Hay días en los que me
gustaría ser lo suficientemente rica como para poder comprarme todos los libros
de Julian Barnes de golpe. Luego lo pienso un poco mejor y me consuelo con la
idea de que la dosificación por economía alargará la experiencia dado que,
irremediablemente, llegará un momento en el que dejará de escribir, no por
falta de inspiración sino porque se morirá (doy por hecho que voy a
sobrevivirlo por pura estadística), ¿y a quién leeré entonces? No, reformulo:
¿a quién leeré entonces con tantas ganas? Podría pensar que lo que me ocurre
con Barnes ya me pasó con otros en el pasado y he ido obteniendo sustitutos (oh
infiel) de mejora exponencial, por lo que podría dejar abierta la puerta a la
esperanza peeeero, voy a cumplir treinta años.
Cumplir treinta está bien,
más cuando la mayoría te echa veinticinco y mejor cuando la única alternativa
es estar muerto. No obstante, hacerse mayor parece llevar adherido un menor
número de oportunidades para todo, incluida la capacidad de fascinarse fanáticamente
con escritores. Como si repetir la experiencia la desgastase o, para que no
suene tan mal, se refinase, haciéndonos más selectivos y menos impresionables.
La parte positiva es que se llega a algo de mayor calidad pero con su reverso insatisfactorio
por el que, de tanto filtro, hay menos lugar para la excelencia.
Supongo que ansiar un estado
más primigenio es como envidiar la felicidad de los tontos, que siempre me ha
parecido de poca admiración porque si hay algo que me agobia en esta vida es el
estarme perdiendo cosas por no tener la capacidad de admirarlas, entenderlas o,
directamente, por desconocer su existencia. Así que conformarse con menos no es
opción pero, ¿no habrá algún tipo de reseteo vital? Aunque sea cíclico...
Pensando en Barnes, con el amor pasa. Lo que su capacidad regenerante
viene envuelta en química y favorecida por nuestra incapacidad (y menos mal) de viajar en el tiempo para
contrastar hechos-sentimientos. Un libro da muchas satisfacciones pero no es equiparable.