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domingo, 9 de octubre de 2016

Tengo 30 años, luego no existo

Sucede un fenómeno curioso cuando cumples los treinta; uno del que nadie te habla y que poco tiene que ver con la famosa “crisis de”. Es algo al margen de la preocupación por las primeras arrugas, el agravamiento de las resacas o el cálculo de los años fértiles. Va más allá de eso; tanto, que te sobrepasa hasta el punto de hacerte desaparecer: te evaporas. Fuera. Invisible. Una desintegración inmediata que está más unida a lo institucional y la estadística, que a la desaparición física del cuerpo.

Alcanzado el número mágico, entras en un punto muerto donde no eres lo suficientemente joven pero tampoco lo bastante viejo como para acogerte a algún tipo de incentivo o ayuda reservada a otros grupos demográficos. Se sobreentiende −al parecer− que a esa edad debes tenerlo todo resuelto y, tal vez, esto fuera cierto en otros tiempos sin crisis, donde no se exigía una formación concatenada y multidisciplinar. Esto es: una carrera (o dos), idiomas, máster y algún que otro curso sobre nuevas tecnologías y desarrollo de marca personal. Una preparatoria (te aseguraban) que permitiría tu entrada, amortiguada y entre algodones, al mercado laboral.



Claro que, alcanzar estos méritos requiere, como mínimo, tiempo; y a falta de un DeLorean, vas soplando velas y te plantas en unos veintimuchos, ignorando el largo recorrido que te queda por delante: una yincana de destreza e ingenio al borde del abismo, que empieza −como no− con la confección del que será tu currículum. Uno con el que inundas tu ciudad y los portales de empleo del país y aledaños. Seguido de una puesta a punto del perfil en LinkedIn e, incluso, de una visita al Servicio Canario de Empleo para obtener tu DARDE, un número mágico que cambia cada tres meses, sin que en tu vida cambie nada.

viernes, 24 de junio de 2016

la posible imposibilidad

Tenía veintipocos años cuando intenté empezar a correr. Pese a ser joven, la viejunidad me invadía por dentro, reportándome un estado físico tan lamentable, que llegaba asfixiada  al aula de diseño de la facultad.  Tardaba un rato en recuperar el aliento después de sólo tres pisos de escaleras, lo que era una vergüenza; no sólo a la hora de hablar a los profesores con esa respiración sexy y encapsulada a lo Darth Vader, sino porque suponía una situación de penosidad desmedida en relación con el esfuerzo real al que me estaba enfrentando (tres míseros pisos en subida).

Aunque siempre he mantenido la esperanza de compartir la genética privilegiada de mi abuela (que es lo más cercano a la inmortalidad que conozco), no está bien relegar toda la suerte al ADN. Además, vivir muchos años en una forma tan decadente, no era apetecible.  Yo quería correr ligera cual cervatillo o, en su defecto, andar sin padecer contagio zombie. Algo digno, vaya, y, sobre todo, acorde con mi edad. Porque según esa línea evolutiva, ¿qué iba a ser de mi a los cincuenta? La visión de mí misma haciendo la croqueta para trasladarme de una habitación a otra, fue el punto de iluminación definitivo: iba a empezar a correr, sí o sí.

Un objetivo que (normal, por otro lado) resultó ser más inalcanzable de lo esperado. Porque como planteamiento parece sencillo: ponerse unos tenis, salir a la calle y dar un paso tras otro a una cierta velocidad. Obvié la aparición de esa puntada creciente en el costado que no sentía desde que tenía 8 años y llevaba dos horas haciendo acrobacias en el patio del colegio. Unida a una lluvia de puntitos estelares, de esos que nublan la vista y parecen augurar el traslado a una nueva dimensión. Por no hablar de la ausencia de oxígeno y el principio de infarto. Horrible todo. Aún recuerdo el trayecto exacto que hice y el infierno que me pareció.

Correr no era lo mío pero, por suerte, conseguí dar con actividades que sí me motivaban y que me ayudaron a ganar fondo físico. Fui mejorando y llevando una vida más activa sin apenas darme cuenta. Hasta llegué a participar en un par de carreras que terminé, con mi consecuente camiseta fosforito de recuerdo. Y ahí están, en mi armario, como prueba de que mi destino reptante ha sido anulado.


gato unicornio


Lo cierto es, que no tuve una conciencia real de mi progreso hasta el otro día, cuando salí a correr por el mismo trayecto que intenté años atrás. No sólo lo hice, sino que disfruté de ello y hubiera seguido más allá sin problemas. Me planteo repetirlo y superarlo en los próximos días, a modo de galletita cósmica-compensatoria con mi yo del pasado.

Es curioso como son los retos. No sé si le pasará a todo el mundo, porque admito que yo tengo una tendencia automática a infravalorarme y a pensar que no voy a ser capaz o que decepcionaré a todos, al inicio de casi cualquier cosa. Pero por otro lado, aunque me ponga en lo peor, lo compenso con trabajo. Siempre me había calificado a mí misma como una persona sin voluntad pero no es cierto. Cumplo lo que me propongo, aterrada e inmersa en la autocrítica, pero lo hago. Y cuando llego ahí, pienso: Bah, ¿y esto era lo que me preocupaba no conseguir? Así que intento recordarlo cada vez que un proyecto nuevo me paraliza, invadiéndome el deseo de abandonar. En un tiempo estaré preguntándome cómo era que lo veía tan imposible.

Lo mejor de estas victorias, es no parar de enlazarlas, porque así se aprovecha la carrerilla que da la euforia y el avance es mayor. Por eso este año no he parado de decir que sí o de intentar planes que creía imposibles. Algunos saldrán y otros no, pero de momento no me puedo quejar. Parece que vislumbro una salida, desconozco el punto final, pero estoy en movimiento y eso es algo que, hasta hace año y medio, no pasaba.

Siento si este post parece propaganda mística de autosuperación. Nada más lejos de la realidad. Porque una cosa es tener presente la valía personal a la hora de coger fuerzas para intentar algo y otra esperar que la solución o las mejoras, caigan del cielo, con la llamada a lametazos de un gatito en unicornio, a la puerta de casa. Hasta que se imponga ese formato acolchado de experiencias, tocará adaptarse y manejar realidades más inciertas y (oh qué pena) menos gatunas.   

viernes, 18 de diciembre de 2015

3.0

A mi no me traumatizaba especialmente tener treinta años. No era un número que evitase a conciencia aunque, bien es cierto, que tras más de seis meses conviviendo con él, se me sigue haciendo raro pronunciarlo (referido a mi persona). Será porque a partir de cierta edad, salvo en encuestas y visitas médicas,  no es tan común que te pregunten cuántos años tienes, disociándose la cifra por completo. A veces también dudo de en qué año vivo y he de pararme a pensar si esa lata de atún (¿es 2016 ya?) está o no caducada, pero eso es algo más personal; o alzhéimer precoz, o algún efecto secundario de internet y su dispersión (teoría conspiranoica que espero que alguien esté estudiando, no sólo van a vivir de perros que cagan alineados con el campo magnético…)


No me traumatizaba, decía, desde el punto de vista de la vejez. Supongo que es fácil decir esto en un tiempo en el que los treinta distan mucho de ser “los treinta” de hace un par de décadas. En mi círculo no están todos criando hijos ni pagando hipotecas, ni siquiera han engordado. Es más, precariedad laboral aparte, creo que estamos todos más buenorros. Tal vez lo más significativo de esta edad sea el verificar los planes que tu yo-niño tenía preparados para su futuro, bien listaditos en su diario. Yo tendría que ser veterinaria, vivir en una especie de granja con puertas secretas y conducir un Mégane Coupé Amarillo descapotable. Así como en aquel entonces hubiese jurado que jamás sería rubia (ya no pondría la mano en el fuego… a excepción del rubio blanco de Los niños del maíz), podría asegurar a día de hoy que en la vida elegiré un coche amarillo (ni descapotable). Al final los aspectos prácticos se imponen y es mejor que sea pequeño para aparcar y no muy llamativo, como seguro ante el mal karma que llevan algunos. ¿Perros, gatos, gallinas y una (a lo mejor) cabra cuentan como granja? Porque eso sigue en pie. Vamos a mantener los sueños, sobre todo los que generan amor infinito.


Así que, físicamente no soy una vieja pero las resacas son mucho más duras, me levanto con bolsas en los ojos, mi estómago me pide potajes y presto atención a los médicos de Saber vivir si se cruzan en mi desayuno. Derivado de esta tendencia a leer artículos sobre achaques y arrugas es irremediable que se te cruce ese otro relacionado con bebés y relojes internos. Creo que al mío no le han puesto alarma porque el sentimiento dominante es de alivio al saber que nadie depende de mí (salvo mi perra Ronda) pero, al mismo tiempo, me preocupa saber que inicio mi cuenta atrás de posibilidades óptimo-chachis de embarazo. ¿Y si cuando realmente quiera, ya no puedo? Es un cambio de vida demasiado importante como para tomarlo a la ligera pero, al mismo tiempo, es edición limitada (lo tomas o lo dejas). No sé, parece que siempre se está tiempo de aprender a tocar el piano o de mudarte a Alaska, en cambio duplicarse siendo mujer cuenta con una fecha de caducidad muy estresante. Al menos en los momentos en que lo piensas que, en mi caso, no son demasiados. Antepongo futuribles nombres de mascotas a cualquier versión humana… Igual eso lo dice todo, ¿no? A fin de cuenta, ser dos me da toda la felicidad y cero incertidumbre que necesito en estos momentos, por lo que dejaré la revisión de imposiciones vitales para otro número más lejano. 

martes, 3 de marzo de 2015

señor barnes, le quiero

Hay días en los que me gustaría ser lo suficientemente rica como para poder comprarme todos los libros de Julian Barnes de golpe. Luego lo pienso un poco mejor y me consuelo con la idea de que la dosificación por economía alargará la experiencia dado que, irremediablemente, llegará un momento en el que dejará de escribir, no por falta de inspiración sino porque se morirá (doy por hecho que voy a sobrevivirlo por pura estadística), ¿y a quién leeré entonces? No, reformulo: ¿a quién leeré entonces con tantas ganas? Podría pensar que lo que me ocurre con Barnes ya me pasó con otros en el pasado y he ido obteniendo sustitutos (oh infiel) de mejora exponencial, por lo que podría dejar abierta la puerta a la esperanza peeeero, voy a cumplir treinta años.

Cumplir treinta está bien, más cuando la mayoría te echa veinticinco y mejor cuando la única alternativa es estar muerto. No obstante, hacerse mayor parece llevar adherido un menor número de oportunidades para todo, incluida la capacidad de fascinarse fanáticamente con escritores. Como si repetir la experiencia la desgastase o, para que no suene tan mal, se refinase, haciéndonos más selectivos y menos impresionables. La parte positiva es que se llega a algo de mayor calidad pero con su reverso insatisfactorio por el que, de tanto filtro, hay menos lugar para la excelencia.

Supongo que ansiar un estado más primigenio es como envidiar la felicidad de los tontos, que siempre me ha parecido de poca admiración porque si hay algo que me agobia en esta vida es el estarme perdiendo cosas por no tener la capacidad de admirarlas, entenderlas o, directamente, por desconocer su existencia. Así que conformarse con menos no es opción pero, ¿no habrá algún tipo de reseteo vital? Aunque sea cíclico...

Pensando en Barnes, con el amor pasa. Lo que su capacidad regenerante viene envuelta en química y favorecida por nuestra incapacidad  (y menos mal) de viajar en el tiempo para contrastar hechos-sentimientos. Un libro da muchas satisfacciones pero no es equiparable. 

Por lo que igual sí que pasa pero sólo con lo (más) importante.


julian barnes love cat le quiero gatos escritor