Hay pocas
imágenes de Henry Thoreau. Google nos devuelve, constantemente, las mismas dos
fotografías: una primera a los 39 años y con una barba al estilo Lincoln; y
otra a los 43, un año antes de morir de tuberculosis, donde empieza a
apreciarse ya su deterioro. En esta última imagen, la barba le ocupa todo el
rostro, el cual parece consumirse tras ella. El efecto resalta aún más la
melancolía de sus ojos. Unos ojos que intrigan ya que, por un lado, parecen
cansados y envejecidos, como si debido a su habilidad de percibir más que el
resto se hubiesen agotado antes de tiempo. Pero por otro, bajo esos pliegues
que caen y que coronan unas cejas de derrota, parece quedar un brillo. La
chispa de la curiosidad: el universo de reflexiones que lo hizo adelantarse a
su tiempo y vivir persiguiendo la verdad de las cosas. No iba a contentarse con
lo establecido: ni las leyes, ni las costumbres. Iba a cuestionárselo todo,
esperando llegar a ser una persona íntegra pero, sobre todo, alguien que había
aprendido a vivir.
Desobediencia civil
Una prueba de
su contundente honradez ocurrió en 1846, cuando con 29 años asumió su detención,
después de que el sheriff de Concord le recordase que llevaba varios años sin
pagar impuestos. Esta manifestación de rebeldía era su forma de protestar
contra un Estado que llevaba a cabo actos reprobables, como la injustificada guerra
contra Méjico o la esclavitud. Esto sucedió quince años antes de que se
iniciara la Guerra de Secesión, hecho que Thoreau apenas presenció pues
falleció al año de comenzar ésta.
Como en casi
todo, terminó adelantándose y luchando por lo que él creía –y el tiempo le
daría la razón− que era una sociedad más justa. Defensor del abolicionismo,
sabía que la inacción te convertía en cómplice, de ahí que él mismo ayudase a
varios esclavos a llegar hasta Canadá con ayuda de su madre y su hermana Helen.
Estas últimas eran miembros fundadores de la Sociedad Antiesclavista Femenina
de Concord, demostrando que las convicciones habían calado fuerte en toda la
familia.
¿Qué sentido
tenía poner estratos a la humanidad? ¿Por qué un hombre podía permitirse ser
dueño de otro? Eran los interrogantes que asaltaban la mente del escritor. No
tenía sentido acatar leyes inmorales y fundamentándose en eso, dejó de
financiar las prácticas abusivas que estaban teniendo. Eso sí, sin obviar por
ello su castigo.
Thoreau
quería ser encarcelado, pues consideraba que “cuando un gobierno es injusto, el hogar de todo hombre honrado es la
cárcel”. Sin embargo, sólo pasó una
noche en prisión, ya que pagaron su fianza al día siguiente. El
bienintencionado gesto enfureció a Thoreau, que se negó a abandonar su celda
para sorpresa del carcelero. El escritor aspiraba a que su tiempo en la cárcel sirviera
de ejemplo, un modo de crear conciencia.
“Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución, es decir, el derecho a
negar su lealtad y a oponerse al Gobierno cuando su tiranía o su ineficacia
sean desmesurados e insoportables”, diría.
Aunque los
hechos no se desarrollaron como esperaba, el escritor continuaría defendiendo su
lucha mediante un manifiesto que llevó por título: Resistencia al gobierno civil y que su editor cambiaría, años
después, por el más conocido: Desobediencia
civil. Un ensayo que inspiraría a otros en la defensa de los derechos
humanos, nombres de la talla de Mahatma Gandhi o Martin Luther King. En él, Thoreau defendería su máxima de que el
gobierno no debe tener más poder que el que los ciudadanos estén dispuestos a
concederle:
“¿Debe el ciudadano renunciar a su
conciencia, siquiera por un momento o en el menor grado a favor del legislador?
¿Entonces por qué posee conciencia el hombre? Pienso que debemos primero ser
hombres y luego súbditos. No es deseable cultivar tanto respeto por la ley como
por lo correcto. Se ha dicho con bastante verdad que una corporación no tiene
conciencia, pero una corporación de hombres conscientes es una corporación con
conciencia. La ley jamás hizo a los hombres ni un ápice más justos; además,
gracias a su respeto por ella hasta los más generosos son convertidos día a día
en agentes de injusticia. Un resultado común y natural del indebido respeto por
la ley es que se puede ver una fila de soldados: coronel, capitán, cabo,
dinamiteros… todos, marchar en admirable orden cruzando montes y valles hacia
las guerras, contra su voluntad, sí, contra su propio sentido común y su
conciencia, lo que convierte esto, de veras, en una ardua marcha de corazones
palpitantes. No abrigan la menor duda de que están desempeñando una ocupación
detestable teniendo todos inclinaciones pacíficas.”
En estos días
de convulsión política, donde la corrupción es norma y ganan las opciones
segregacionistas, ésas que señalan al vecino como culpable; donde los préstamos
esconden rendición y pleitesía, alejando el poder del pueblo; en un momento de
desencanto y rabia como éste, sería recomendable revisar el discurso de
Thoreau. Un hombre que ya se preguntaba, en 1849, si la democracia que
conocemos, es la mejor forma de gobierno posible.
La laguna de Walden
Si una cosa
tenía clara Thoreau es que quería ser el dueño de su propio destino. Se negaba
a dejarse arrastrar por la vida, considerando que ésta era demasiado valiosa
como para no tomar parte activa en ella. “La
mayoría de los hombres viven vidas de tranquila desesperación. Lo que llamamos
resignación no es más que una confirmación de la desesperanza”,
sentenciaría. Él quería vivir y vivir implicaba ser consciente y consecuente
con sus acciones.
El 4 de
julio, día de la Independencia en Estados Unidos, fue la fecha elegida por el
autor para iniciar, también, su camino hacia la libertad mental y espiritual. Un
experimento que lo llevó a instalarse cerca de la laguna de Walden, un espacio
boscoso a las afueras de Concord, su pueblo natal.
“Fui a los bosques porque quería vivir
deliberadamente, enfrentándome sólo a los hechos esenciales de la vida, y ver
si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, no fuera que cuando
estuviera por morir descubriera que no había vivido”
El lugar
estaba lo suficientemente retirado de la civilización como para darle el aire
que necesitaba pero no tan aislado como para no cruzarse con nadie. Porque
Thoreau no huía de las personas –a las que defendía y por las que batalló sin
descanso− aunque, tal vez sí, de la gente. Necesitaba ponerse a prueba pero
desde su refugio estuvo siempre dispuesto a entablar conversación con
transeúntes imprevistos y otras visitas programadas. Aprendiz constante, sabía
que cada encuentro se convertía en una oportunidad de crecer.
La mayoría de
sus conocidos de la ciudad acudían a aquella modesta cabaña, que él mismo se
había construido, un tanto consternados por la excéntrica decisión del escritor
de renunciar a las comodidades que su posición le concedía:
“Para ellos la vida estaba llena de
peligros y creían que un hombre prudente elegiría cuidadosamente la opción más
segura, donde uno pudiera tener a mano al doctor en caso de urgencia. Para
ellos la ciudad era literalmente una comunidad, una asociación para la defensa
mutua, y podéis suponer que no saldrían ni a buscar arándanos sin un botiquín
de viaje. Esto es como decir: si un hombre está vivo, siempre hay peligro de que
muera, aunque hay que admitir que el peligro es menor en la medida en que el
hombre se va convirtiendo en un muerto en vida”.
Thoreau sabía
que el lujo que disfruta una clase se compensaba con la indigencia de otra y
siendo tan sensible a las injusticias como era, descubrió rápidamente que aquel
afán materialista de atesorar bienes y trabajar en exceso, con la única
finalidad de seguir acumulando, era una trampa.
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Interior de la cabaña |
Simplificando
la propia existencia, en cambio, se podía empezar a apreciar la esencia de las
cosas; gestionando los esfuerzos y direccionándolos hacia un cometido más
profundo. Una filosofía vital que favorecía el despojo: pobre en riquezas
externas pero rica en posesiones internas. “Mi
modo de vida me ofrecía al menos una ventaja sobre quienes para divertirse
están obligados a mirar afuera, hacia la sociedad y el teatro, pues mi propia
vida llegó a ser mi diversión y nunca dejó de aportarme cosas nuevas”.
Cuesta
imaginar que el siglo XIX fuese percibido como un tiempo veloz y sumido en
distracciones, sobre todo si lo comparamos con nuestro momento actual donde
prima la inmediatez y el desdoblamiento de la multitarea. Thoreau, de tener la
posibilidad de viajar en el tiempo, se vería desbordado por la infinitud de
estímulos.
No obstante,
aunque los entretenimientos de hoy sean mayores, se vuelve a cumplir la
observación del escritor, hecha cientos de años atrás: accedemos a que sean las
circunstancias externas y transitorias las que fabriquen las ocasiones
fundamentales de nuestra existencia. Hoy, si cabe, con mayor irresponsabilidad.
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La cabaña de Thoreau |
Hemos
olvidado que nuestro tiempo aquí es limitado y lo malgastamos en un simulacro
de vida que no termina de dar el salto a lo auténtico. Somos una sociedad
cómoda que percibe la realidad a través de una pantalla, pendiente de la
volátil aprobación ajena. Preocupados de lo superfluo, sustituimos el vivir por
consumir y con eso vamos parcheando el vacío, que no deja de crecer y
desperdigarse.
Thoreau
abandonó Walden a los dos años, “me
pareció que quizás tenía otras vidas que vivir y que no podía dedicar más
tiempo a ésta”, escribiría en su ensayo, bautizado igual que la mágica
laguna. La oportunidad le sirvió para desplegar y arraigar pensamientos
atemporales que invitan al lector a coger las riendas de su propia vida y a
seguir soñando, colonizando nuevos mundos interiores.
“Con mi experimento aprendí al menos
que quien avance confiado en la dirección de sus sueños y acometa la vida tal
como la ha imaginado recibirá a cambio una gratificación que no le otorgará el
tiempo ordinario. Dejará atrás algunas cosas, cruzará una frontera invisible;
leyes nuevas, universales y más tolerantes comenzarán a regir en su beneficio,
en un sentido más generoso, y vivirá con la libertad de la que gozan los más
elevados. Conforme simplifique su vida, las leyes del universo parecerán menos
complicadas y la soledad ya no será soledad, ni la pobreza tal pobreza, ni la
debilidad tal debilidad. Si construye castillos en el aire, su obra no se
perderá: ahí están bien edificados”.
[Artículo publicado originalmente en
CanariasAhora]