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viernes, 30 de septiembre de 2016

En ON: encendido y a tope

Como suele ocurrir casi siempre (o al menos, a mí me pasa), lo más difícil es arrancar. Ignorar los miedos y las trabas que nos tienen paralizados y lanzarse a ello; en plan suicida y sin buscar la red, solamente intentando nos desviarnos. Plantarle cara al papel en blanco (que impone más después de tanto tiempo) y frenar la autoexigencia. Con el trabajo, llegarán la mejoras.

Y este ha sido mi estado en los últimos meses: escribir, escribir y escribir. Poniéndome a prueba, ganando seguridad… también me han invadido los momentos de pánico, no voy a negarlo. Es algo con lo que tendré que luchar toda la vida pero, poco a poco, voy encontrando recursos y técnicas que me ayudan a evitar el colapso. Ya se recuperarán las noches de insomnio producto de la ansiedad, alargando las victorias que (todavía hoy) me fuerzo a hacer pequeñas. Estoy en recuperación de mi tendencia al autosabotaje (y aún me quedan algunos pasos).



Esta introducción tan dramática intentaba ser el preludio de la mejor noticia del año: ¡Voy a empezar a escribir opinión! Será una colaboración semanal, ¡y me han asignado los domingos! Para mí es el mejor día, porque lo tengo completamente asociado a la publicación de todos los grandes. No es que esto me convierta en uno de ellos (¡mis ganas!) pero sí que siento que estoy siguiendo su trazado, mientras chequeo sueños adolescentes.  ¡Choque de manos cósmico con mi yo de trece años!

La verdad es, que aunque deseaba que esto llegase, no esperaba que fuese a ocurrir tan rápido. Estas dos semanas han sido un altibajo emocional constante: asumiendo el rechazo para luego enfadarme por ello, al tiempo que pasaba a la celebración yonki que desencadenaba en un terror hiperventilante. Todo muy divertido.


Pero la oportunidad ha llegado, está aquí y no voy a apartarme. 

viernes, 24 de junio de 2016

la posible imposibilidad

Tenía veintipocos años cuando intenté empezar a correr. Pese a ser joven, la viejunidad me invadía por dentro, reportándome un estado físico tan lamentable, que llegaba asfixiada  al aula de diseño de la facultad.  Tardaba un rato en recuperar el aliento después de sólo tres pisos de escaleras, lo que era una vergüenza; no sólo a la hora de hablar a los profesores con esa respiración sexy y encapsulada a lo Darth Vader, sino porque suponía una situación de penosidad desmedida en relación con el esfuerzo real al que me estaba enfrentando (tres míseros pisos en subida).

Aunque siempre he mantenido la esperanza de compartir la genética privilegiada de mi abuela (que es lo más cercano a la inmortalidad que conozco), no está bien relegar toda la suerte al ADN. Además, vivir muchos años en una forma tan decadente, no era apetecible.  Yo quería correr ligera cual cervatillo o, en su defecto, andar sin padecer contagio zombie. Algo digno, vaya, y, sobre todo, acorde con mi edad. Porque según esa línea evolutiva, ¿qué iba a ser de mi a los cincuenta? La visión de mí misma haciendo la croqueta para trasladarme de una habitación a otra, fue el punto de iluminación definitivo: iba a empezar a correr, sí o sí.

Un objetivo que (normal, por otro lado) resultó ser más inalcanzable de lo esperado. Porque como planteamiento parece sencillo: ponerse unos tenis, salir a la calle y dar un paso tras otro a una cierta velocidad. Obvié la aparición de esa puntada creciente en el costado que no sentía desde que tenía 8 años y llevaba dos horas haciendo acrobacias en el patio del colegio. Unida a una lluvia de puntitos estelares, de esos que nublan la vista y parecen augurar el traslado a una nueva dimensión. Por no hablar de la ausencia de oxígeno y el principio de infarto. Horrible todo. Aún recuerdo el trayecto exacto que hice y el infierno que me pareció.

Correr no era lo mío pero, por suerte, conseguí dar con actividades que sí me motivaban y que me ayudaron a ganar fondo físico. Fui mejorando y llevando una vida más activa sin apenas darme cuenta. Hasta llegué a participar en un par de carreras que terminé, con mi consecuente camiseta fosforito de recuerdo. Y ahí están, en mi armario, como prueba de que mi destino reptante ha sido anulado.


gato unicornio


Lo cierto es, que no tuve una conciencia real de mi progreso hasta el otro día, cuando salí a correr por el mismo trayecto que intenté años atrás. No sólo lo hice, sino que disfruté de ello y hubiera seguido más allá sin problemas. Me planteo repetirlo y superarlo en los próximos días, a modo de galletita cósmica-compensatoria con mi yo del pasado.

Es curioso como son los retos. No sé si le pasará a todo el mundo, porque admito que yo tengo una tendencia automática a infravalorarme y a pensar que no voy a ser capaz o que decepcionaré a todos, al inicio de casi cualquier cosa. Pero por otro lado, aunque me ponga en lo peor, lo compenso con trabajo. Siempre me había calificado a mí misma como una persona sin voluntad pero no es cierto. Cumplo lo que me propongo, aterrada e inmersa en la autocrítica, pero lo hago. Y cuando llego ahí, pienso: Bah, ¿y esto era lo que me preocupaba no conseguir? Así que intento recordarlo cada vez que un proyecto nuevo me paraliza, invadiéndome el deseo de abandonar. En un tiempo estaré preguntándome cómo era que lo veía tan imposible.

Lo mejor de estas victorias, es no parar de enlazarlas, porque así se aprovecha la carrerilla que da la euforia y el avance es mayor. Por eso este año no he parado de decir que sí o de intentar planes que creía imposibles. Algunos saldrán y otros no, pero de momento no me puedo quejar. Parece que vislumbro una salida, desconozco el punto final, pero estoy en movimiento y eso es algo que, hasta hace año y medio, no pasaba.

Siento si este post parece propaganda mística de autosuperación. Nada más lejos de la realidad. Porque una cosa es tener presente la valía personal a la hora de coger fuerzas para intentar algo y otra esperar que la solución o las mejoras, caigan del cielo, con la llamada a lametazos de un gatito en unicornio, a la puerta de casa. Hasta que se imponga ese formato acolchado de experiencias, tocará adaptarse y manejar realidades más inciertas y (oh qué pena) menos gatunas.