domingo, 8 de enero de 2017

Thoreau: un pensador del mañana


Hay pocas imágenes de Henry Thoreau. Google nos devuelve, constantemente, las mismas dos fotografías: una primera a los 39 años y con una barba al estilo Lincoln; y otra a los 43, un año antes de morir de tuberculosis, donde empieza a apreciarse ya su deterioro. En esta última imagen, la barba le ocupa todo el rostro, el cual parece consumirse tras ella. El efecto resalta aún más la melancolía de sus ojos. Unos ojos que intrigan ya que, por un lado, parecen cansados y envejecidos, como si debido a su habilidad de percibir más que el resto se hubiesen agotado antes de tiempo. Pero por otro, bajo esos pliegues que caen y que coronan unas cejas de derrota, parece quedar un brillo. La chispa de la curiosidad: el universo de reflexiones que lo hizo adelantarse a su tiempo y vivir persiguiendo la verdad de las cosas. No iba a contentarse con lo establecido: ni las leyes, ni las costumbres. Iba a cuestionárselo todo, esperando llegar a ser una persona íntegra pero, sobre todo, alguien que había aprendido a vivir.



Desobediencia civil

Una prueba de su contundente honradez ocurrió en 1846, cuando con 29 años asumió su detención, después de que el sheriff de Concord le recordase que llevaba varios años sin pagar impuestos. Esta manifestación de rebeldía era su forma de protestar contra un Estado que llevaba a cabo actos reprobables, como la injustificada guerra contra Méjico o la esclavitud. Esto sucedió quince años antes de que se iniciara la Guerra de Secesión, hecho que Thoreau apenas presenció pues falleció al año de comenzar ésta.

Como en casi todo, terminó adelantándose y luchando por lo que él creía –y el tiempo le daría la razón− que era una sociedad más justa. Defensor del abolicionismo, sabía que la inacción te convertía en cómplice, de ahí que él mismo ayudase a varios esclavos a llegar hasta Canadá con ayuda de su madre y su hermana Helen. Estas últimas eran miembros fundadores de la Sociedad Antiesclavista Femenina de Concord, demostrando que las convicciones habían calado fuerte en toda la familia.


¿Qué sentido tenía poner estratos a la humanidad? ¿Por qué un hombre podía permitirse ser dueño de otro? Eran los interrogantes que asaltaban la mente del escritor. No tenía sentido acatar leyes inmorales y fundamentándose en eso, dejó de financiar las prácticas abusivas que estaban teniendo. Eso sí, sin obviar por ello su castigo.

Thoreau quería ser encarcelado, pues consideraba que “cuando un gobierno es injusto, el hogar de todo hombre honrado es la cárcel”.  Sin embargo, sólo pasó una noche en prisión, ya que pagaron su fianza al día siguiente. El bienintencionado gesto enfureció a Thoreau, que se negó a abandonar su celda para sorpresa del carcelero. El escritor aspiraba a que su tiempo en la cárcel sirviera de ejemplo, un modo de crear conciencia. “Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución, es decir, el derecho a negar su lealtad y a oponerse al Gobierno cuando su tiranía o su ineficacia sean desmesurados e insoportables”, diría.

Aunque los hechos no se desarrollaron como esperaba, el escritor continuaría defendiendo su lucha mediante un manifiesto que llevó por título: Resistencia al gobierno civil y que su editor cambiaría, años después, por el más conocido: Desobediencia civil. Un ensayo que inspiraría a otros en la defensa de los derechos humanos, nombres de la talla de  Mahatma Gandhi o Martin Luther King. En él, Thoreau defendería su máxima de que el gobierno no debe tener más poder que el que los ciudadanos estén dispuestos a concederle:

“¿Debe el ciudadano renunciar a su conciencia, siquiera por un momento o en el menor grado a favor del legislador? ¿Entonces por qué posee conciencia el hombre? Pienso que debemos primero ser hombres y luego súbditos. No es deseable cultivar tanto respeto por la ley como por lo correcto. Se ha dicho con bastante verdad que una corporación no tiene conciencia, pero una corporación de hombres conscientes es una corporación con conciencia. La ley jamás hizo a los hombres ni un ápice más justos; además, gracias a su respeto por ella hasta los más generosos son convertidos día a día en agentes de injusticia. Un resultado común y natural del indebido respeto por la ley es que se puede ver una fila de soldados: coronel, capitán, cabo, dinamiteros… todos, marchar en admirable orden cruzando montes y valles hacia las guerras, contra su voluntad, sí, contra su propio sentido común y su conciencia, lo que convierte esto, de veras, en una ardua marcha de corazones palpitantes. No abrigan la menor duda de que están desempeñando una ocupación detestable teniendo todos inclinaciones pacíficas.”

En estos días de convulsión política, donde la corrupción es norma y ganan las opciones segregacionistas, ésas que señalan al vecino como culpable; donde los préstamos esconden rendición y pleitesía, alejando el poder del pueblo; en un momento de desencanto y rabia como éste, sería recomendable revisar el discurso de Thoreau. Un hombre que ya se preguntaba, en 1849, si la democracia que conocemos, es la mejor forma de gobierno posible.



La laguna de Walden

Si una cosa tenía clara Thoreau es que quería ser el dueño de su propio destino. Se negaba a dejarse arrastrar por la vida, considerando que ésta era demasiado valiosa como para no tomar parte activa en ella. “La mayoría de los hombres viven vidas de tranquila desesperación. Lo que llamamos resignación no es más que una confirmación de la desesperanza”, sentenciaría. Él quería vivir y vivir implicaba ser consciente y consecuente con sus acciones.

El 4 de julio, día de la Independencia en Estados Unidos, fue la fecha elegida por el autor para iniciar, también, su camino hacia la libertad mental y espiritual. Un experimento que lo llevó a instalarse cerca de la laguna de Walden, un espacio boscoso a las afueras de Concord, su pueblo natal.

“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentándome sólo a los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, no fuera que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido”

El lugar estaba lo suficientemente retirado de la civilización como para darle el aire que necesitaba pero no tan aislado como para no cruzarse con nadie. Porque Thoreau no huía de las personas –a las que defendía y por las que batalló sin descanso− aunque, tal vez sí, de la gente. Necesitaba ponerse a prueba pero desde su refugio estuvo siempre dispuesto a entablar conversación con transeúntes imprevistos y otras visitas programadas. Aprendiz constante, sabía que cada encuentro se convertía en una oportunidad de crecer.
La mayoría de sus conocidos de la ciudad acudían a aquella modesta cabaña, que él mismo se había construido, un tanto consternados por la excéntrica decisión del escritor de renunciar a las comodidades que su posición le concedía:

“Para ellos la vida estaba llena de peligros y creían que un hombre prudente elegiría cuidadosamente la opción más segura, donde uno pudiera tener a mano al doctor en caso de urgencia. Para ellos la ciudad era literalmente una comunidad, una asociación para la defensa mutua, y podéis suponer que no saldrían ni a buscar arándanos sin un botiquín de viaje. Esto es como decir: si un hombre está vivo, siempre hay peligro de que muera, aunque hay que admitir que el peligro es menor en la medida en que el hombre se va convirtiendo en un muerto en vida”.

Thoreau sabía que el lujo que disfruta una clase se compensaba con la indigencia de otra y siendo tan sensible a las injusticias como era, descubrió rápidamente que aquel afán materialista de atesorar bienes y trabajar en exceso, con la única finalidad de seguir acumulando, era una trampa.  

Interior de la cabaña
Simplificando la propia existencia, en cambio, se podía empezar a apreciar la esencia de las cosas; gestionando los esfuerzos y direccionándolos hacia un cometido más profundo. Una filosofía vital que favorecía el despojo: pobre en riquezas externas pero rica en posesiones internas. “Mi modo de vida me ofrecía al menos una ventaja sobre quienes para divertirse están obligados a mirar afuera, hacia la sociedad y el teatro, pues mi propia vida llegó a ser mi diversión y nunca dejó de aportarme cosas nuevas”.

Cuesta imaginar que el siglo XIX fuese percibido como un tiempo veloz y sumido en distracciones, sobre todo si lo comparamos con nuestro momento actual donde prima la inmediatez y el desdoblamiento de la multitarea. Thoreau, de tener la posibilidad de viajar en el tiempo, se vería desbordado por la infinitud de estímulos.

No obstante, aunque los entretenimientos de hoy sean mayores, se vuelve a cumplir la observación del escritor, hecha cientos de años atrás: accedemos a que sean las circunstancias externas y transitorias las que fabriquen las ocasiones fundamentales de nuestra existencia. Hoy, si cabe, con mayor irresponsabilidad.

La cabaña de Thoreau
Hemos olvidado que nuestro tiempo aquí es limitado y lo malgastamos en un simulacro de vida que no termina de dar el salto a lo auténtico. Somos una sociedad cómoda que percibe la realidad a través de una pantalla, pendiente de la volátil aprobación ajena. Preocupados de lo superfluo, sustituimos el vivir por consumir y con eso vamos parcheando el vacío, que no deja de crecer y desperdigarse.

Thoreau abandonó Walden a los dos años, “me pareció que quizás tenía otras vidas que vivir y que no podía dedicar más tiempo a ésta”, escribiría en su ensayo, bautizado igual que la mágica laguna. La oportunidad le sirvió para desplegar y arraigar pensamientos atemporales que invitan al lector a coger las riendas de su propia vida y a seguir soñando, colonizando nuevos mundos interiores.


“Con mi experimento aprendí al menos que quien avance confiado en la dirección de sus sueños y acometa la vida tal como la ha imaginado recibirá a cambio una gratificación que no le otorgará el tiempo ordinario. Dejará atrás algunas cosas, cruzará una frontera invisible; leyes nuevas, universales y más tolerantes comenzarán a regir en su beneficio, en un sentido más generoso, y vivirá con la libertad de la que gozan los más elevados. Conforme simplifique su vida, las leyes del universo parecerán menos complicadas y la soledad ya no será soledad, ni la pobreza tal pobreza, ni la debilidad tal debilidad. Si construye castillos en el aire, su obra no se perderá: ahí están bien edificados”. 

[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora]

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