Charles Darwin sólo
tenía 22 años cuando embarcó, en diciembre de 1831, en el Beagle. El viaje duraría prácticamente cinco años y recorrería el
Atlántico (pasando por Tenerife, por cierto, pero sin posibilidad de bajarse por
la cuarentena de cólera) hasta alcanzar Sudamérica. Se detendría en Brasil,
Chile y Galápagos, para terminar cruzando el Pacífico y llegar a lugares como
Australia o Nueva Zelanda. La envidia de cualquier trotamundos. Y como todo
viaje de importancia, tuvo la capacidad de transformar al viajero. En el caso
de Darwin, no sólo sería una transformación en lo personal, sino que marcaría
un antes y un después para la humanidad. De sus observaciones a bordo del Beagle nacería El origen de las especies, donde aparece por primera vez la teoría
de la evolución. Con ella, el hombre se desprende de su origen divino, interconectándose
con el resto de animales que habitan la Tierra. No era cuestión de pedestales o
dioses creativos, sino de selección natural.
Actualmente, a los
científicos no les queda geografía por descubrir pero emprenden una labor igual
de importante: conservar el planeta. Así, los investigadores modernos se
embarcan en largas travesías, donde recogen datos que convertirán la actividad
humana en sostenible. Ofreciendo la posibilidad de aprovechar los recursos del
planeta sin necesidad de explotarlos, pues más que nunca se tiene en cuenta la
importancia de la interdependencia ecológica. Algo que ya empezaba a vislumbrar
Darwin y que hoy en día es una realidad.
Una labor activa
y en crecimiento que emprenden personas como Juan Manuel Martínez Carmona y
Juan Agulló García. Ambos son biólogos y han compartido travesía en el Tronio, un barco de 55 metros de eslora
que recorre el océano Antártico pescando róbalo, un pez que puede alcanzar los
2 metros de largo y superar los 110 kilos. En este buque, los biólogos ejercen
la función de observadores científicos, profesión que empieza a imponerse en los
distintos barcos de pesca, dado el éxito que reporta.
Junto a una
tripulación que congrega a gente de todos los continentes y razas (chilenos,
portugueses, indonesios, namibios…), el investigador se integra como parte del
equipo para recoger información sobre las capturas, extraer muestras y tomar
nota de los avistamientos (cetáceos, focas y otras especies). Si hay suerte,
hasta puede descubrir algún espécimen nuevo, como el pogonophryne tronio, bautizado así en honor al barco. Pero sobre
todo, su misión es controlar que se cumplan las normativas. Aunque Juan Manuel
prefiere ver su trabajo como una labor de concienciación, más que policial. “No hay que exigir, sino negociar con ellos,
razonar”, explica. “Para que sean
capaces de ver los beneficios y ganen conciencia. Porque lo importante es que
sean conservacionistas por ellos mismos, no sólo cuando estemos nosotros en el
barco”.
Sensibilizar a
los pescadores es el objetivo prioritario y la Antártida es el escenario
perfecto parar probar este modelo piloto. Un lugar que alberga los mayores
recursos marinos del planeta necesita, irremplazablemente, una gestión
sostenible. Únicamente en la Antártida
se aplica un control tan estricto, el cual se inicia limitando el número de
licencias de pesca. En 2017, sólo 18 barcos tuvieron acceso a la zona, incluyendo en su
tripulación a dos biólogos de distinta nacionalidad. “Es una forma de tener las 24 horas cubiertas y que no se te escape
nada”, aclara Juan Manuel, “En el
Tronio, por ejemplo, íbamos un biólogo español y otro ucraniano”.
Los científicos supervisan
que los buques cumplan toda la normativa, desde el uso de pajareras (unas
líneas con dispositivos que evitan que las aves marinas queden enganchadas en
los anzuelos) hasta el reciclaje y control de residuos (está prohibido tirar
nada al mar). Además del marcaje de peces y la recogida de datos sobre el peso,
la edad o el crecimiento, que permiten conocer el estado del caladero.
El Tronio realiza una pesca manual que, a
diferencia de la alternativa automática, es más respetuosa con el medio porque
es selectiva. Con esto se consigue no sobrepasar el límite de las especies que
se pescan de manera accidental, como los corales, estrellas y esponjas; o las
aves, limitadas a tres por zona. Antes de que se incluyeran normas de disuasión
como el uso de pajareras, había mucha mortandad de albatros y pardelas. “Pero hace 15 años que ningún ave marina
queda atrapada en este tipo de anzuelos” advierte Juan Manuel. Ya que no
sólo se trata de conservar la especie que se pesca, sino de conservar todo el
ecosistema.
Gracias a esta
iniciativa se ha recuperado mucha fauna y los biólogos creen que es un modelo
extrapolable al resto de océanos. De momento, en España las grandes pesquerías
empiezan a estar más reguladas y ya es obligatorio que todos los atuneros
lleven sus propios observadores.
Un beneficio global
En cuanto se indaga
un poco en la llamada “pesca sostenible”, es inevitable preguntarse por los
conflictos y tensiones que este tipo de mediación genera. “Hay
que tener mano izquierda”, responde Juan. “Yo estudié bilogía y acabé de psicólogo”, bromea. “Estás en medio de todo: entre lo que te pide el Oceanográfico, que sería la
parte científica; la normativa que hay que cumplir por parte de la Comisión; y
los intereses del barco, que son económicos fundamentalmente. A veces hay
conflictos pero generalmente se resuelven bien”. Hay un interés mutuo, pues
los barcos no quieren un informe negativo que les haga perder la licencia.
“Era más complicado al principio, cuando abundaban
los barcos piratas”,
comentan. Entonces se daba la contradicción de que unos cumplían las normas
mientras otros saqueaban el mar. Producía mucha impotencia y los marinos veían
injusto que los organismos internacionales no aplicasen medidas contundentes
para vetar a los ilegales. Por suerte, este último año no hubo ni rastro de los
piratas. Los activistas consiguieron lo que, como bien expresó Juan Manuel, “deberían hacer los Gobiernos”. “Este año cogieron miedo por la persecución
y por el trabajo de la policía desarticulando la mafia gallega”, explica
Juan. Refiriéndose a la persecución que los Sea
Shepherd, una organización ecologista, mantuvo contra el Thunder, un barco pirata. Este tipo de
embarcaciones carecen de permisos y cambian continuamente de nombre y bandera
para dificultar su identificación. Además, utilizan redes que resultan
mortíferas y que quedan abandonadas a su suerte en el mar, convirtiéndose en
cementerios flotantes que atrapan todo tipo de animales.
Tras 110 días a
la fuga desde la Antártida, la huida terminó con el hundimiento del Thunder en aguas sudafricanas. Un
naufragio sospechoso pues, al parecer, las escotillas estaban abiertas, algo
nada común si se quiere garantizar la flotabilidad del barco. Los ecologistas
creen que el hundimiento fue intencionado para destruir posibles pruebas, pero
lo positivo es que ha servido para disuadir a los asaltantes.
“Se puede explotar el recurso y conservar
el medio”, explica Juan
que, cada vez más, encuentra a capitanes concienciados que no intentan el menor
regateo. “Estamos en el cambio de chip.
Antes era ‘vamos a coger todo lo que pueda y a cogerlo ya’ y ahora es más un
‘vamos a coger lo que pueda mantenerse y que haya un equilibrio’”. Cada
día, crece la cooperación entre biólogos y marinos, así como la colaboración de
las Administraciones y los empresarios.
Se ha demostrado
que cumplir la normativa, a la larga, ofrece una pesca de mayor calidad. Pues un
caladero bien gestionado es beneficioso para todos: para la especie, que se
estabiliza gracias a las cuotas; para el ecosistema, que ve minimizado su
impacto; y para los pescadores, que ganan muchísimo dinero. Por último, se
garantiza la pesca a largo plazo, en lugar de agotar los recursos en unos pocos
años.
“En la Antártida están bastante
concienciados”, matiza Juan.
“En otros mares y en otras pesquerías a
mí me han intentado comprar. En plan: ‘te doy mil dólares si miras para otro
lado’. Y yo siempre digo lo mismo: ‘Te voy a hacer un cálculo de lo que me
tienes que pagar. Este es el tiempo que me queda para jubilarme, pues tantos
meses multiplicados…’. Y les digo una burrada de dinero. Porque si yo hago mal
mi trabajo, no vuelvo a embarcar”.
Hay que tener
presente que este tipo de pesca, junto al atún rojo, es la más lucrativa. Un
barco puede ganar 7 millones de euros en 4 meses, no por nada al róbalo se lo
conoce como “oro blanco”. Éste se comercializa en Estados Unidos y Japón, donde
llegan a pagar 20 euros el kilo. Un manjar caro que, al tratarse de pesca
sostenible, le da un valor añadido. “Es
un sello de calidad”, añade Juan Manuel. “Una rodaja en un restaurante puede costar 40 ó 50 euros. Es un mercado
muy elitista”.
Al ser una pesca
tan rentable, prevalece el cumplimiento de las normas y, al mismo tiempo, al haber
limitación de licencias, se convierte en una pesca exclusiva, lo que encarece el
precio de venta. Una restricción que se fundamenta en el tiempo de crecimiento
del róbalo, que tiene un metabolismo lento. Tarda 10 años en alcanzar su
madurez sexual o, lo que es lo mismo, en poder reproducirse. Por lo que un
pescado de 60 kilos puede tener 50 años o más.
Los 40 rugientes y 50 tronantes
Las latitudes
donde navega el Tronio son
peligrosas. “Cada dos días tienes un
frente borrascoso e intentas sortearlo”, explica Juan Manuel. Las
condiciones climáticas a las que se enfrenta la tripulación rozan lo temerario,
llegando a poner en riesgo sus propias vidas. Especialmente cuando se acercan a
zonas que los marinos han bautizado como “los cuarenta rugientes y cincuenta
tronantes”, en relación a los fuertes vientos y grandes olas que azotan a los
barcos. Ocurre cuando se adentran entre los 40° y 60° de latitud austral, donde
los aullidos se vuelven atronadores y no escasean los accidentes.
No olvidemos que
el Océano Antártico es el único que da la vuelta completa al globo sin verse
interrumpido por ningún continente, conectando el Océano Indico con el Pacifico
Sur y el Océano Atlántico. Al no existir masas de tierra que lo interrumpan, la
velocidad no disminuye y los vientos no se debilitan. De ahí que las condiciones climáticas sean
tan adversas.
Pero no es sólo
el clima lo que juega en su contra. En travesías tan largas, de 4 ó 5 meses sin
tocar tierra y en un mar dominado por el hielo, cualquier pequeño accidente se
magnifica: un corte o un dolor de muelas son incidentes que en altamar se
agravan. Es cierto que el capitán y los oficiales tienen conocimientos sanitarios
pero no cuentan con un médico a bordo. “Si
te da una apendicitis puedes acabar mal, porque a lo mejor estás a una semana
del próximo puerto”, comenta Juan Manuel. Están tan aislados que ni
siquiera un rescate aéreo sería posible. “Los
helicópteros tienen un límite de 200 millas y los barcos están a unas 500, y rodeados
de hielo, por lo que no pueden navegar a marcha libre”, explica Juan.
Y sin embargo,
los barcos cada vez se arriesgan más. Influidos por el llamado “sistema
olímpico de pesca”, en el que se fija una cuota global para la totalidad de los
barcos, de modo que todos compiten entre ellos, luchando por llegar los
primeros o encontrar el mejor caladero. Incendios y hundimientos nunca están
descartados. “El Tronio tiene la mejor
clasificación. Es el mejor barco europeo en su categoría y aun así llega con
muchos golpes”, analiza Juan Manuel quien, una noche, se cayó de la cama
tras sentir un choque. ¿La causa? Un iceberg: “Me asomé y vi el enorme bloque de hielo que había quedado con la
silueta del barco dibujada”.
Para llegar al
mar de Ross, el barco tiene que cruzar 400 kilómetros de hielo, atravesando
témpanos y placas. Para ello utilizan la información de satélite. “Hay que saber leer los datos pero también necesitas
un poco de suerte”, matiza Juan Manuel. De hecho, la pesca antártica sería
imposible sin tecnología: radares, satélites y mejoras de construcción. El
biólogo nos recuerda que la primera expedición en alcanzar el Polo Sur fue en
1911, “menos de sesenta años de
diferencia con la llegada del hombre a la Luna”.
Este año, en
cambio, hubo poco hielo y se pudo acceder a caladeros que antes eran
inaccesibles. “No se sabe si fue una cosa
puntual o no, pero fue bastante atípico, con temperaturas altas de 10 y 12
grados”, reflexiona Juan Manuel. Una consecuencia buena para la pesca pero
no tanto para el planeta. El tipo de pruebas que evidencian la urgencia de
iniciar planes de sostenibilidad en todas las industrias y a nivel global.
Convivencia a bordo
“No todo el mundo vale”, comenta Juan. “Es duro, sobre todo psicológicamente. Estás fuera de casa, con gente
que no conoces y conviviendo. No todos aguantan. De la quinta nuestra, y que se
hayan mantenido, sólo quedamos tres”. Resulta evidente que es un trabajo
que requiere una personalidad especial, capaz de reponerse y, sobre todo, de
encontrar el reverso positivo a las cosas. No sé si es el barco el que
transforma o son ese tipo de personas las que se sienten atraídas por él, pero
durante la charla, tanto Juan Manuel como Juan, transmiten serenidad y
demuestran una gran generosidad. Les gusta su profesión y quieren compartir la
experiencia para que se conozca el valor del proyecto. Conservan el idealismo
que no se queda en mera pose, sino que actúa acorde a sus valores. Quieren
hacer del mundo un lugar mejor y están contribuyendo a ello.
Ambos defienden
que la convivencia en el Tronio suele
ser buena. “Las personas cuanto peor
estamos, mejores somos”, afirma Juan Manuel. Explican que se tiende a
adoptar una actitud constructiva. “Difiere
del trabajo en tierra en que, en el barco, cualquier pieza es fundamental”,
explica Juan. “Cada puesto depende del
otro y se notan más las deficiencias. Todo va muy medido. Y unos a otros se
controlan durante las maniobras. Profesionalmente se cumple, pero luego hay
riñas personales como en todas partes”.
Sobre la
presencia de mujeres a bordo, sigue habiendo pocas que se embarquen en
trayectos tan largos. “Y eso que a las
mujeres las miman mucho”, comenta Juan. “Cuando
están ellas, cambian hasta los marineros; que de pronto se duchan y se peinan”,
bromea. Éstos tienden a echarles una mano, sobre todo a la hora de cargar peso,
y ninguno recuerda situaciones de acoso o altercado similar. Al contrario,
apuestan a que con el tiempo aumentará el número de observadoras.
“A los tres meses hay una barrera
psicológica”, explica Juan.
“Pero si te gusta la lectura…”,
responde Juan Manuel. “Cierto, yo me he
leído hasta veinte libros por campaña”. Gracias a las nuevas tecnologías pueden
llevar una biblioteca en la maleta sin ocupar espacio, sin embargo, admiten que
una parte social se ha perdido como consecuencia de esto mismo. “Antes veíamos películas juntos después de
cenar”, rememora Juan. “Se hablaba,
se jugaba a la cartas… Ahora como todos tienen ordenador, se meten en su
camarote con el portátil”.
Pese a estos
cambios, el viaje en el Tronio supone
un reinicio vital. “Vuelves con más
tolerancia y tranquilidad”, dice Juan Manuel, que lo que más valora de la
experiencia es la autonomía, “el trabajar
para ti”. Estar cuatro meses embarcado, lejos de resultar agobiante, le
produce el efecto contrario: “Yo disfruto
con un iceberg. Si eres capaz de ver belleza en un amanecer, en el hielo… hasta
en el mar cuando está mal. Hay un montón de momentos que te llenan. Me
agobiaría más estar encerrado en una oficina de ocho a tres. Me comerían los
nervios.” Juan resalta que “al embarcarte
descubres tus propios límites y consigues sorprenderte a ti mismo”.
Y es que al
final, engancha. “Ahora que llevo un año
sin embarcar, empiezo a tener el mono”, admite Juan. “Se ve la vida distinta. Cuando vuelves y observas la sociedad, te das
cuenta de que está metida en otra dinámica. Porque estando allí, parece que
estás fuera del planeta pero resulta que estás más conectado con la realidad”.
Es, en definitiva, un acto que te cambia las escalas y te da una nueva
perspectiva. Aunque vuelvas a habituarte y a perderte en las rutinas, siempre
queda ese recuerdo que, de vez en cuando, se activa y te alerta: hay algo más.
Parece que sus
impresiones, a pesar del tiempo, no difieren de las del propio Darwin, quien en
1839 escribió:
«Ejercitan estos viajes la
paciencia, borran todo rastro de egoísmo, enseñan a elegir por uno mismo y a
acomodarse a todo; en una palabra, dan las cualidades que distinguen a los
marinos. También enseñan los viajes un poco a desconfiar, pero permiten
descubrir que hay en el mundo muchas personas de corazón excelente, dispuestas
siempre a serviros aun cuando no se las haya visto jamás ni deban volverse a
encontrar nunca.»
[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora]