Hace una
semana, escribí:
«La ausencia de Ronda es tan grande,
que se ha llevado una parte de mí y ahora sólo puedo vivir a medias. Todo lo
bueno lo percibo en su versión más pobre. Y lo malo aparece mil veces
potenciado.
Sé que la mente es engañosa pero ahora
mismo siento que nunca antes estuve verdaderamente triste. Que sentí apatía,
desencanto y, tal vez, una versión adulterada de lo que era la tristeza. Pero
nada más, simple simulacro.
No sé cómo la gente afronta y supera
las pérdidas, cómo consiguen salir adelante. Hoy me parece que nunca lo hacen,
que únicamente se limitan a disimular y fingir que viven cuando sólo
representan una vida. Viven pero en otra versión de la realidad, una que filtra
las cosas buenas, dejando pasar sólo una pequeña parte; mientras el dolor se
abre paso en toda su crudeza.»
Han pasado
los días y parece que también las lágrimas. O al menos, ya no me echo a llorar
cada diez minutos cuando miro hacia determinados rincones de la casa, o me
parece oír sus pasos o percibir su sombra. Ahora entiendo que la gente crea en
fantasmas. Nuestro cerebro se empeña en lanzar espejismos, una y otra vez. Si
te sugestionas, eres capaz de aferrarte a cualquier cosa. Pero no, ella ya no
está.
Es curioso.
Yo era de las que no entendía todo el ritual que trae consigo la muerte: el ataúd,
las flores, la ceremonia… Pensaba que lo mejor y más consecuente era donar los
órganos del fallecido y despedirse sin tanto gasto o protocolo. Sigo pensando
que, en mi caso, preferiría una opción más personal. Primero, por coherencia y
segundo, porque nunca me han reconfortado las palabras de un cura en un
entierro. Sin embargo, esa mentalidad práctica (incluso enfermizamente aséptica)
que da la distancia, ha desaparecido.
Cuando vi a
Ronda tumbada sobre la mesa del veterinario, ya sin respiración y totalmente
ausente, me invadió el deseo de llevármela. No quería dejarla ir, y no hablo en
un sentido espiritual, sabía que ya no estaba allí pero, repentinamente, su
cuerpo cobró una importancia insospechada. Me daba miedo que la fueran a tratar
con brusquedad, sin delicadeza, que la transportasen al crematorio como un
simple bulto. Aunque su consciencia ya no estuviese y no pudiese experimentar
dolor, quería que la cuidasen y la tratasen con respeto hasta el final.
Ahora tengo
la urna con sus cenizas en casa y yo, que creía tener racionalizados los
efectos de la muerte, he terminado aferrada a esos restos de grava, sintiendo
que aún no ha llegado el momento de despedirme. No es que quiera quedarme con ellas
pero tampoco me siento preparada para verlas desaparecer. Ese acto parece tener
más significado y connotaciones emocionales de las que esperaba. Por eso me he
vuelto más comprensiva con los rituales ajenos y agradezco que haya unas pautas
marcadas que sirvan de guía porque, en un momento así, es demasiado fácil
bloquearse.
Desafortunadamente,
en cuanto a duelo personal no hay nada escrito. Me gustaría conocer la receta
mágica para superar la muerte de un ser querido. Descubrir la estrategia e ir
dando los pasos adecuados, uno tras otro, hasta conseguirlo. Ojalá entendiese
el proceso. De momento me limito a llevar a cabo los pequeños grandes actos,
como recuperar hábitos o recopilar sus cosas con el fin de separar lo que puede
donarse, de lo que quiero guardar y lo que no. Al final le he regalado todo a Vicky,
la podenco que adoptó Guillermo casi a la par que Ronda. Además de su pasado en
Valle Colino, ambas comparten esa mirada de ojos tristes que te atraviesan y dicen
tanto sin necesidad de palabras. No se separó de mi lado durante la visita y
acariciarla fue terapéutico. ¡Hay tanto que agradecer a los perros! A esa forma
única que tienen de transmitirnos afecto, calma e incondicionalidad. No hay
nada igual.
Vicky y Ronda en el monte |
El
pensamiento que más me asalta estos días es el de frustración. Me indigna
comprobar como todo sigue. Objetivamente sé que nuestro paso por el mundo es de
una trascendencia minúscula, que a pocos dejaremos huella y aun así, ese
recuerdo está destinado a extinguirse también. Aun así, me duele ver como los
días se suceden sin consecuencias. Es cierto que yo los percibo en una
tonalidad más gris pero no es suficiente. Y sé que no es sano pero sigue
molestándome.
Últimamente
sólo puedo refugiarme en las palabras de escritores, son de las pocas cosas que
consiguen reconfortarme. Reflexiones como éstas:
La muerte de ciertos
seres humanos me tiene a veces sin cuidado, pero la de un perro no me deja
nunca indiferente. Siempre sostuve que los animales son mejores que las
personas y que cuando algún humano desaparece del mapa, el mundo no pierde gran
cosa, incluso se libera de un verdugo o de un imbécil, pero cada vez que muere
un perro, todo se vuelve más desleal y sombrío. (artículo completo aquí)
No hay compañía más
silenciosa y grata. No hay lealtad tan conmovedora como la de sus ojos atentos,
sus lengüetazos y su trufa próxima y húmeda. Nada tan asombroso como la extrema
perspicacia de un perro inteligente. No existe mejor alivio para la melancolía
y la soledad que su compañía fiel, la seguridad de que moriría por ti,
sacrificándose por una caricia o una palabra. He dicho muchas veces que ningún
ser humano vale lo que un buen perro. Cuando uno de nosotros muere, no se
pierde gran cosa. La vida me dio esa certeza. Pero cuando desaparece un perro
noble y valiente, el mundo se torna más oscuro. Más triste y más sucio. (artículo completo aquí)
Siempre me han gustado
los animales, pero no conviví con uno (no amé a uno) hasta hace más o menos
treinta años, que fue cuando tuve a mi primer perro. Y sí, Anatole France tiene
razón: a partir de aquel momento, algo se despertó en mí. Algo que yo ignoraba
se hizo presente. Fue como desvelar una porción del mundo que antaño estaba
oculta, o como añadirle una nueva dimensión. Convivir con un animal te hace más
sabio. Contemplas las cosas de manera distinta y llegas a entenderte a ti mismo
de otro modo, como formando parte de algo más vasto. (artículo completo aquí)
Algunas
personas también me han sorprendido para bien, por suerte. Ha habido mensajes
sinceros y algunos gestos pero como Reverte, me queda la impresión de que el
mundo se ha vuelto un lugar más sombrío. Si el tiempo mitigará este efecto, lo
desconozco. Vivir al día nunca se había sentido tan inevitable...