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viernes, 21 de abril de 2017

Hans Christian Andersen: cuento de desamor


El cuento de la Sirenita está de aniversario. Se cumplen 180 años desde su publicación. Prácticamente dos siglos desde que el poeta y escritor danés, Hans Christian Andersen, lo incluyera en el tercer volumen de Cuentos de hadas contados para niños. Un relato que se aleja de la versión azucarada que Disney llevó a los cines, sin final feliz o perdices a la vista, pues la Sirenita fue concebida como el desahogo de un corazón roto. Un cuento donde la renuncia y la desesperanza lo ocupan todo, reflejo de la desdichada vida amorosa de Andersen, que vio frustrados todos sus intentos de enamorarse.

Sus cuentos serían el refugio de sus penas, un salvoconducto para la posteridad que no le ayudaría a experimentar aquello que tanto anhelaba: un amor correspondido. En su diario dejaría escrito este lamento: «Todopoderoso Dios, tú eres lo único que tengo, tú que gobiernas mi sino, ¡debo rendirme a ti! ¡Dame una forma de vida! ¡Dame una novia! ¡Mi sangre quiere amor, como lo quiere mi corazón!». Una petición desoída y que dejó a Andersen con una sexualidad frustrada. Sus deseos iban en ambas direcciones, llegando a declarar su amor tanto a mujeres como a hombres, pero obteniendo siempre como respuesta un desconsolado premio de consolación: amistad. Visto como un hermano, quedó privado de afecto.


Un patito feo que no llegó a cisne

Hans Christian Andersen creció siendo un muchacho desgarbado, con rasgos que no parecían encajar entre sí y con unos modales afeminados que no invitaban a la popularidad. No es de extrañar, entonces, que uno de sus primeros cuentos fuese El patito feo. Pero a diferencia de su protagonista, Andersen no llegó nunca a alcanzar la fase de cisne, ni tan siquiera cuando sus historias se recibían con entusiasmo entre los miembros de la Corte.

Tan poco agraciado era, que William Bloch, autor y director teatral danés, lo describiría así: «Extraño y bizarro en sus movimientos. Sus piernas y sus brazos son largos, delgados y fuera de toda proporción; sus manos, anchas y planas, y sus pies son tan gigantescos que nadie piensa en robarle las botas. Su nariz es, digamos, de estilo romano, pero tan desproporcionadamente larga que domina toda la cara; cuando uno se despide de él, su nariz es lo que más recuerda.»

Profesionalmente alcanzó un prestigio que se ha mantenido inalterable hasta nuestros días. En Dinamarca es considerado un héroe nacional y su figura corona varias plazas. Pero su imagen de patito feo nunca lo abandonaría, incapaz de traspasar el umbral de lo platónico. Como nunca se casó, ni llegó a mantener relaciones sexuales, su imagen quedaría asociada a la pureza. Un personaje blanco y angelical, adjetivos muy útiles para su asociación con el mundo de los cuentos. Este legado se mantuvo inmaculado hasta que Jackie Wullschlager se atrevió a profundizar en la parte más terrenal del autor quien, al parecer, tenía pulsiones humanas después de todo. En La vida de un narrador, Wullschlager destierra la idea de una castidad elegida por convicción, y más propiciada por el miedo y la culpabilidad religiosa.

Durante su estancia en París, Andersen visitaría varios burdeles pero su represión sólo le permitiría hablar con las chicas y hacer acopio mental de imágenes para su posterior desahogo, siempre a solas. Una actividad que practicaba con intensidad, hasta el punto de sentir dolor. De hecho, cada vez que se masturbaba añadía una cruz en su diario, un registro que solía incluir muchos más detalles, descritos con inesperada franqueza. Por lo que no parece que tuviera un verdadero afán de mantener intacta su inocencia, sino que se movía entre el deseo y la culpa como una condena.

jueves, 9 de marzo de 2017

Cuéntame un cuento… ¡pero como los de antes!

Son ya muchas las generaciones que han crecido con los cuentos tradicionales presentados a través del filtro de Disney, versiones que incluyen canciones pegadizas y finales almibarados. Son, en resumen, fantasías bien amortiguadas donde la justicia y los buenos actos terminan siempre por salir airosos, lo que deja un ambiente sosegado que anticipa los más apacibles sueños. Sin embargo, no era éste el efecto que los primeros cuentos pretendían. Siendo muchos más brutales en sus narraciones primigenias, reflejo de la sociedad del momento. Porque si algo ha caracterizado a los cuentos, es su maleabilidad; esa capacidad de adaptarse a los tiempos para seguir cautivándonos.

Disney los dulcificó y Pixar inició la costumbre de añadir capas a las historias, de modo que tanto niños como adultos, puedan seguir una trama personalizada. Pero estas variantes no son nuevas, sino que han ido sucediéndose desde que el cuento es cuento. De ahí que se conozcan versiones de la Cenicienta en la China Imperial o de La Bella durmiente en la Dinastía XX de Egipto. Piezas que han ido integrando −y evolucionando− el folclore y otras leyendas para adaptarse a las distintas necesidades generacionales.


Sería al pasar del formato oral al escrito donde parte de estos relatos se enfocarían al público más joven. Anteriormente, los cuentos eran un entretenimiento adulto, por lo que no era extraño que incluyesen pasajes violentos o sexuales. Tampoco existían términos como “control parental” o “advertencias de sensibilidad”, ya que primaban cuestiones más básicas; algunas tan evidentes como la propia supervivencia, lo que no daba mucho margen a engendrar posibles traumas.

El francés Charles Perrault, el italiano Giambattista Basile o los alemanes hermanos Grimm se encargarían de recopilar y, en ocasiones crear, las historias que aún hoy nutren nuestro cine y literatura. Eso sí, narradas en su versión más áspera y sanguinolenta, donde las perdices del cierre brillan por su ausencia. Unos autores que parecían plenamente consciente de que el mundo, ya incluya hadas y princesas, no es un lugar fácil.

Caperucita Roja


La historia de Caperucita fue narrada de generación en generación hasta que Charles Perrault la transcribió en 1697. Su versión mantiene los elementos clave del engaño y la usurpación de identidad, pero el escritor francés eliminó algunos de los pasajes más crudos. Una de las escenas suprimidas describe un momento de canibalismo por parte de Caperucita quien, engañada por el lobo, come carne y bebe sangre de la Abuela.

Lo que no censuró Perrault, fueron las intenciones libidinosas del lobo. Identificado como el villano de la historia, sus deseos de carne son más eróticos que nutritivos y su objetivo no es otro que terminar con la pobre Caperucita desnuda en la cama. Algo que sucede, tal cual, en esta primera narración. De esta circunstancia terminaría desembocando la expresión “avoir vu le loup”, traducido por un “haber visto al lobo”, como sinónimo de perder la virginidad.

El lobo ejemplifica al prototipo de embaucador, ése que se deja llevar más por sus instintos que por la razón. Perrault, que escribía para entretener a los invitados de la Corte de Versalles, parece querer advertir a las jóvenes de este peligro con su moraleja:

 “Las jovencitas elegantes, bien hechas y bonitas
hacen mal en oír a ciertas gentes,
y que no hay que extrañarse de la broma
de que a tantas el lobo se las coma.
Digo el lobo, porque estos animales
no todos son iguales:
los hay con un carácter excelente y humor afable,
dulce y complaciente, que sin ruido,
sin hiel ni irritación
persiguen a las jóvenes doncellas,
llegando detrás de ellas
a la casa y hasta la habitación.
¿Quién ignora que Lobos tan melosos
son los más peligrosos?”

Los hermanos Grimm, en un intento de suavizar el final, incluyeron el personaje del cazador, el cual termina liberando a Caperucita y su abuela. Éstas renacen −ajenas a las consecuencias de la deglución previa− pero, originalmente, tanto la una como la otra, terminan en el estómago del lobo sin que nadie las salve.

lunes, 27 de junio de 2016

esperando el pantallazo azul

Ella había ido enlazando temas que la ponían contenta, sentimiento potenciado por la cerveza de miel. Rememoraba recuerdos. No era de esas personas que ataban para siempre las canciones a momentos del pasado, inamoviblemente. Había excepciones, claro. Un mínimo de respeto era imprescindible −y recomendable− pero, ¿por qué no seguir prolongando una sensación positiva aunque ésta cambiase el reparto original? No tenía por qué renegar de ella. Sería injusto limitarla. Sobre todo por lo difícil que era encontrar esa magia y porque un instante de felicidad, no era exclusivo de un entorno.

Por eso las puso, esperando llenar de recuerdos nuevos la música. Fue algo espontáneo que, rápidamente, tuvo el deseo de ser contagioso: una epidemia que nivelase sus estados de ánimo. Algo presente. Importante.

No contaba con la impermeabilidad que conceden las pantallas y su capacidad de lanzar lejos a los que pueden tocarnos. Estaban juntos pero cada uno imbuido de sentimientos que ni se intuían. Encapsulados y ajenos, haciendo que aunque no había sido algo preparado, las expectativas breves, se dieran de bruces contra el suelo. 


Llegaron al final de Ryan Adams en ausencia del otro. La luz azul alumbraba ambas caras, resaltando la dirección de la atracción, que estaba lejos de ser la misma. Kilómetros de distancia donde conectar con los no presentes, los desconocidos y los que iban a mantener su mensaje, idéntico, mañana. Ésa era la diferencia, que no se trataba de una divergencia de intereses. Tan solo que −se decía ella−, mañana será lunes y habrá tiempo para preocuparse. Y como ya no se podía hacer nada (o ya se había hecho todo), ¿por qué dejar que robasen, también, esa noche de domingo? Sobre todo cuando, los dos, la necesitaban tanto.

martes, 9 de julio de 2013

cuento tonto de domingo desde un móvil en el mar

Y en realidad, ¿qué era lo peor que podía pasarle? ¿Rechazo? Un dolor pasajero que, al menos, mutaría del ya existente que, si bien no podía calificarse de sufrimiento, se le parecía bastante. Y habría un motivo, uno perceptible que, al ser real, medible y analizable, ofrecía mejores curas. Regodearse en la angustía de lo que podría ser nunca le había gustado, cansada como estaba del tormento autoinfligido de los que sí querían acercarse.

Pero hacerlo tangible ponía luz a aristas y pasajes que se habían acomodado a no existir, sin dejar de engordar por ello. Los miedos no nos dejan. Puede que las derrotas pasadas se diluyan y los testigos se alejen pero hay que practicar mucho para enterrarlas. Y nunca se le dio tan bien el autoengaño, consciente como era de cada pensamiento, con esa manía de reseñarlo todo, como si fuese a importarle a alguien alguna vez... aunque esperando, contradictoriamente, equivocarse.

Porque era posible, lo había vivido; eso sí, desde el otro lado, del que idolatra y quiere conocerlo todo para hacer suyos incluso los momentos donde no tuvo lugar. No por controlar, no por celos, creía en las distancias pero captada su atención, le costaba no hacerse una experta y estudiar cada fisura que, a más pequeña, más interesante. Lo que no cuentas suele ser lo más significativo. A nadie le gusta desvelarse completamente, no es seguro y es lo primero que aprendes y lo que más te prometes no volver a hacer, sin éxito, porque que alguien te conozca y hasta te prediga, es bonito o lo parece, desde el punto de vista de lo hipotético y las suposiciones; tampoco creía que fuese a pasarle ni aseguraba que pudiese gustarle. Ser "el que quiere más" le parecía el mejor de los lados, aun siendo el más frágil, porque mientras durase, habría significado algo; algo para ti, que es la única certeza posible en estos casos. No sería para siempre pero no tenerlo presente desde el principio lo hacía más llevadero. Más auténtico, tal vez.

Quizás por eso desechaba las evidencias y las declaraciones directas; quería ser la parte que embauca y no la que tiene que dejarse convencer: la ciega. O igual era simple sabotaje, optar por imposibles te convence de que lo has intentado y te deja en letra muy pequeña un "sabías que nunca sucedería". Esperaba no ser tan imbécil.

Lanzaba pequeñas pistas con el convencimiento de que, si debía ser, las descifraría. Igual no quería adivinarlo. Igual ya lo había hecho. La ausencia de respuestas podía ser una contestación en sí misma. Todo tenía cabida, por lo que era mejor no hacer nada. De momento.

Si todo tenía que morirse, esto no sería una excepción.