Ya lo decía Joaquín Reyes, hay palabras que van de
la mano de otras: pesetas y antiguas, marco e incomparable, rey y campechano…
(recuerdos de Borbones desactualizados, lo siento). Lo mismo ocurre con “internet”,
igual no tan instintivamente, pero en cualquier encuesta espontánea se
recogería el concepto de “conexión” y no de megas, sino de conexión humana.
Relaciones a distancia, amigos en el bolsillo, posibilidades infinitas de comunicación…
Interconectados, globalizándonos digitalmente: todos al alcance de todos. Y es
verdad, es posible, pero es más un “posible de posibilidad”, de tener “la
opción de” aunque mira, mejor te pongo un
like que lo resume todo. Antes se daba el paradójico momento en el que
alguien lamentaba la pérdida de su abuela en Facebook y era obsequiado con un “me gusta” que se prestaba a
confusión. Este malentendido prehistórico ha cambiado, como era de esperar,
dada nuestra rápida transformación hacia el mutismo apático y vegetativo. Las previsiones
han sido certeras, por lo que añadiendo un par de caritas más (que no superan al
reparto de emociones de Inside out de
Pixar), lo tenemos resuelto.
Tristeza, ira, alegría y el dichoso pulgar que se te escapaba sin querer en el
chat por estar muy pegado al botón de enviar. Suficiente. Y con esto, amigos, la
palabra escrita ha muerto.
Sí, sé que todavía
hay algunos comentarios en las webs de noticias y en los vídeos de Youtube, pero son los últimos
coletazos, resquicios, de ahí que los más numerosos sean los que vomitan odio.
Resistirán hasta que Whatsapp
incluya una mierda en llamas que expulse rayos por los ojos, condensación suficiente
de malestar y exterminio, a un cómodo clic de distancia.
Tal que así (diseño provisional, abierto a sugerencias)
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No me pongo agorera,
simplemente lo veo venir y prefiero asumirlo, progresivamente, en lugar de hacer
un brindis tardío en el funeral. Supongo que a mí me duele especialmente porque
adoro la expresión escrita pero sé que no estoy libre de culpa. Sigo leyendo en
la red pero interactúo menos de lo que debería. A veces por pereza, otras por escapar
de la mala baba del resto de comentarios y, algunas otras, por inferioridad.
Esta última es la más absurda de todas y se retroalimenta de la vagancia,
porque por mucho que deslumbre un texto, una felicitación o un mensaje de
apoyo, jamás serán mal recibidos. No es necesario estar al mismo nivel y redactar
un comentario “a la altura”, sin necesidad, tampoco, de caer en el emoticono o
en las tres palabras sin conjunción mediante. A todos nos gusta un instante de
reconocimiento, especialmente, si es algo en lo que hemos trabajado y donde exponemos
una parte de nosotros mismos. Sentirnos identificados, reflejados en otro,
comprendidos. Una sensación mágica que se da, más intensamente, con la palabra
escrita. Ni el cine más elaborado, ni la fotografía, ni el reality barato, nada
alcanza el espectro de la escritura.
Tal vez tenga que
ver con el exceso, hay tal variedad de estímulos que es fácil introducirse en
una cultura de usar y tirar, donde nada nos marque realmente y sólo merezca
nuestra atención de manera limitada. Todos tan “juntos” y sin nada que decirnos…
da pena. Todavía queremos comunicarnos, no lo hemos perdido, pero prima la ley
del mínimo esfuerzo. En un mundo donde reinan los vídeos de 10 segundos del Vine, leer más allá de un párrafo parece
una odisea. Terminaremos con un déficit de atención generalizado mientras
pasamos pantallas cambiantes que no recordamos pero que ya hemos visto, en un
bucle adictivo de entretenimiento vacío, que impida quedarnos a solas con
nuestros pensamientos.