Si he visto más lejos que otros, es por estar subido a hombros de gigantes”. Por eso, cuando estás sobre los hombros de aquellos que han estado antes que tú, deberías ver lo suficientemente lejos como para darte cuenta de que la Tierra no es jodidamente plana».



lunes, 20 de marzo de 2017

Ante la pérdida de derechos: ¡Revoluciónate!


Empezar un nuevo año trae consigo la ilusión de que todo es posible, nuevas oportunidades están al acecho, deseando dejarse atrapar por esta nueva versión de nosotros mismos. Atender los propósitos personales está muy bien, sin embargo, no hay que olvidarse de los objetivos colectivos; pues una puesta a punto totalmente individualizada puede hacernos ignorar el panorama completo, del que también somos parte. Es como esa viñeta que muestra una barca que empieza a hundirse por un extremo, obligando a las personas más próximas al agujero, a echar el agua fuera desesperadamente; mientras, el resto de pasajeros situados algo más lejos de la catástrofe, respiran aliviados: ¡qué suerte no estar en ese lado! Olvidando que comparten bote.

En esta línea, Jordi Évole abordó su primera columna de 2017. El periodista quiso hacer un recordatorio, una llamada de atención con el fin de evitar que volvamos a anestesiarnos. Así, Évole se pregunta en su artículo qué ha sido de la indignación: “Ves los informativos y parece que ya nadie protesta. ¿Ya no hay problemas? ¿Ya no hay crisis? ¿Ya no hay desahucios? ¿Ya no hay recortes? A ver si volvemos a estar en la Champions League de la economía y no me he enterado.”

El comentario de Évole apareció en pleno mes de rebajas, con los estantes de las tiendas arrasados y largas colas en formación. Una alegría que ya se anticipaba durante las ventas navideñas, las cuales crecieron un 5% respecto a diciembre del año pasado. Los parkings llenos y las zonas comerciales intransitables dieron muestra de ello. Unos datos que podrían ser positivos si, efectivamente, estuviesen teniendo lugar cambios importantes en la economía y, especialmente, en la maltrecha clase media. ¿Se están recuperando las familias o simplemente han empezado a conformarse? El crecimiento de las ventas, ¿indica recuperación o es el retorno de los malos hábitos?

Y es que parece cumplirse el pronóstico de Arturo Pérez Reverte: no hemos aprendido nada. El escritor lanzó esta predicción en octubre del año pasado durante una entrevista: «la gente quiere que acabe la crisis para volver a lo mismo: comprarse otro coche con hipoteca, irse a Cancún de vacaciones…» En definitiva, seguir igual pero sin análisis o lección mediante. Descorazonadoramente, parece estar en lo cierto. Salvo por el hecho de que, aunque para algunos la situación empiece a mejorar con la llegada de un nuevo contrato, lo hace en su versión más pobre con sueldos precarios, horarios imposibles y amenazas en caso de baja. Un nuevo trabajador que vive en una incertidumbre constante pero asumida, porque (ya conocemos el mantra): ¡ya es una suerte que te dejen trabajar! Pues resulta que las obligaciones son ahora privilegios.

lunes, 13 de marzo de 2017

Trabajando gratis


“Trabaje gratis”, dice el cartel. Unas luces de neón lo acompañan, parpadeantes, con la intención de hacerlo más vistoso, pues no es algo que haya que pedir con la boca pequeña. Quién sabe, a lo mejor el parpadeo de colores le aturde y pierde por fin todo el sentido y el valor de las cosas. Igual hasta se queda ciego de principios, derechos y convicciones, pasando a formar parte del engranaje de explotación que parece regir muchos de los puestos de trabajo en España.

Simplificando: la esclavitud ha vuelto; está de moda. Y esta vez sin necesidad de cadenas o latigazos intimidatorios, porque las cabezas gachas y la dignidad ausente vienen de serie. Una pandemia que a muchos interesa que no se erradique porque aumenta los ingresos de unos pocos, a costa del esfuerzo de la mayoría.

“Son las circunstancias” o “Es la situación”, son las excusas que legitiman estas propuestas deshonestas. Situación y circunstancias que sólo tienen en cuenta un lado, obviando la necesidad ajena. En unos pocos años hemos pasado de un escenario donde ser mileurista era estar mal pagado a convertir la misma cantidad en una meta aspiracional. ¿Qué ha pasado? El coste de la vida no se ha abaratado y la preparación de la gente ha ido en aumento. ¿Tan poderosa ha sido la crisis como para reprogramarnos enteros?

En mayo de 2016, el presidente de la CEOE, Juan Rosell, afirmó sin titubeos que  el trabajo “fijo y seguro” era “un concepto del siglo XIX”; en el futuro, matizó, habrá que “ganárselo todos los días”. Una reflexión a la que llegó después de asegurarse una subida de su sueldo como consejero de Gas Natural Fenosa −empleo arduo donde los haya−, de un 64% o, lo que es lo mismo, 208.000 euros brutos al año.

Si así se expresan los representantes de la patronal, no sorprende que el mercado laboral se llene de ofertas cuya retribución se basa en palmaditas en la espalda y cuentas bancarias a cero. “Así coges experiencia” o “Al menos te entretienes” son los argumentos con los que tiran por tierra el Artículo 35 de nuestra Constitución: Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo (…) y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia. Repetimos: “remuneración suficiente” y no palabras de aliento. Porque el verdadero reconocimiento se refleja en la nómina. 

lunes, 21 de noviembre de 2016

El feminismo como marca



Miley Cyrus criticaba, a raíz del estreno de SuperGirl, que las series usasen géneros en sus nombres. Un debate absurdo dentro del marco de lo políticamente correcto en el que Estados Unidos no hace más que abrir la veda opuesta a la cordura.

Es precisamente una serie con nombre de género, Girls, una de las que más ha hecho por romper tabúes sobre al cuerpo y la sexualidad de las mujeres. Un ejemplo más valioso que el de Cyrus con la lengua fuera y haciendo twerking mientras se roza contra todo, como en un ritual de celo.

El feminismo se ha convertido en una etiqueta manoseada y pervertida por la industria que ha aprendido que es un concepto que viene muy bien para hacer caja. Beyonce planta carteles monumentales con la palabra en sus conciertos. Lo cual no deja de ser una versión 2.0 del Girl Power de las Spice Girls y ninguno de estos ejemplos ha hecho algo verdaderamente significativo por la igualdad de género.



El marketing feminista se centra en lo superfluo y ni siquiera es capaz de captar bien el mensaje. Así, una lucha valiosa pasa a ser una demostración del “poderío de la mujer” centrado en exhibir cacho: porque puedo hacer lo que quiera, dicen. Siendo casualmente la opción mayoritaria de ese querer, un andar en bragas o dejar traslucir pezones. ¿Es eso lo que quieren las mujeres? ¿Ser las dueñas de su propia cosificación? El plan parece ser mantener una provocación constante donde las reacciones previsibles deben censurarse.

Cada cual es libre de elegir la forma de reivindicar sus derechos pero transformar pensamientos retrógrados a través del destape femenino, no sólo no es trasgresor a estas alturas, sino que no responde a lógica alguna. Parece querer decir: tenemos tetas y culo pero esto no puede condicionar nuestra valía, ni nos define de ningún modo. Entonces, ¿por qué centrar toda la atención en esas partes? Si el discurso que acompaña es otro, la estrategia me parece incoherente. ¿Cuál es el fundamento? ¿Anestesiar a los hombres a fuerza de empacho? ¿Conseguir que ni pestañeen cada vez que asome un pecho? ¿Y después qué?

Se ha vuelto una estrategia para llamar la atención, dando una vuelta más a la desnudez femenina, que esta vez se siente validada por ir (supuestamente) acompañada de un mensaje. Lo que ocurre es que el feminismo no es un simple hashtag, es algo que va respaldado de una serie de intenciones que trascienden más allá de escenificar el famoso cartel de We Can Do It!. Sus objetivos no se limitan al gesto de colocarse la etiqueta.

Y sí, el movimiento está de moda, vende. Sin embargo, utilizar este impulso para crear un debate que consiga verdaderos avances, sería lo deseable. Aprovechémoslo pero sin caer en el engaño, mercantilizándolo y dejando que sean los intereses de otros los que prosperen.

lunes, 20 de junio de 2016

la perrolatría de marías

Hace tiempo que desterré las discusiones políticas y, mucho más, lo intentos de convencer a nadie. Todavía me entristece la actitud de tantísima gente en este aspecto y me frustran las injusticias que no dejan de producirse, sobre todo entre una clase política que se ha profesionalizado, distanciada de sus propósitos originales y de la gente a la que (no lo olvidemos nunca) representa. Estoy cansada de pedir un poco de coherencia y de poner esperanzas en un futuro que se anticipa negro. Si la gente quiere seguir votando opciones masoquistas que nos hundan, hundámonos. Me siento bastante derrotista en este punto, la verdad.

Por eso, cuando leo opiniones exageradas y envenenadas de pronósticos apocalípticos referentes a opciones que (y es así, por mucho que se empeñen en repetir el mantra), aún hoy, no han podido demostrar ser desastre alguno, directamente las ignoro. Aunque vengan de gente a la que admiro, (sobre todo si sobrepasan una cierta edad). Lo asumo como un efecto secundario de los años: un síntoma de la vejez del que no son responsables.

En esta línea, traté de mantener al margen las puntas crecientes que iba soltando Javier Marías en sus últimos artículos. Hay que ser justos con la trayectoria vital y no cargarnos de golpe todo el crédito de alguien porque en sus últimos años tome posturas que no nos gusten. Pero una cosa es la discrepancia en intención de voto y otra la exaltación gratuita de la intolerancia.


Estoy hablando del último artículo, publicado en el País, del señor Marías, que ya empieza a hacer sangre desde el título: Perrolatría. Avanzaba los párrafos esperando encontrar una postura que suavizara las barbaridades que no dejaban de enlazarse. Vamos, Marías, déjame salvarte. Pero no, no hubo forma. El mal cuerpo me atragantó el desayuno, y la decepción, no sé si me irá algún día. Esa constante enfatización de lo “peligrosos” y “dañinos” que son los perros, a los que equipara con pistolas y puñales. Seres dispuestos a asesinar tras un guiño de su amo. Sanguinarios, sucios, molestos, ¡una plaga directamente! Lo único que me demuestra es que:

1)     No tiene ni idea de perros. A los que habrá visto de lejos, con repugnancia, imaginando historias paranoicas de conspiración asesina (vaya ángulo malo con el que mirar).  

2)     Chochea. Porque el que se permita hacer una referencia barata a Hitler (entre otras cosas), es de una bajeza tan representativa de falta de argumentos que, viniendo de alguien al que tenía por inteligente, sólo me deja la opción de la demencia. Dios mío, la tercera edad, qué mala es.



Podría entender que el problema de Marías con los perros, no fueran los perros en sí, sino la falta de educación. Yo los adoro pero también me molestan sus ladridos en bucle frente a un dueño impávido (y posiblemente sordo) o andar a saltos por el césped porque aquello es un campo de minas. Pero entiendo que el problema no radica en tener que cohabitar con ellos en la ciudad, sino el hacerlo con unos dueños que se saltan a la torera los principios de civismo y cortesía.

Lo mismo que ocurre con los niños que gritan y alborotan como posesos, cuyos padres no hacen ni el intento de poner orden. Me molestan pero lo hago sin perder el norte sobre la raíz del problema o lanzarme a pedir la erradicación de la infancia porque, oh qué dolor de cabeza dan ALGUNOS niños.  

¿Y los fumadores en las terrazas? Preferiría un mundo sin humo pero entiendo que en un espacio abierto (aunque el tabaco me llegue igualmente), tengamos que tener cabida todos. Sería un detalle no dejar el cigarro constantemente posicionado hacia mi mesa, contaminándome a mí y a mi plato, pero eso no me otorga el poder de amputar brazos o esperar que se prohíba un vicio que (ironía), de ninguna de las maneras, hace bien a nadie.

Creo en una libertad responsable y bien formada, la cual trae sus contras porque es imposible asegurar la responsabilidad y la formación, pero soy partidaria de asumirlos, esperando que el tiempo los reduzca. Por eso no espero que los desconocidos aguanten el vaho de mi perro en la cara durante un trayecto en transporte público o que tengan que quedarse de pie porque el mío ocupa un asiento. Ojalá se los admitiese en la guagua como ya ocurre (sin que nada haya estallado) en otros países pero, de momento, no tengo esa opción. Y ojalá hubiesen más playas donde poder llevarlos, porque con unos dueños responsables, su presencia sería mínima. Más generadora de sonrisas que de inconvenientes. El resumen es la educación. Es que no hay más. 

El artículo de Marías no parece apuntar en este sentido, sino en enumerar todas las cargas de tener un animal: que ensucian, que (nos) enferman, que cuestan dinero…Enorgulleciéndose de poner en duda el que puedan necesitar tratamiento psicológico. Pues no, no es que los perros tiren de psicoanálisis tumbados en un diván pero muchos han sufrido lo bastante como para arrastrar secuelas de por vida; con problemas de ansiedad por maltrato, abandono, atropello y, en ocasiones (como mi perra), todo junto. Así que tanto entrecomillado suspicaz, me sobra; a mí y a cualquiera que haya visitado una perrera o hablado con un adoptante alguna vez. 


perro, perrolatria, javier marias


Las tirrias personales de cada uno son eso, personales y de cada uno, así que no tenemos por qué aguantarlas. El que odie a los perros, los gatos, las gaviotas, los niños, el césped, el sol o el color azul, tiene un problema. Salvo que pueda permitirse comprar una isla desierta o cientos de hectáreas a la redonda, nos va a tocar convivir, y eso supone respetar pero también hacer concesiones. Volvernos intransigentes, queriendo imponer nuestro minucioso credo al resto, no sólo es inviable sino que además, nos hace peores personas. Y eso sí que sirve de medida, señor Marías (ya que lamentaba la relación entre bondad y propietarios de perros).

Siempre he entendido la sensibilidad como un concepto global y no algo afín a receptáculos aislados, que permiten retirarla completamente y al gusto, según intereses subjetivos. De ahí la pena. Porque esta ausencia de empatía tan clara, me hace plantearme mi admiración. Por una falta de juicio tan evidente a la hora de expresar una animadversión que, aunque lícita, es fruto de la amargura que da el desconocimiento y la intransigencia. De modo que tendría que haberla expresado en un círculo íntimo si quería pero no a modo de protesta en un medio tan visible, donde lo único que fomenta es la separación y el odio. Ha sido la gota que colma el vaso y temo que éste sea uno esos puntos de no retorno donde, difícilmente, nada volverá a ser lo mismo. 

Precisamente, en mi último artículo para CanariasAhora hablo de los animales y sobre como distintas investigaciones científicas les conceden rasgos que los humanos llevábamos siglos creyendo propios y en exclusiva. No son meros autómatas y aunque no seamos iguales (ni falta que hace), nuestro egocentrismo está destinado a acabarse. Estoy segura de que en el futuro se descubrirán más cualidades, sentimientos y otros síntomas de inteligencia y "humanización" en el reino animal, lo que nos quitará la superioridad moral con los que los tratamos y empezaremos de verdad a protegerlos. Porque cada especie ha llegado hasta aquí con una línea evolutiva diferente, pero nuestro origen es el mismo. Menospreciarlos a ellos, es negar nuestras propias capacidades que, si son superiores en cuestiones de ética, deberían traducirse en un respeto real. Compartimos planetas, no nos pertenece. 

miércoles, 11 de mayo de 2016

comenta, es gratis

Ya lo decía Joaquín Reyes, hay palabras que van de la mano de otras: pesetas y antiguas, marco e incomparable, rey y campechano… (recuerdos de Borbones desactualizados, lo siento). Lo mismo ocurre con “internet”, igual no tan instintivamente, pero en cualquier encuesta espontánea se recogería el concepto de “conexión” y no de megas, sino de conexión humana. Relaciones a distancia, amigos en el bolsillo, posibilidades infinitas de comunicación… Interconectados, globalizándonos digitalmente: todos al alcance de todos. Y es verdad, es posible, pero es más un “posible de posibilidad”, de tener “la opción de” aunque mira, mejor te pongo un like que lo resume todo. Antes se daba el paradójico momento en el que alguien lamentaba la pérdida de su abuela en Facebook y era obsequiado con un “me gusta” que se prestaba a confusión. Este malentendido prehistórico ha cambiado, como era de esperar, dada nuestra rápida transformación hacia el mutismo apático y vegetativo. Las previsiones han sido certeras, por lo que añadiendo un par de caritas más (que no superan al reparto de emociones de Inside out de Pixar), lo tenemos resuelto. Tristeza, ira, alegría y el dichoso pulgar que se te escapaba sin querer en el chat por estar muy pegado al botón de enviar. Suficiente. Y con esto, amigos, la palabra escrita ha muerto.

Sí, sé que todavía hay algunos comentarios en las webs de noticias y en los vídeos de Youtube, pero son los últimos coletazos, resquicios, de ahí que los más numerosos sean los que vomitan odio. Resistirán hasta que Whatsapp incluya una mierda en llamas que expulse rayos por los ojos, condensación suficiente de malestar y exterminio, a un cómodo clic de distancia.

emoji caca whatsapp odio explosion infierno hate shit
Tal que así (diseño provisional, abierto a sugerencias)

No me pongo agorera, simplemente lo veo venir y prefiero asumirlo, progresivamente, en lugar de hacer un brindis tardío en el funeral. Supongo que a mí me duele especialmente porque adoro la expresión escrita pero sé que no estoy libre de culpa. Sigo leyendo en la red pero interactúo menos de lo que debería. A veces por pereza, otras por escapar de la mala baba del resto de comentarios y, algunas otras, por inferioridad. Esta última es la más absurda de todas y se retroalimenta de la vagancia, porque por mucho que deslumbre un texto, una felicitación o un mensaje de apoyo, jamás serán mal recibidos. No es necesario estar al mismo nivel y redactar un comentario “a la altura”, sin necesidad, tampoco, de caer en el emoticono o en las tres palabras sin conjunción mediante. A todos nos gusta un instante de reconocimiento, especialmente, si es algo en lo que hemos trabajado y donde exponemos una parte de nosotros mismos. Sentirnos identificados, reflejados en otro, comprendidos. Una sensación mágica que se da, más intensamente, con la palabra escrita. Ni el cine más elaborado, ni la fotografía, ni el reality barato, nada alcanza el espectro de la escritura.

Tal vez tenga que ver con el exceso, hay tal variedad de estímulos que es fácil introducirse en una cultura de usar y tirar, donde nada nos marque realmente y sólo merezca nuestra atención de manera limitada. Todos tan “juntos” y sin nada que decirnos… da pena. Todavía queremos comunicarnos, no lo hemos perdido, pero prima la ley del mínimo esfuerzo. En un mundo donde reinan los vídeos de 10 segundos del Vine, leer más allá de un párrafo parece una odisea. Terminaremos con un déficit de atención generalizado mientras pasamos pantallas cambiantes que no recordamos pero que ya hemos visto, en un bucle adictivo de entretenimiento vacío, que impida quedarnos a solas con nuestros pensamientos.  

martes, 3 de mayo de 2016

El juego del Ayuntamiento con los opositores

El paro, por mucho que los políticos intenten maquillar los datos, no mejora. Los celebrados descensos se falsean gracias a la estampida de inmigrantes retornados, sumado a los emigrantes propios, ya expatriados. Junto a otras técnicas deshonestas para reducir la lista, como el dar de baja a los desempleados que están asistiendo a cursos porque entenderán ellos que, “el saber”, da de comer, cotiza y paga hipotecas. Por no hablar de aquellos parados que han desistido en su empeño de renovar una demanda de empleo que parece no llevar a nada, borrando de las listas su nombre pero no su situación. Por eso no sorprende que convocatorias públicas para elaborar bolsas de empleo con interinos (interinos, que no funcionarios de carrera), sean demandadas masivamente. La gente se agarra a lo que sea y desembolsa una tasa, de entre 8 y 15 euros, por participar en una prueba que, en el mejor de los casos, le consiga un contrato de un par de meses en una Administración  Pública.

Esta iniciativa, además, es muy jugosa para sus organizadores. Calculen ustedes en base a la última, realizada por el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife: 2.496 personas convocadas, a 8.67 euros la inscripción, dan unos 21.640 euros con los que hacer caja. Si la mal llamada ‘Ley de Transparencia’ cumpliera su función, sabríamos a qué fin se dedican estas recaudaciones tan de moda entre los distintos ayuntamientos de la isla, pero dudo mucho que se destinen a ayudas sociales o subsidios, ni tan siquiera al sueldo de los empleados temporales resultantes.

Recordemos que no se adjudican plazas, son sustituciones, de modo que no hay un número exacto que cubrir pero el Consejero de Hacienda y Recursos Humanos, Juan José Martínez, se muestra optimista: “calculamos que serán 8 ó 10”, comenta en el telediario. Dada la competencia, es como ganar la lotería pero atendiendo al premio, se queda en rifa de barrio. La disputa es masiva porque la gente está desesperada y la Administración se aprovecha: ¡hagamos negocio! Si quieren trabajar, con una probabilidad de lotería, pasen por caja.


oposicion ayuntamiento santa cruz tenerife



“Igualdad, mérito y capacidad” es el lema de las convocatorias públicas. Muy bonito sobre el papel pero humo en la realidad imperante. La oposición para el Ayuntamiento da buena muestra de ello. La misma, se basa en dos pruebas: un test de 50 preguntas y, superado éste, un supuesto práctico. Los temas versan sobre leyes, en su mayoría; leyes compuestas de capítulos, títulos, disposiciones adicionales, disposiciones transitorias y finales, desglosadas a su vez en artículos. Lo fundamental de éstas, es su contenido, ya que su orden y correlación importan a nivel representativo, es una forma de esquematizar el compendio con cierta lógica, aunque dejando a libre designación del legislador, el otorgar  el número 125 ó 126 a la materia que toque. Es resaltable porque, sabiendo esto, a nadie se le ocurre versar un examen sobre la numeración de artículos, pues qué más dará el lugar que ocupen. Más en los tiempos de Google, donde una consulta de este tipo, dura unos segundos. Bien es cierto que hay artículos importantes, por así decirlo, que son constantemente referenciados a lo largo de una ley concreta, ocurriendo que, a fuerza de repetición, se memorizan. Por tanto, podría ser comprensible que, de recurrir a una pregunta así, ésta se ciña a los artículos mentados. Eso si partimos del sentido común y, sobre todo, del conocimiento. Lástima que el buen hacer y el discernimiento escaseen. De ahí que en una oposición tan importante como la del Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, se haya dedicado un 25% del examen a preguntas sobre numeración. Inaudito, lo nunca visto. Como siempre en Canarias, innovando en regresión.

Eso sólo por matizar lo que resulta, inmediatamente más indignante, ya que también hay otras preguntas cuyos enunciados no son claros y algunas que quedan a “fantasía” del creador, cuando lo legal es ajustarse, literalmente, a lo dispuesto en la ley. El creador, por cierto, se llama Innocan. La susodicha empresa, autoproclamada como TIC (tecnología de la información y la comunicación), dice desarrollar ‘aplicaciones con tecnología propia, basadas en tratamientos de datos e imágenes’, en una web que ni siquiera tiene dominio propio (tira de Wordpress gratuito) y ni se molesta en que sus enlaces funcionen (están vacíos) o en aplicar una plantilla ‘responsive’ (adaptable a las distintas pantallas: ordenador, móvil, tablet…). Esto, al menos, es lo que se encuentra uno en el primer resultado que arrojan los buscadores; como carta de presentación para una empresa tecnológica, deja mucho que desear. Es como ir a la peluquera y ver que la peluquera tiene el pelo quemado, mucha confianza no da...

Con este conocimiento de antemano, no sorprende el desastroso examen presentado ante miles de personas, donde resultaba evidente que no existía un dominio de la materia. La muestra no reflejaba adecuadamente el temario propuesto, ya que hubo temas que directamente no aparecían en el repertorio de preguntas. Además del patrón elegido, que fundamentó una cuarta parte del mismo, en cuestiones relacionadas con la numeración de artículos; algo que queda en anécdota en oposiciones previas de la misma categoría. No olvidemos que estamos hablando de configurar una lista de sustitución para auxiliares administrativos, no se trata de un concurso para la abogacía del Estado, donde controlar las leyes a este nivel, podría tener su razón de ser.

Si bien hay quien acierta los números de la primitiva, de modo milagroso, no puede aplicarse el mismo sistema a una prueba de acceso para un puesto en la Administración. Utilizar una ponderación adecuada y extraer preguntas representativas de conocimiento válido y no de la Virgen de Lourdes, es lo correcto. Muchos parecen olvidar que esto no es un simple examen, va más allá, es el futuro de la gente. La cual ha dedicado un tiempo importante a estudiar y, además, ha pagado por presentarse (con esfuerzo, no pocas de las veces). Detrás de esa cifra de 2.500 inscritos, aparentemente inerte, hay historias duras pero, ante todo, reales. Casos de personas que han tenido que pedir prestado el dinero de la tasa o que compaginan empleos precarios. Algunos llegaron uniformados al examen porque éste se celebró un miércoles a las nueve y media (cuando lo habitual es hacerlo un festivo por condiciones de igualdad), y a las que ha supuesto un contratiempo tener que pedir el día libre o una reducción de horas. Lo mínimo exigible en tales circunstancias, es respeto.

Este examen no es un filtro para “tener a los mejores”, como se atrevió a decir el alcalde Bermúdez, no sé si con cinismo o con el más aberrante de los desconocimientos. Desde luego, con ese comentario demuestra que él, sí que dista mucho de ser el mejor alcalde que podríamos tener. Estén atentos al porcentaje de aprobados y a la nota media (si es que se atreven a publicarla), a ver si la supuesta “criba de la excelencia”, arroja unos resultados que evidencien algo de justicia.

Todavía queda una segunda parte de la prueba para los pocos que, guiados por los santos y el azar, hayan conseguido un cinco raspado. Veremos con qué sorprende el tribunal, si vuelven a tirar de desproporción con falsos argumentos de calidad o si intentan redimirse. Simplemente recordar que esta prueba forma parte de un proceso selectivo que espera repetirse en 24 ocasiones más, para la sustitución de técnicos, ingenieros y otras áreas del mismo organismo; con el que podremos vislumbrar cuánto afán recaudatorio oculta esta práctica.


Lo que, sin lugar a dudas, debería ser una constante, son las quejas de los afectados. Dos mil quinientas personas que están en su derecho de reclamar una prueba que nada tiene que ver con un baremo justo y de hacerlo más allá del descontento interno, porque ése queda sin consecuencias. ¿Hasta cuándo vamos a dejar que nos sigan tomando el pelo, rindiéndonos antes de empezar?