Los
melancólicos acordes de Paul Simon son
la introducción perfecta para el estado anímico que acompañará al espectador
durante los próximos minutos. El tema –compuesto especialmente para la ocasión−
se aleja de cualquier impulso bailable del tipo You can call me Al;
retrotrayéndose, si acaso, a los momentos más lúgubres de Simon y Garfunkel. Más afín a los versos “Hello darkness, my old friend” pero amplificados por un estado de catatonia depresiva, que sólo permite emitir
un tenue tarareo y otros lamentos de desgarro.
La imagen que
acompaña a la música es un plano que se cierra sobre el cartel del bar. Un
clásico letrero de madera con dos tréboles (que no se permiten el lujo de ser
de cuatro hojas) y el retrato pintado de los primeros dueños, que viene a ser
una versión refinada de Louie CK y Steve Buscemi. Éstos aparecen apoyados,
mejilla con mejilla, sobre el número 1916 que marca la apertura del local donde
se centrará la trama. La entrada, por tanto, no podría ser más sencilla sin
perder por ello un ápice de efectividad.
Series y
bares producen una asociación inmediata con Cheers,
pero en este local el único parecido razonable lo encontramos rebuscando en su
banda sonora, aquel mítico “where everybody knows your name” (donde todo el
mundo conoce tu nombre). En Horace & Pete también se cumple y todos
los clientes se conocen pero no de un modo festivo u ocioso, sino como
consecuencia de una dependencia mayor. Son alcohólicos, forzados a convivir
desde primera hora de la mañana.
Cada uno
tiene asignado un rincón en la barra desde la que le sirven alcohol sin hacer
preguntas. El dueño emérito (un anciano que no se muerde la lengua) no se cansa
de repetir las normas de la casa: “nada
de mezclas; sólo cerveza, whisky, ginebra o vodka.” Lo tomas o lo dejas. Los
cien años de apertura sustentan la dinámica, inalterable, pese a las peticiones
de algunos hipsters y otros clientes
temporales, que llegan al bar por azar y deciden quedarse a modo de experimento
provocando la anécdota.
Mientras Tío
Pete lucha por mantener su bar al margen del tiempo, sus sobrinos, Horace y
Pete (nombres que perpetúan la saga familiar), se enfrentan al dilema de ser
fieles a un legado anacrónico que no reporta dinero o vender, quedando sus
vidas a la deriva. Pues ambos están en esa edad donde sienten que es demasiado
tarde para empezar de cero. El conflicto se acentuará con la hermana de Horace,
Sylvia, que afectada de cáncer, necesitará el dinero de la venta del bar para
cubrir sus gastos médicos. Una muestra de la realidad americana donde los
miedos lógicos de padecer una enfermedad mortal, se ven acentuados por otros de
índole práctica: poder pagar el tratamiento.
Las
relaciones familiares se entremezclarán con los distintos personajes que van
apareciendo por el local, dando pie al punto álgido de la serie: las
conversaciones. Comentarios mordaces e irónicos que, como es característico en
Louie CK, permiten profundizar más allá de la superficie. Las palabras tienen
tanto peso, que el tercer capítulo se compone únicamente de un diálogo entre
Horace y su ex mujer, donde ésta lleva toda la responsabilidad. Una escena
sencilla con ambos personajes sentados a la mesa del bar, sin que ningún cambio
altere el momento, más allá del discurso que está teniendo lugar.
La actriz que
asume este reto es Laurie Metcalf,
conocida popularmente por interpretar a la madre de Sheldon Cooper en The Big
Bang Theory. Metcalf protagonizó un momento único en la televisión a través
de este monólogo, que atrapa y permite vivir −sin necesidad de flashes u otros
recursos cinematográficos− todo lo acontecido; sin mermar por ello la carga
emocional de la experiencia. La actuación es tan buena que no requiere de más
artificio, ni siquiera de la réplica de Louie, que le concede todo el
protagonismo. Un regalo para cualquier actriz. No es de extrañar que esta
participación le valiese una nominación a los premios Emmy.