El
Nobel a Bob Dylan ha generado tanto artículo y tuit que creo que poco más se
puede decir al respecto. A mí, que me gusta escribir, me parece que componer la
letra de una canción es uno de los retos más difíciles. Es cierto que la música (si se hace bien)
suele ayudar amplificando la electricidad de las palabras. Yo misma he tenido
escalofríos con según qué frases y vellos de punta gracias a la mezcla, capaz
de conseguir un efecto químico en el cuerpo que no se puede comparar con nada.
Por
eso, andar peleándose por intrusismos o jerarquías en el arte me parece
absurdo. Sabemos que es difícil llegar a un consenso de gustos o calidades
porque la subjetividad entrará en juego. No hay más que pensar en la de veces
que nos conmovemos por algo que a otros deja inalterables. Las sensibilidades
difieren y aunque hay casos que nunca podré defender (principalmente aquellos
que utilizan el cartón piedra: huecos y sin un mensaje real detrás de tanta
floritura), he asumido que imponer un criterio único a la humanidad, es
imposible. Y preferible, por otro lado, que así sea.
De
modo que, si las palabras que transmite el señor Dylan en sus canciones han sido
capaces de llegar a tanta gente, que ha sentido como yo en otros casos, ese
latigazo que recorre el cuerpo y que nos lleva por un segundo a un estrato de
la realidad que creíamos inexistente, ¿por qué no premiárselo? Este baremo no me
resulta tan desechable a priori, aunque sé que a los más exquisitos el gusto
popular les repele.
La
poesía es uno de los géneros más complicados a los que acercarse pero los
compositores tienen la ventaja de hacer un tipo de poemas que emocionan a la gente.
Pueden identificarse, viéndose reflejados o comprendidos en letras que, en un
momento dado, pueden aliviar heridas o respaldar sentimientos que se quedarían
atascados sin ellas. Además, sus creaciones pueden servir para acercar al
público a Pessoa o Baudelaire; una transición que amplíe el espectro resulta
necesaria. Igual que nadie se inicia en la lectura con Dostoievski, ni en la
música con Bach o en la pintura con Rothko, hace falta un entrenamiento.