domingo, 3 de septiembre de 2017

Okja: una fábula contra el capitalismo de la carne


Okja tiene una gran ventaja de su parte: es ficción, y como fábula que es, nos acercamos a ella con la guardia baja. Pocos esperarían que una película palomitera les cambiase, pero este cuento nos enfrenta a una parte muy real de nuestro día a día y que solemos omitir, aplicándonos aquel “ojos que no ven, corazón que no siente”. Pues Okja les hará sentir, o cuanto menos, cuestionarse su estilo de vida.

Si el mensaje de la película produce tanto impacto es porque Okja no aparece como el producto final al que estamos acostumbrados −una bandeja de carne envasada al vacío−, sino que lo hace como nuestra mascota. El director, Bong Joon-Ho, retrata el vínculo entre Okja, un cerdo transgénico, y Mija, la niña protagonista: una amistad sin devaluaciones que se desarrolla en los bosques de Corea del Sur. El afecto es mutuo y palpable, igual que el que cualquiera con un perro o un gato en casa corroboraría. Una compañía que no necesita de palabras para confortarnos y que, como en el caso de Okja, muestra inteligencia y empatía. Es, al identificarnos con esta conexión, cuando sucede la magia y el mensaje nos llega de pleno: tenemos que terminar  con esta injusticia. Pudiendo llegar a ser más efectivo que artículos o documentales animalistas, ya que el público no está sesgado de antemano.

Tampoco es que Bong Joon-Ho pretenda convertir a la audiencia al veganismo, pero sí espera hacerla consciente de la terrible realidad de esta industria. Es ‘el efecto Okja’ y está en boca de todos.


Una aventura épica


La trama principal de Okja narra la historia de amor entre una niña y su mascota. Mija (An Seo Hyun) demostrará una lealtad inquebrantable y no perderá de vista su objetivo ni por un momento: recuperar a Okja. Ésta ha sido su compañera de juegos en los remotos bosques de Corea y, junto a su abuelo, conforma su pequeña familia. El animal se asemeja a un cerdo pero supera el tamaño de un hipopótamo. Se trata de una especie transgénica, un experimento creado por la Corporación Mirando y etiquetado como supercerdo. Su creación forma parte de una estrategia de marketing que aspira a lavar la imagen de Mirando, reapareciendo como una compañía ecológica cuyo fin es acabar con el hambre del mundo. Para ello han organizado un concurso a nivel mundial donde distintos granjeros competirán por criar al mejor supercerdo. El abuelo de Mija es uno de los candidatos.


Okja vive ajena al plan y se desarrolla como un apacible gigante que demuestra tener una gran sensibilidad e inteligencia, pero esto carece de importancia para la directora y gestora del proyecto, Lucy Mirando (Tilda Swinton). Para ella, los supercerdos son el milagro que “el mundo ha estado esperando”, diseñados para “consumir menos piensos y producir menos excrementos”, pero sobre todo, “para saber a gloria”. Producirlos en cadena será el siguiente paso, tras celebrar el peculiar concurso de belleza porcina que tendrá lugar en Nueva York, presentado por un decadente zoólogo televisivo, el Doctor Johnny Wilcox (Jake Gyllenhaal). Pero Mija no se rendirá tan fácilmente y seguirá a su amiga hasta Estados Unidos, ayudada por el Frente de Liberación Animal, un grupo de ecologistas liderados por Jay (Paul Dano).

La película combina varios géneros sin resultar caótica, alternando humor, horror y ternura, a un ritmo que consume velozmente sus dos horas de duración. Los paisajes de Corea parecen hacer un guiño a las escenas más icónicas del Studio Ghibli, donde Okja aparece como una suerte de Totoro gigantesco que concentra la misma dosis de monumentalidad y encanto. Diseñada por Hee Chul Jang, se integra con absoluto realismo gracias a los efectos visuales de Erik-Jan de Boer, ganador de un Oscar por su trabajo en La Vida de Pi. El director de fotografía, Darius Khondji, cierra el equipo, deslizándose magistralmente desde la belleza de las montañas, con sus paisajes panorámicos, a la oscuridad y crudeza industrial de la última parte.


domingo, 30 de julio de 2017

Olive Oatman: la misteriosa mujer del tatuaje azul en la barbilla


Al pensar en los pioneros nos viene a la mente la imagen de aquellos hombres y mujeres dispuestos a cruzar el océano con la esperanza de fundar un mundo nuevo. El problema era que aquel “nuevo mundo” ya existía y había estado habitado durante generaciones por los nativos del lugar: Cherokees, Apaches, Quapaws, Siouxs... infinidad de tribus que aprendieron a adaptarse a la salvaje Norteamérica. De hecho, si muchos de estos colonos sobrevivieron fue gracias a las enseñanzas de los indios; un gesto que obtuvo una contrapartida menos generosa (enfermedades, exilio…) y que redujo drásticamente su población.  

La colonización del siglo XIX difícilmente podrá deshacerse de su oscuro legado, pero centrándonos en el punto de vista de los recién llegados, resulta tentador imaginar las sensaciones de aquellos pioneros. El sobrecogimiento de atravesar las llanuras de Nebraska o la impresión de divisar las Montañas Rocosas. El continente norteamericano era inmenso y lleno de contrastes, pero sobre todo, no se parecía a nada de lo que habían visto antes. El impacto de aquellos paisajes tuvo, sin ninguna duda, que emocionarles; aunque no por ello el más ordinario de los días estuviera exento de dureza.

En 1850 comenzaría la travesía de la familia Oatman, a la que no movía el afán de aventura, sino los designios divinos de su pastor, James C. Brewster. Éste, tras varias disputas, se desvinculó de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y se dispuso a liderar su propia fe. Brewster creía que el lugar sagrado para los mormones no se encontraba en Utah, sino en California, y convencido de ello, condujo a sus seguidores a través del desierto. Al llegar a Santa Fe, casi un año después, la caravana volvió a dividirse. Algunos decidieron asentarse allí, otros continuaron hacia el norte, y los Oatman decidieron alcanzar la desembocadura del Colorado en solitario.


A la familia se le advirtió que aquel tramo era estéril y peligroso, pero como suele decirse en estos casos: la fe mueve montañas (y camufla bastante bien los impulsos suicidas). Aquella elección pronosticaba la tragedia, pero Royse Oatman decidió continuar el camino junto a su mujer y sus siete hijos. Para evitar las altas temperaturas, los Oatman viajaban de noche, pero eso no impidió que los bueyes fueran cayendo, a la par que las provisiones, cada día más escasas.  Aquel era un páramo seco y sin vegetación, donde ondeaba el aire y la cordura se desvanecía. La situación comenzaba a ser desesperada cuando un grupo de nativos alcanzó el carruaje. Los indios querían comida y tabaco pero la familia no podía prescindir de nada. Sorpresivamente, la negociación derivó en ataque y los yavapais apalearon a los pioneros hasta la muerte. A todos salvo a dos: las hermanas Olive y Mary Ann, de 13 y 8 años, respectivamente.

Lorenzo, el hermano mayor, fue dado por muerto pero milagrosamente sobrevivió a los golpes. Las niñas, en cambio, se creían completamente solas: sin familia, ni testigos de la masacre. Sus opciones parecían pocas y ahora, además, eran prisioneras de los yavapais. Con ellos recorrieron el desierto durante días, quedando muy debilitadas a causa de la deshidratación y los golpes. El maltrato sufrido durante el trayecto las convencería de su nueva realidad: eran esclavas de los indios.


La aparición de los Mohave

Las hermanas pasarían un año en cautividad, tratando de sobrevivir a las extremas condiciones del desierto de Arizona. Los yavapais se alimentaban de carne de venado, ardillas o serpiente hervida, pero ellas debían conformarse con los brotes de yuca, raíces o tunas que encontraban. Cualquier queja era rápidamente reprendida, Olive explicaría como “se deleitaban dándonos latigazos injustificados más allá de nuestras fuerzas”.

Afortunadamente, la suerte de las niñas cambiaría cuando una tribu vecina, los mohave, apareció para hacer negocios con ellos. A los recién llegados les llamó la atención la presencia de las dos niñas blancas y movidos por la compasión, pactaron un intercambio. Un par de caballos y mantas sirvieron para trasladar a las hermanas a su nuevo destino.


Los mohave vivían en un valle donde los bosques de álamo y los pequeños campos de trigo contrastaban con las tierras baldías de los yavapais. Olive y Mary Ann pasaron a formar parte de la familia de Espanesay y Aespaneo, un matrimonio que las crió como a sus propias hijas. Para demostrar su unión con la comunidad, se les tatuó en la barbilla, brazos y piernas, unos dibujos a base de gruesas líneas azules. Con este diseño tradicional, los mohave aseguraban el reencuentro de sus miembros en el más allá, y suponía una prueba de su compromiso con las niñas. De hecho, el término que éstos utilizaban para describirlas era “ahwe” que significa “extraño” y  no “esclavo” o “cautivo”.

Mujer Mohave con los tatuajes tradicionales
Aparentemente, las hermanas Oatman se integraron totalmente en la comunidad hasta el punto de que, en  febrero de 1854, no dijeron nada cuando aparecieron más de cien hombres blancos. Eran topógrafos que estudiaban el terreno buscando trazar una ruta para el ferrocarril desde el río Misisipi hasta el Pacífico. El equipo pasó una semana con los mohave, que fueron descritos como amistosos y serviciales, siempre dispuestos a echar una mano.  Puede ser que las niñas, al creer que no les quedaban parientes vivos, hubiesen abandonado por completo la idea de escapar. Pero el afecto con el que Olive siempre relató a su familia mohave pone en duda esta teoría. 

Las chicas continuaron llevando una vida pacífica entre los nativos hasta que una hambruna terminó con la vida de Mary Ann. Su muerte −junto a la de muchos otros miembros de la tribu− fue consecuencia de una inundación que destrozó las cosechas. Olive trató de conseguir comida para su hermana, incluso fue con varios de los mohaves a buscar alimento a las montañas pero Mary Ann, que nunca se había recuperado totalmente de sus marchas forzadas a través del desierto, falleció a su regreso. La comunidad se dispuso a preparar la ceremonia de cremación cuando Olive los detuvo. Quemar a los muertos suponía una atrocidad según sus creencias mormonas, por eso pidió enterrarla y aunque esta idea contradecía las costumbres del poblado, la dejaron hacerlo. Olive eligió para ello una zona del jardín, aquel que su nueva familia les había regalado, justo a su llegada.

domingo, 9 de julio de 2017

Conectadogs: un lugar para las segundas oportunidades

Cuando me acerqué al mundo del voluntariado, lo hice desde el más absoluto desconocimiento, ajena a la dureza de las protectoras de animales. Como la mayoría, no era consciente del trabajo y las necesidades de este tipo de centros. Mi propósito era ayudar y fui allí sin más pretensión que ésa: echar una mano en lo que hiciera falta. Afortunadamente, cada vez son más las personas dispuestas a implicarse y a aportar su pequeño granito arena a estas causas. Sin embargo,  el abandono de animales en España mantiene unas cifras preocupantes: sólo en 2015 las sociedades protectoras atendieron 137.000 casos. Por eso, aunque trabajadores y voluntarios dan lo mejor de sí, no es suficiente.

El flujo de animales es tan masivo que resulta imposible llevar a cabo un seguimiento individualizado. En general pueden más las prisas de contener lo incontenible, lo que desencadena que se anteponga la adopción a toda costa. El problema de esta solución es que su efectividad sólo sirve a corto plazo. Un perro sale del centro, sí, pero la ausencia de valoración previa no prevé las incompatibilidades que puedan surgir. ¿El resultado? El animal se devuelve a la protectora y empieza a ser tachado de “difícil”, el primero de muchos adjetivos que se volverán menos amables con el tiempo y la falta de oportunidades.


Una máxima a tener en cuenta a la hora de adoptar es que no todos los perros son iguales. Afinidades aparte, cada uno tiene sus rasgos: los hay más nerviosos o más tranquilos, más obedientes o indisciplinados, sociables o asustadizos… pero más importante aún, provienen de entornos distintos. Y la mayoría con un pasado que les pesa. Lo cual va unido a problemas de conducta si no son tratados correctamente. Por eso, conocer cada caso proporciona unos datos valiosísimos a la hora de encontrar un dueño adecuado. Porque la información −en ambas direcciones− es el único seguro para una adopción feliz.

En mi caso, no cambio la experiencia de haber sido voluntaria. Gracias a ello me crucé con Ronda, una perra que se convirtió en la mejor compañía.  Pero al mismo tiempo, la vivencia me dejó un regusto amargo, esa sensación de que aún quedan muchas cosas por hacer. De un sentimiento parecido surge Conectadogs, un grupo de personas que, conscientes de estos vacíos, han querido actuar y atender los problemas que quedan al margen por falta de recursos, tiempo o formación. El proyecto quiere ofrecer un trato individualizado a los perros con necesidades especiales. Su fin es rehabilitarlos y romper así con el ciclo de devolución y aislamiento.

En palabras de uno de sus impulsores, Javier Ruiz, “es el primer centro de recuperación canina de España, donde trabajaremos por el bienestar de todos aquellos perros que han agotado sus oportunidades y a los que una legislación antigua o mal planteada ha condenado a vivir por siempre en la soledad de un chenil”. Pero no sólo se caracterizan por ser un salvavidas para aquellos casos más extremos, sino que su objetivo va más allá y propone aunar terapias. Una apuesta totalmente pionera en España donde los perros servirán de apoyo, ejerciendo como co-terapeutas a niños y jóvenes que viven en centros de acción educativa o para luchar contra el acoso escolar. 

Actualmente, el equipo de Conectadogs se encuentra inmerso en una campaña en redes sociales bajo el hashtag #DejaHuella, y ha puesto en marcha un crowdfunding como primer paso para su financiación. Una suma de esfuerzos para dar luz verde a este maravilloso proyecto en el que convergen psicólogos y adiestradores, pero sobre todo, personas comprometidas. De aquellas que todavía se atreven a perseguir ideales y a luchar por hacer de este mundo un lugar mejor.

lunes, 3 de julio de 2017

Laurie Lipton: universos en blanco y negro

Los dibujos de la pequeña Laurie Lipton no eran los garabatos típicos de los niños de su edad. En aquellas hojas de papel, Laurie dibujaba cuerpos que se retorcían y adquirían muecas siniestras. Sus gustos siempre fueron peculiares: prefería quedarse en casa a salir fuera a jugar y de todos los colores, elegía siempre el negro. Un lápiz era todo el color que necesitaba el particular mundo que producía su cabeza. Uno cuyos padres mostraban con orgullo, desconcertando a las visitas, que no llegaban a entender como una niña era capaz de crear algo tan escalofriante.


Los señores Lipton, lejos de adquirir actitudes represivas o de psicoanálisis, la alentaron a seguir dibujando. “Yo era una niñita angelical y mi imaginación era brutal y sangrienta. Por suerte, mis padres nunca me censuraron. Siempre me animaron a hacer exactamente lo que quería artísticamente. En todo lo demás yo era educada y obediente. ¿Será tal vez por eso que mi estilo es salvaje pero mi técnica es extremadamente controlada?”, se pregunta la artista.

Apoyada por sus padres, Laurie estudiaría Bellas Artes pero la universidad no le reportaría el conocimiento que necesitaba. Eran los tiempos de la conceptualidad, donde el marketing personal medía la calidad del artista. La obra se envolvía de narraciones difícilmente observables, en lugar de dejar que ésta hablase por sí misma. Y si hay algo que caracteriza el trabajo de Lipton, es la emanación constante de impresiones. Sus dibujos son incapaces de dejar indiferente a nadie: perturban, intrigan, entusiasman... Algunos los adoran y otros los rechazan, pero no necesitan de un discurso previo para producir efecto.

Su obra habla y lo hace en detalle. Un laberinto de microscópicas partes compone cada pieza. Si alguna vez se sintió obligado a permanecer un tiempo extra delante de un cuadro para fingir apreciación, con Lipton no necesitará hacerlo. Cada centímetro del papel esconde un detalle, ya sea una sombra o el reflejo en una pupila: “Hay mucho oculto en mi obra y hay mucho oculto en mí”, suele decir. Su minuciosidad fuerza la observación e invita a perderse en una atmósfera hipnótica que no tiene más modelos ni referencias que las que hay en su imaginación.

“Todo era abstracto y conceptual cuando estudiaba”, explica. “Solía saltarme las clases y sentarme durante horas en la biblioteca a hacer copias de Durero, Memling y Van Eyck. Así que aunque fui a una de las mejores universidades de arte de los Estados Unidos, soy autodidacta. Mi extraña manera de dibujar consume una cantidad de tiempo inmensa, pero me permite alcanzar la misma calidad luminosa que alcanzaron los Maestros del Renacimiento.” Una declaración así podría sonar presuntuosa pero, ciertamente, su técnica es asombrosa: una superposición de líneas y finos trazos con los que recrea sombras y consigue un realismo fotográfico.

Lipton no dejar de repetir que dibujar es lo único que sabe hacer y que es buena por simple dedicación. El tiempo y la constancia son su receta para el éxito, no hay atajos. “Me impongo tareas imposibles: miles de rostros, una ciudad donde se ve cada ventana, un paisaje con cada brizna de hierba... si me fuera a preocupar por el tiempo que necesito, jamás me podría a ello. Tampoco soy masoquista. Abordo cada dibujo con un sentimiento de "¿Podré?", y a la mierda con el tiempo y las consecuencias. Así que cuando la gente me pregunta −como inevitablemente sucede− cuánto tiempo me lleva cada dibujo, les miento y me invento un número. En realidad no tengo ni idea”.

domingo, 25 de junio de 2017

El cuento de la criada: libro vs serie


Apresurarse a decir aquello de ‘el libro es mejor’, se ha convertido en un cliché. Una frase manida que resulta pretenciosa, cargante y propia de un Sánchez Dragó que se aferra con pedantería a aquello de ‘cualquier tiempo pasado fue mejor’. Por eso a los tópicos es mejor no hacerles caso pero, ya sea por simple estadística, en ocasiones tienen razón. Y en el caso de los libros, adaptación y expectativas no suelen ir de la mano.

No es un prejuicio. Así como desconfío de los que sólo citan libros que tienen su equivalente cinematográfico (sospechoso, cuanto menos), suelo ser optimista con las adaptaciones en formato serie. Porque es imposible condensar cientos de página en una hora y media, pero en una temporada (o dos), las posibilidades mejoran; y nadie se opone a prolongar un entretenimiento.

Tampoco se trata de equipararlos tal cual, pues televisión y libros llevan ritmos diferentes. En los últimos, el tiempo juega a su favor; ya que leer es un proceso pausado que, sin perder emoción o intriga, permite un acercamiento más profundo a la trama. Y cuenta con el punto extra de dejar una parte a la libre imaginación del lector. El cine, por su parte, tiene todo lo demás: música, iluminación, efectos especiales, actores… Ingredientes que, bien combinados, dan mucha más ventaja. Sin embargo, tanto la pequeña como la gran pantalla tienden a subestimar al espectador, abusando de las aclaraciones y el posterior regurgitado, que da como resultado un puré bastante irreconocible.

Presuponen que vamos a perdernos y por eso nos llevan de la mano, señalando todos los puntos y retomándolos de nuevo (con explicaciones alternativas), “sólo por si acaso”. En este sentido, los libros suelen ser más generosos. Si no los entiendes, asumen que puedes cerrarlos, pero no van a degradar la experiencia en favor de unos pocos. Y este es el caso de El cuento de la criada, un libro que Margaret Atwood publicó en 1985, y del que Hulu ha querido hacer su versión televisiva.


La República de Gilead

La serie, inicialmente, tenía buena pinta. Estrenada el 26 de abril, cuenta con los productores Warren Littlefield (Fargo) y Bruce Miller (Urgencias, Los 100), y con Reed Morano (Amores asesinos, Dentro del dolor) como directora de los tres primeros episodios. Entre los actores encontramos también cara conocidas: Elisabeth Moss (Mad Men), Alexis Bledel (Las chicas Gilmore) o Samira Wiley (Orange is the New Black). Incluso la propia Atwood aparece haciendo un breve cameo en una de las escenas. Y sin embargo, para cualquiera que haya leído el libro, ver esta serie supone correr el riesgo de enfrentarse a una mezcla de ira, confusión y decepción superpuestas (solamente con el primer capítulo).

En el proyecto de Hulu, la trama original ha sido despedazada y vuelta a unir con prisas y barnices extraños. Alterar el orden de algunos de los acontecimientos sería algo comprensible, pero en este caso, el nuevo planteamiento anula todo el misterio que desprende el libro. Porque hay puntos clave que requieren un recorrido, hace falta un contexto para comprender los matices de lo que está pasando. O de lo contrario se convierte en una versión bastante libre de la idea de Atwood. Empezando por sus personajes, que son jóvenes y guapos cuando no toca, lo que resta turbiedad a las escenas.


Las historias que en la novela se van descubriendo a lo largo de cuatrocientas páginas, aparecen condensadas en los primeros 57 minutos de la serie. Destruyendo toda la intriga y negando al espectador cualquier posibilidad de teorizar. Cuando uno de los atractivos del libro es, precisamente, ese ‘querer saber más’. Siendo imposible no devorar las páginas para descubrir el origen de la distopía. Algo que, por otro lado, da verosimilitud, y consigue uno de los efectos perseguidos por la autora: que no parezca ciencia ficción, sino algo que podría pasar.

De esta forma, encontramos un escenario donde Estados Unidos ha pasado a ser una teocracia fanática. Tras asesinar al presidente y disolver las Cámaras, los nuevos líderes irán reduciendo progresivamente los derechos de las personas hasta establecer un nuevo sistema de clases. La sociedad que origina este golpe de estado será bautizada como República de Gilead y en ella, se limitará el papel de las mujeres, dejando a aquellas que no son esposas de los Comandantes, relegadas a las labores del hogar (las Martas) y la reproducción (las Criadas). Aquellas que por edad o rebeldía no encajan en ninguno de estos dos servicios, pasan a ser consideradas No-mujeres y son desterradas, usadas como mano de obra en un entorno contaminado que disminuye su esperanza de vida.

La historia es narrada por Defred, una de las Criadas que, envuelta en su hábito rojo, es sometida a violaciones revestidas de ceremonia. Las mujeres son ahora un medio y carecen de la libertad de decidir, incluso sobre sus propios cuerpos.


sábado, 10 de junio de 2017

Big Little Lies

Una carretera salpicada por mansiones de ensueño con vistas al Pacífico, es el camino que las madres de Monterey (California) recorren cada día para llevar a sus hijos al colegio. Forma parte del ritual de “la mamá perfecta” donde los logros de los niños se sienten como propios y los esfuerzos se concentran en concederles una infancia sin incidentes. Para ello, estas madres harán lo que sea. Organizarán fiestas, diseñarán cestas de regalo y repartirán entradas a los mejores espectáculos, sin perder de vista el objetivo final: hacer de sus hijos (y por extensión, a ellas mismas) los más populares de la escuela.

Son mujeres acomodadas, algunas con carreras propias, y todas casadas con hombres de éxito. Matrimonios idílicos que conviven en casas acristaladas que parecen augurar la felicidad eterna, pero sobre todo, la ausencia de secretos. Al fin y al cabo, ¿quién tendría que fingir en el paraíso? Sin embargo, ni las apariencias más cuidadas (o especialmente ésas) son inmunes a los problemas.


La propuesta de Big Little Lies, basada en un libro homónimo de Liane Moriarty, es precisamente desvelar los aspectos más sombríos de interpretar una vida perfecta. Demostrando que las grandes casas y el lujo no dan la felicidad, o al menos, no libran a sus dueños del sufrimiento. Así, la quietud de este escenario se verá trastocada, en primer lugar, por un incidente en el colegio. Una de las niñas aparece con varios moretones y es Ziggy, el nuevo alumno, el señalado como culpable. Sin mayores pruebas, el suceso posicionará los equipos e iniciará la guerra entre unos padres acostumbrados al triunfo.

El otro punto que bifurcará la trama será un asesinato. No sabemos quién ha sido la víctima y tampoco el autor, pero este hecho perderá importancia a medida que avance la serie. Porque en Big Little Lies lo importante no es resolver el homicidio, sino conocer las historias que llevaron a él. El interrogatorio policial a los padres, arrojará más pistas sobre la hostilidad encubierta del día a día que sobre el verdadero asesino, pero servirá de hilo conductor para hacer emerger las “pequeñas grandes mentiras” que estas mujeres representan. 


Protagonismo femenino

Lo más interesante de la propuesta de HBO, es que trata con acierto muchos de los temas que afectan a las mujeres. La maternidad actual es uno de ellos, entendida como la dedicación absoluta y sin altibajos. La serie cuestionará su papel de salvavidas: no a todas les basta con ejercer el rol de madres para sentirse realizadas. Y sin embargo, demostrará como compatibilizar la maternidad con una carrera sigue siendo motivo de enfrentamiento; tanto por las renuncias que implica como por el enjuiciamiento social que genera.


También estará presente el conflicto que, no pocas veces, se encarniza entre las mujeres (aparentemente programadas para competir entre ellas). En estas guerras, envueltas de falsa amabilidad, primará la sobreprotección de los hijos. Una defensa que rozará el absurdo pero que retrata a la perfección el día a día de las escuelas modernas: padres angustiados por garantizar el bienestar de sus hijos que terminan por extralimitar sus funciones.

Estas disputas, aderezadas con los momentos de crisis del matrimonio, serán el reflejo de la constante insatisfacción humana. En este caso, reducida al universo de unas privilegiadas amas de casa. Y sin embargo, la distancia que este entorno acomodado podría despertarnos, se reduce gracias a la universalidad de sus problemas. Incluso aprovecha esta situación para resaltar, aún más, el abuso físico que está teniendo lugar de puertas para adentro. Un maltrato que choca por su revestimiento de oro, convirtiéndolo en un recordatorio de que no es una cuestión de clases, sino de género.

De hecho, Big Little Lies ha sido especialmente aplaudida por su retrato del abuso doméstico, que no se reduce a mostrar la violencia sino que incluye también la manipulación, el autoengaño y la contradicción que van de la mano de este tipo de relaciones. Situándonos en los ojos de la víctima, logra hacernos comprender por qué una situación tan dañina es capaz de prolongarse en el tiempo.



lunes, 22 de mayo de 2017

Antártida: observador a bordo


Charles Darwin sólo tenía 22 años cuando embarcó, en diciembre de 1831, en el Beagle. El viaje duraría prácticamente cinco años y recorrería el Atlántico (pasando por Tenerife, por cierto, pero sin posibilidad de bajarse por la cuarentena de cólera) hasta alcanzar Sudamérica. Se detendría en Brasil, Chile y Galápagos, para terminar cruzando el Pacífico y llegar a lugares como Australia o Nueva Zelanda. La envidia de cualquier trotamundos. Y como todo viaje de importancia, tuvo la capacidad de transformar al viajero. En el caso de Darwin, no sólo sería una transformación en lo personal, sino que marcaría un antes y un después para la humanidad. De sus observaciones a bordo del Beagle nacería El origen de las especies, donde aparece por primera vez la teoría de la evolución. Con ella, el hombre se desprende de su origen divino, interconectándose con el resto de animales que habitan la Tierra. No era cuestión de pedestales o dioses creativos, sino de selección natural.

Actualmente, a los científicos no les queda geografía por descubrir pero emprenden una labor igual de importante: conservar el planeta. Así, los investigadores modernos se embarcan en largas travesías, donde recogen datos que convertirán la actividad humana en sostenible. Ofreciendo la posibilidad de aprovechar los recursos del planeta sin necesidad de explotarlos, pues más que nunca se tiene en cuenta la importancia de la interdependencia ecológica. Algo que ya empezaba a vislumbrar Darwin y que hoy en día es una realidad.

Una labor activa y en crecimiento que emprenden personas como Juan Manuel Martínez Carmona y Juan Agulló García. Ambos son biólogos y han compartido travesía en el Tronio, un barco de 55 metros de eslora que recorre el océano Antártico pescando róbalo, un pez que puede alcanzar los 2 metros de largo y superar los 110 kilos. En este buque, los biólogos ejercen la función de observadores científicos, profesión que empieza a imponerse en los distintos barcos de pesca, dado el éxito que reporta.


Junto a una tripulación que congrega a gente de todos los continentes y razas (chilenos, portugueses, indonesios, namibios…), el investigador se integra como parte del equipo para recoger información sobre las capturas, extraer muestras y tomar nota de los avistamientos (cetáceos, focas y otras especies). Si hay suerte, hasta puede descubrir algún espécimen nuevo, como el pogonophryne tronio, bautizado así en honor al barco. Pero sobre todo, su misión es controlar que se cumplan las normativas. Aunque Juan Manuel prefiere ver su trabajo como una labor de concienciación, más que policial. “No hay que exigir, sino negociar con ellos, razonar”, explica. “Para que sean capaces de ver los beneficios y ganen conciencia. Porque lo importante es que sean conservacionistas por ellos mismos, no sólo cuando estemos nosotros en el barco”.

Sensibilizar a los pescadores es el objetivo prioritario y la Antártida es el escenario perfecto parar probar este modelo piloto. Un lugar que alberga los mayores recursos marinos del planeta necesita, irremplazablemente, una gestión sostenible.  Únicamente en la Antártida se aplica un control tan estricto, el cual se inicia limitando el número de licencias de pesca. En 2017, sólo 18 barcos  tuvieron acceso a la zona, incluyendo en su tripulación a dos biólogos de distinta nacionalidad. “Es una forma de tener las 24 horas cubiertas y que no se te escape nada”, aclara Juan Manuel, “En el Tronio, por ejemplo, íbamos un biólogo español y otro ucraniano”.

Los científicos supervisan que los buques cumplan toda la normativa, desde el uso de pajareras (unas líneas con dispositivos que evitan que las aves marinas queden enganchadas en los anzuelos) hasta el reciclaje y control de residuos (está prohibido tirar nada al mar). Además del marcaje de peces y la recogida de datos sobre el peso, la edad o el crecimiento, que permiten conocer el estado del caladero.


El Tronio realiza una pesca manual que, a diferencia de la alternativa automática, es más respetuosa con el medio porque es selectiva. Con esto se consigue no sobrepasar el límite de las especies que se pescan de manera accidental, como los corales, estrellas y esponjas; o las aves, limitadas a tres por zona. Antes de que se incluyeran normas de disuasión como el uso de pajareras, había mucha mortandad de albatros y pardelas. “Pero hace 15 años que ningún ave marina queda atrapada en este tipo de anzuelos” advierte Juan Manuel. Ya que no sólo se trata de conservar la especie que se pesca, sino de conservar todo el ecosistema.

Gracias a esta iniciativa se ha recuperado mucha fauna y los biólogos creen que es un modelo extrapolable al resto de océanos. De momento, en España las grandes pesquerías empiezan a estar más reguladas y ya es obligatorio que todos los atuneros lleven sus propios observadores.



Un beneficio global

En cuanto se indaga un poco en la llamada “pesca sostenible”, es inevitable preguntarse por los conflictos y tensiones que este tipo de mediación genera.  “Hay que tener mano izquierda”, responde Juan. “Yo estudié bilogía y acabé de psicólogo”, bromea. “Estás en medio de todo: entre  lo que te pide el Oceanográfico, que sería la parte científica; la normativa que hay que cumplir por parte de la Comisión; y los intereses del barco, que son económicos fundamentalmente. A veces hay conflictos pero generalmente se resuelven bien”. Hay un interés mutuo, pues los barcos no quieren un informe negativo que les haga perder la licencia.


“Era más complicado al principio, cuando abundaban los barcos piratas”, comentan. Entonces se daba la contradicción de que unos cumplían las normas mientras otros saqueaban el mar. Producía mucha impotencia y los marinos veían injusto que los organismos internacionales no aplicasen medidas contundentes para vetar a los ilegales. Por suerte, este último año no hubo ni rastro de los piratas. Los activistas consiguieron lo que, como bien expresó Juan Manuel, “deberían hacer los Gobiernos”. “Este año cogieron miedo por la persecución y por el trabajo de la policía desarticulando la mafia gallega”, explica Juan. Refiriéndose a la persecución que los Sea Shepherd, una organización ecologista, mantuvo contra el Thunder, un barco pirata. Este tipo de embarcaciones carecen de permisos y cambian continuamente de nombre y bandera para dificultar su identificación. Además, utilizan redes que resultan mortíferas y que quedan abandonadas a su suerte en el mar, convirtiéndose en cementerios flotantes que atrapan todo tipo de animales.

Tras 110 días a la fuga desde la Antártida, la huida terminó con el hundimiento del Thunder en aguas sudafricanas. Un naufragio sospechoso pues, al parecer, las escotillas estaban abiertas, algo nada común si se quiere garantizar la flotabilidad del barco. Los ecologistas creen que el hundimiento fue intencionado para destruir posibles pruebas, pero lo positivo es que ha servido para disuadir a los asaltantes.

“Se puede explotar el recurso y conservar el medio”, explica Juan que, cada vez más, encuentra a capitanes concienciados que no intentan el menor regateo. “Estamos en el cambio de chip. Antes era ‘vamos a coger todo lo que pueda y a cogerlo ya’ y ahora es más un ‘vamos a coger lo que pueda mantenerse y que haya un equilibrio’”. Cada día, crece la cooperación entre biólogos y marinos, así como la colaboración de las Administraciones y los empresarios.


Se ha demostrado que cumplir la normativa, a la larga, ofrece una pesca de mayor calidad. Pues un caladero bien gestionado es beneficioso para todos: para la especie, que se estabiliza gracias a las cuotas; para el ecosistema, que ve minimizado su impacto; y para los pescadores, que ganan muchísimo dinero. Por último, se garantiza la pesca a largo plazo, en lugar de agotar los recursos en unos pocos años.

“En la Antártida están bastante concienciados”, matiza Juan. “En otros mares y en otras pesquerías a mí me han intentado comprar. En plan: ‘te doy mil dólares si miras para otro lado’. Y yo siempre digo lo mismo: ‘Te voy a hacer un cálculo de lo que me tienes que pagar. Este es el tiempo que me queda para jubilarme, pues tantos meses multiplicados…’. Y les digo una burrada de dinero. Porque si yo hago mal mi trabajo, no vuelvo a embarcar”.

Hay que tener presente que este tipo de pesca, junto al atún rojo, es la más lucrativa. Un barco puede ganar 7 millones de euros en 4 meses, no por nada al róbalo se lo conoce como “oro blanco”. Éste se comercializa en Estados Unidos y Japón, donde llegan a pagar 20 euros el kilo. Un manjar caro que, al tratarse de pesca sostenible, le da un valor añadido. “Es un sello de calidad”, añade Juan Manuel. “Una rodaja en un restaurante puede costar 40 ó 50 euros. Es un mercado muy elitista”.

Al ser una pesca tan rentable, prevalece el cumplimiento de las normas y, al mismo tiempo, al haber limitación de licencias, se convierte en una pesca exclusiva, lo que encarece el precio de venta. Una restricción que se fundamenta en el tiempo de crecimiento del róbalo, que tiene un metabolismo lento. Tarda 10 años en alcanzar su madurez sexual o, lo que es lo mismo, en poder reproducirse. Por lo que un pescado de 60 kilos puede tener 50 años o más.


Los 40 rugientes y 50 tronantes

Las latitudes donde navega el Tronio son peligrosas. “Cada dos días tienes un frente borrascoso e intentas sortearlo”, explica Juan Manuel. Las condiciones climáticas a las que se enfrenta la tripulación rozan lo temerario, llegando a poner en riesgo sus propias vidas. Especialmente cuando se acercan a zonas que los marinos han bautizado como “los cuarenta rugientes y cincuenta tronantes”, en relación a los fuertes vientos y grandes olas que azotan a los barcos. Ocurre cuando se adentran entre los 40° y 60° de latitud austral, donde los aullidos se vuelven atronadores y no escasean los accidentes.

No olvidemos que el Océano Antártico es el único que da la vuelta completa al globo sin verse interrumpido por ningún continente, conectando el Océano Indico con el Pacifico Sur y el Océano Atlántico. Al no existir masas de tierra que lo interrumpan, la velocidad no disminuye y los vientos no se debilitan.  De ahí que las condiciones climáticas sean tan adversas.


Pero no es sólo el clima lo que juega en su contra. En travesías tan largas, de 4 ó 5 meses sin tocar tierra y en un mar dominado por el hielo, cualquier pequeño accidente se magnifica: un corte o un dolor de muelas son incidentes que en altamar se agravan. Es cierto que el capitán y los oficiales tienen conocimientos sanitarios pero no cuentan con un médico a bordo. “Si te da una apendicitis puedes acabar mal, porque a lo mejor estás a una semana del próximo puerto”, comenta Juan Manuel. Están tan aislados que ni siquiera un rescate aéreo sería posible. “Los helicópteros tienen un límite de 200 millas y los barcos están a unas 500, y rodeados de hielo, por lo que no pueden navegar a marcha libre”, explica Juan. 

Y sin embargo, los barcos cada vez se arriesgan más. Influidos por el llamado “sistema olímpico de pesca”, en el que se fija una cuota global para la totalidad de los barcos, de modo que todos compiten entre ellos, luchando por llegar los primeros o encontrar el mejor caladero. Incendios y hundimientos nunca están descartados. “El Tronio tiene la mejor clasificación. Es el mejor barco europeo en su categoría y aun así llega con muchos golpes”, analiza Juan Manuel quien, una noche, se cayó de la cama tras sentir un choque. ¿La causa? Un iceberg: “Me asomé y vi el enorme bloque de hielo que había quedado con la silueta del barco dibujada”.


Para llegar al mar de Ross, el barco tiene que cruzar 400 kilómetros de hielo, atravesando témpanos y placas. Para ello utilizan la información de satélite. “Hay que saber leer los datos pero también necesitas un poco de suerte”, matiza Juan Manuel. De hecho, la pesca antártica sería imposible sin tecnología: radares, satélites y mejoras de construcción. El biólogo nos recuerda que la primera expedición en alcanzar el Polo Sur fue en 1911, “menos de sesenta años de diferencia con la llegada del hombre a la Luna”.

Este año, en cambio, hubo poco hielo y se pudo acceder a caladeros que antes eran inaccesibles. “No se sabe si fue una cosa puntual o no, pero fue bastante atípico, con temperaturas altas de 10 y 12 grados”, reflexiona Juan Manuel. Una consecuencia buena para la pesca pero no tanto para el planeta. El tipo de pruebas que evidencian la urgencia de iniciar planes de sostenibilidad en todas las industrias y a nivel global.


Convivencia a bordo

“No todo el mundo vale”, comenta Juan. “Es duro, sobre todo psicológicamente. Estás fuera de casa, con gente que no conoces y conviviendo. No todos aguantan. De la quinta nuestra, y que se hayan mantenido, sólo quedamos tres”. Resulta evidente que es un trabajo que requiere una personalidad especial, capaz de reponerse y, sobre todo, de encontrar el reverso positivo a las cosas. No sé si es el barco el que transforma o son ese tipo de personas las que se sienten atraídas por él, pero durante la charla, tanto Juan Manuel como Juan, transmiten serenidad y demuestran una gran generosidad. Les gusta su profesión y quieren compartir la experiencia para que se conozca el valor del proyecto. Conservan el idealismo que no se queda en mera pose, sino que actúa acorde a sus valores. Quieren hacer del mundo un lugar mejor y están contribuyendo a ello.

Ambos defienden que la convivencia en el Tronio suele ser buena. “Las personas cuanto peor estamos, mejores somos”, afirma Juan Manuel. Explican que se tiende a adoptar una actitud constructiva. “Difiere del trabajo en tierra en que, en el barco, cualquier pieza es fundamental”, explica Juan. “Cada puesto depende del otro y se notan más las deficiencias. Todo va muy medido. Y unos a otros se controlan durante las maniobras. Profesionalmente se cumple, pero luego hay riñas personales como en todas partes”.

Sobre la presencia de mujeres a bordo, sigue habiendo pocas que se embarquen en trayectos tan largos. “Y eso que a las mujeres las miman mucho”, comenta Juan. “Cuando están ellas, cambian hasta los marineros; que de pronto se duchan y se peinan”, bromea. Éstos tienden a echarles una mano, sobre todo a la hora de cargar peso, y ninguno recuerda situaciones de acoso o altercado similar. Al contrario, apuestan a que con el tiempo aumentará el número de observadoras.

“A los tres meses hay una barrera psicológica”, explica Juan. “Pero si te gusta la lectura…”, responde Juan Manuel. “Cierto, yo me he leído hasta veinte libros por campaña”. Gracias a las nuevas tecnologías pueden llevar una biblioteca en la maleta sin ocupar espacio, sin embargo, admiten que una parte social se ha perdido como consecuencia de esto mismo. “Antes veíamos películas juntos después de cenar”, rememora Juan. “Se hablaba, se jugaba a la cartas… Ahora como todos tienen ordenador, se meten en su camarote con el portátil”.


Pese a estos cambios, el viaje en el Tronio supone un reinicio vital. “Vuelves con más tolerancia y tranquilidad”, dice Juan Manuel, que lo que más valora de la experiencia es la autonomía, “el trabajar para ti”. Estar cuatro meses embarcado, lejos de resultar agobiante, le produce el efecto contrario: “Yo disfruto con un iceberg. Si eres capaz de ver belleza en un amanecer, en el hielo… hasta en el mar cuando está mal. Hay un montón de momentos que te llenan. Me agobiaría más estar encerrado en una oficina de ocho a tres. Me comerían los nervios.” Juan resalta que “al embarcarte descubres tus propios límites y consigues sorprenderte a ti mismo”.

Y es que al final, engancha. “Ahora que llevo un año sin embarcar, empiezo a tener el mono”, admite Juan. “Se ve la vida distinta. Cuando vuelves y observas la sociedad, te das cuenta de que está metida en otra dinámica. Porque estando allí, parece que estás fuera del planeta pero resulta que estás más conectado con la realidad”. Es, en definitiva, un acto que te cambia las escalas y te da una nueva perspectiva. Aunque vuelvas a habituarte y a perderte en las rutinas, siempre queda ese recuerdo que, de vez en cuando, se activa y te alerta: hay algo más.


Parece que sus impresiones, a pesar del tiempo, no difieren de las del propio Darwin, quien en 1839 escribió: 

«Ejercitan estos viajes la paciencia, borran todo rastro de egoísmo, enseñan a elegir por uno mismo y a acomodarse a todo; en una palabra, dan las cualidades que distinguen a los marinos. También enseñan los viajes un poco a desconfiar, pero permiten descubrir que hay en el mundo muchas personas de corazón excelente, dispuestas siempre a serviros aun cuando no se las haya visto jamás ni deban volverse a encontrar nunca.»



[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora] 

viernes, 19 de mayo de 2017

El drama de buscar piso

En televisión, encontrar la casa de tus sueños parece un paseo por las nubes: blandito, delicado y aromatizado con olor a galletas. Los potenciales dueños, no sólo aparecen relajados cual sesión previa de SPA, sino que se permiten el lujo de listar requisitos con la especificad propia del idealismo: vistas panorámicas, grifería de oro, suelos de parquet reformado del siglo XVIII y un fantasma en el sótano, inicialmente terrorífico pero que termine por volverse entrañable y dar así el toque de excentricidad bohemia que la pareja interracial del reality necesita para definirse: porque un fantasma en el sótano, inicialmente terrorífico pero que se vuelve entrañable es TAAAAN nosotros


Al final, el agente inmobiliario gay les consigue una casa que cumple todos los puntos a excepción de la grifería, que es de plata en lugar de oro; y la diseñadora de interiores les reforma su antiguo hogar, incorporando todas las mejoras salvo el fantasma. Porque con ese presupuesto, las sesiones de ouija solamente alcanzaron a traer cacofonías; que ambientan, sí, pero no impactan tanto como una aparición espectral.

Entonces, la pareja se enfrenta al terrible dilema/decisión de Sophie de tener que renunciar a algo. Oh Dios, no podemos tenerlo todo, se lamentan. Y son americanos, por lo que rebajar sus expectativas les resulta especialmente duro, criados como están en creer que cualquiera puede llegar a ser presidente (una realidad incómoda, angustiosa y desconcertante estos días). En ese momento en el que los protagonistas se esfuerzan por interpretar una mueca de tristeza y llega el corte publicitario de diez minutos, es cuando me enrosco sobre mí misma y me convierto en una bola de decepción y desesperanza. ¿Qué realidad es esa donde cualquiera termina por vivir en la casa que siempre imaginó y al precio deseado? ¿Existe un lugar así sin una pantalla de por medio?


Últimamente los pisos de alquiler están carísimos pues, al parecer, nos hemos vuelto ricos todos (misteriosamente). Uno podría pensar que son sueños de grandeza, que los propietarios se han vuelto locos, pero cuando ves que ese piso de 35 metros, sin ventanas y de 850€ al mes desaparece de FotoCasa en tres días, te toca asumir que no. Realmente pueden permitirse inflar los precios que una horda desesperada y respaldada por avalistas millonarios, luchará a muerte por ser elegida.

Da igual que el anuncio saliese hace 3 minutos. Cuando llames, ya no estará disponible. Y si consigues que te den cita, cuando estés llegando a la calle para verlo, te avisarán de que acaba de alquilarlo el que tenía hora justo antes que tú. Y los que quedan libres, o bien son inhabitables (sin caer en una depresión profunda) o están infinitamente alejados de tus posibilidades económicas. Las alertas que te pongas y a los boletines que te suscribas, no marcarán la diferencia, porque siempre habrá alguien que llame antes que tú. Aunque no duermas y actualices la página cada 30 segundos, se te adelantarán. Y siempre será gente que cumpla todos los requisitos: contrato indefinido, nómina de dos mil euros, avales bancarios, belleza y modales victorianos.  



:D

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lunes, 15 de mayo de 2017

Por 13 razones


«Hola, soy Hannah. Hannah Baker. Ponte cómodo, porque estoy a punto de contarte la historia de mi vida. Específicamente, por qué mi vida acabó. Y si estás escuchando esta grabación, eres una de la razones». Es la escalofriante advertencia de una chica muerta, y la protagonista de Por 13 razones.

El mensaje aparece grabado en una cinta de casete y es Clay Jensen quien lo escucha. Él, como la mayoría de compañeros de Hannah, se pregunta por qué una chica como ella querría suicidarse. Un enigma que suele quedar sin respuesta, pero no en este caso. Hannah ha dejado instrucciones y una narración que explica, a lo largo de trece cintas, sus motivos. Cada historia tiene un protagonista: otros chicos de su clase, que ya han escuchado la grabación y cuyos secretos irán saliendo a la luz. Pero ahora es el turno de Clay, quien recorrerá la ciudad guiado por la voz de Hannah, hasta descubrir su propia implicación en la muerte.


Con este planteamiento arranca Por 13 razones que, en poco tiempo, se ha convertido en el producto estrella de Netflix, llegando a registrar más de 3,5 millones de tuits la semana de su estreno.  Los motivos de su repercusión empiezan por el apadrinamiento de Selena Gomez, productora ejecutiva de la serie. La actriz y cantante es la reina indiscutible de las redes sociales, solo su cuenta de Instagram congrega 117 millones de seguidores. Un vídeo en su perfil bastó para iniciar el estallido mediático. Pero no ha sido este vínculo el único responsable de su vertiginosa fama.

La serie es capaz de mantener el interés por sí misma, dejando al espectador en vilo y con ganas de más tras cada episodio. Descubrir los misterios del Liberty High se ha vuelto adictivo. Un instituto donde los primeros besos se entremezclan con los rumores y las fiestas con el deseo de encajar. Sensaciones identificables pero actualizadas por internet y las nuevas tecnologías, donde las redes sociales demostrarán ser un arma de doble filo: con capacidad de acercar y condenar al mismo tiempo.


El origen fue un best seller

Por 13 razones es la adaptación de un libro de Jay Asher, que alcanzaría el primer puesto en las listas de ventas de The New York Times de 2007. El éxito pillaría al autor por sorpresa. Su aspiración en aquel momento era que la historia pudiese llegar a una sola persona, que alguien le dijese que aquel era su libro favorito, pero jamás pensó en conseguir un público tan amplio.

La idea de las cintas se le ocurriría después de visitar una exposición en las Vegas sobre la tumba de King Tut. El recorrido incluía un audio-tour que guiaba al visitante a través de la muestra y a Asher le pareció un modo interesante de estructurar una novela. Aquello quedaría en un mero apunte, una idea en la que trabajar en el futuro y pasarían varios años hasta volviese a retomarla. Sería a raíz de sufrir el suicidio de un pariente cercano −alguien de la misma edad de Hannah− cuando volvería a ella. Aquel suceso repentino e inesperado para todos, dejaría un gran impacto en el escritor. “Entonces tuve la estructura y el tema”, explicaría en una entrevista para Teen Vogue.


“Ocurrió un día mientras iba conduciendo. Inmediatamente sentí que ésa era la mejor manera de contar una historia así. De esta forma tienes su perspectiva, sus palabras, pero también el punto de vista de alguien que la conoció”. Y la fórmula funcionó. Pero para Asher, el éxito de esta obra esconde una cara amarga: “No creo que el libro se hubiera vendido tanto si estos temas no siguiesen siendo tabú”. Arrojar algo de luz en un asunto que está lejos de ser anecdótico es uno de los propósitos de Por 13 razones.