lunes, 11 de diciembre de 2017

Hiper (des)conectados


La sala de espera del médico, la cola del supermercado, el interior del transporte público… en cualquiera de estos escenarios se reproduce el mismo patrón: cabezas bajas y ojos fijos en la pantalla. La luz blanca de nuestros dispositivos nos hipnotiza y con ellos, las esperas ya no lo son tanto. Esquivar el tedio no parece algo reprochable, sin embargo, el automatismo de consultar la pantalla a cada segundo de silencio está empezando a limitar nuestra capacidad de introspección. Leer un artículo en el móvil pueda hacernos reflexionar pero, ¿por cuánto tiempo? Normalmente pasamos de un estímulo a otro: consultamos una noticia, vemos las últimas fotos de Instagram y mantenemos tres chats abiertos con sus demandantes ventanas emergentes. Demasiados elementos para retenerlos y, mucho menos, para analizarlos como corresponde.

“Los tiempos muertos son importantes para no limitarnos simplemente a reaccionar ante lo que otros están publicando o haciendo en la red”, explica José Luis Orihuela, escritor y profesor en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra. Este “reaccionar” produce un efecto de falsa reflexión porque es superficial, episódico. El conocimiento está demasiado disperso como para anclarse, los datos llegan fragmentados y rápidamente son reemplazados por otros nuevos. En un mundo sobresaturado de información, donde nada es capaz de mantener nuestra atención el suficiente tiempo, parece irremediable caer en lo insustancial. “La cultura líquida moderna ya no es una cultura de aprendizaje, es, sobre todo, una cultura del desapego, de la discontinuidad y del olvido” concluye el sociólogo Zygmunt Bauman.


El miedo a perderse algo

Nuestra nueva realidad, más que nunca, está llena de opciones y cuenta con la exigencia añadida de que será evaluada por nuestro ciberentorno. Cientos de ojos dispuestos a validar o rechazar nuestra acciones, a cualquier hora y en cualquier lugar. Las redes sociales inducen a la comparación y, en consecuencia, a la promoción: demostrar felicidad, éxito y ociosidad para estar a la altura del resto. Documentarlo −y compartirlo−, en lugar de vivirlo. Es puro ilusionismo, y aunque lo sabemos, la sobreexposición puede terminar por afectarnos. Como dijo Montesquieu: “Si nos bastase con ser felices, la cosa sería facilísima; pero nosotros queremos ser más felices que el resto, y esto es siempre difícil, porque creemos que los demás son bastante más felices de lo que son en realidad”.

Recibir una recompensa a modo de “me gusta”, no es suficiente, pues su efecto desaparece a la misma velocidad que crecen las actualizaciones del resto. Pero seguirse fijando en ellas es inevitable. Somos curiosos y resulta difícil no tentarse cuando la posibilidad está a sólo dos golpes de botón. Mirar el móvil se ha convertido para muchos en el primer gesto nada más levantarse y en el último antes de irse a dormir. Según el Informe Ditrendia de 2016, un 85% de los españoles utiliza el móvil a diario (el 55% lo deja en la mesilla de noche) y las aplicaciones más utilizada son WhatsApp y Facebook, justamente aquellas que permiten conectarnos.

De esta hiperconectividad surge el efecto FoMo (del inglés, Fear of Missing out; traducido como: miedo a perderse algo), un tipo de ansiedad social definida por el psicólogo Andrew Przybylski como la preocupación compulsiva de perder oportunidades, ya sea una interacción social, una experiencia nueva, una inversión rentable o cualquier otro acontecimiento satisfactorio. Temor que está ligado al deseo de estar siempre conectado y conocer lo que los demás están haciendo.


El término FoMo se volvió relevante a raíz de un artículo publicado en Harvard donde Patrick McGinnis señalaba la incapacidad de sus amigos −y la suya propia− de comprometerse con nada, ya fuera algo tan sencillo como reservar un restaurante. Parecía como si después de los atentados del 11 de septiembre, el temor a otra posible catástrofe les hiciese querer vivir la vida al máximo. Como resultado, comenzaron a revisar todas las opciones posibles cada vez que tenían que elegir algo, hasta el punto de quedar paralizados por la indecisión.

Según Bauman: “Estamos acostumbrados a un tiempo veloz, seguros de que las cosas no van a durar mucho, de que van a aparecer nuevas oportunidades que van a devaluar las existentes”. Por eso las personas imbuidas por el FoMo consumen todo tipo de experiencias y relaciones de manera superficial y agónica, con el recordatorio perpetuo de que hay algo o alguien mejor esperándoles. Sin darse cuenta de que el siguiente cambio no tiene por qué ser a mejor, sólo diferente. Compartiendo, si acaso, la ausencia de significado por pasar de puntillas y sin mojarse.  “A veces”, declaró Przybylski, “es bueno aislarse del mundo de las posibilidades”.