Tenía veintipocos años
cuando intenté empezar a correr. Pese a ser joven, la viejunidad me invadía por
dentro, reportándome un estado físico tan lamentable, que llegaba asfixiada al aula de diseño de la facultad. Tardaba un rato en recuperar el aliento
después de sólo tres pisos de escaleras, lo que era una vergüenza; no sólo a la
hora de hablar a los profesores con esa respiración sexy y encapsulada a lo
Darth Vader, sino porque suponía una situación de penosidad desmedida en
relación con el esfuerzo real al que me estaba enfrentando (tres míseros pisos en
subida).
Aunque siempre he mantenido
la esperanza de compartir la genética privilegiada de mi abuela (que es lo más
cercano a la inmortalidad que conozco), no está bien relegar toda la suerte al
ADN. Además, vivir muchos años en una forma tan decadente, no era apetecible. Yo quería correr ligera cual cervatillo o, en
su defecto, andar sin padecer contagio zombie. Algo digno, vaya, y, sobre todo,
acorde con mi edad. Porque según esa línea evolutiva, ¿qué iba a ser de mi a
los cincuenta? La visión de mí misma haciendo la croqueta para trasladarme de
una habitación a otra, fue el punto de iluminación definitivo: iba a empezar a
correr, sí o sí.
Un objetivo que (normal, por
otro lado) resultó ser más inalcanzable de lo esperado. Porque como
planteamiento parece sencillo: ponerse unos tenis, salir a la calle y dar un
paso tras otro a una cierta velocidad. Obvié la aparición de esa puntada
creciente en el costado que no sentía desde que tenía 8 años y llevaba dos
horas haciendo acrobacias en el patio del colegio. Unida a una lluvia de
puntitos estelares, de esos que nublan la vista y parecen augurar el traslado a
una nueva dimensión. Por no hablar de la ausencia de oxígeno y el principio de
infarto. Horrible todo. Aún recuerdo el trayecto exacto que hice y el infierno
que me pareció.
Correr no era lo mío pero,
por suerte, conseguí dar con actividades que sí me motivaban y que me ayudaron
a ganar fondo físico. Fui mejorando y llevando una vida más activa sin apenas
darme cuenta. Hasta llegué a participar en un par de carreras que terminé, con
mi consecuente camiseta fosforito de recuerdo. Y ahí están, en mi armario, como
prueba de que mi destino reptante ha sido anulado.
Lo cierto es, que no tuve
una conciencia real de mi progreso hasta el otro día, cuando salí a correr por
el mismo trayecto que intenté años atrás. No sólo lo hice, sino que disfruté de
ello y hubiera seguido más allá sin problemas. Me planteo repetirlo y superarlo
en los próximos días, a modo de galletita cósmica-compensatoria con mi yo del
pasado.
Es curioso como son los
retos. No sé si le pasará a todo el mundo, porque admito que yo tengo una
tendencia automática a infravalorarme y a pensar que no voy a ser capaz o que
decepcionaré a todos, al inicio de casi cualquier cosa. Pero por otro lado, aunque
me ponga en lo peor, lo compenso con trabajo. Siempre me había calificado a mí
misma como una persona sin voluntad pero no es cierto. Cumplo lo que me propongo,
aterrada e inmersa en la autocrítica, pero lo hago. Y cuando llego ahí, pienso:
Bah, ¿y esto era lo que me preocupaba no
conseguir? Así que intento recordarlo cada vez que un proyecto nuevo me
paraliza, invadiéndome el deseo de abandonar. En un tiempo estaré preguntándome
cómo era que lo veía tan imposible.
Lo mejor de estas victorias,
es no parar de enlazarlas, porque así se aprovecha la carrerilla que da la
euforia y el avance es mayor. Por eso este año no he parado de decir que sí o
de intentar planes que creía imposibles. Algunos saldrán y otros no, pero de
momento no me puedo quejar. Parece que vislumbro una salida, desconozco el
punto final, pero estoy en movimiento y eso es algo que, hasta hace año y
medio, no pasaba.
Siento si este post parece propaganda
mística de autosuperación. Nada más lejos de la realidad. Porque una cosa es
tener presente la valía personal a la hora de coger fuerzas para intentar algo
y otra esperar que la solución o las mejoras, caigan del cielo, con la llamada a
lametazos de un gatito en unicornio, a la puerta de casa. Hasta que se imponga ese
formato acolchado de experiencias, tocará adaptarse y manejar realidades más
inciertas y (oh qué pena) menos gatunas.