El cuento de
la Sirenita está de aniversario. Se cumplen 180 años desde su publicación. Prácticamente
dos siglos desde que el poeta y escritor danés, Hans Christian Andersen, lo incluyera
en el tercer volumen de Cuentos de hadas
contados para niños. Un relato que se aleja de la versión azucarada que
Disney llevó a los cines, sin final feliz o perdices a la vista, pues la
Sirenita fue concebida como el desahogo de un corazón roto. Un cuento donde la
renuncia y la desesperanza lo ocupan todo, reflejo de la desdichada vida
amorosa de Andersen, que vio frustrados todos sus intentos de enamorarse.
Sus cuentos
serían el refugio de sus penas, un salvoconducto para la posteridad que no le ayudaría
a experimentar aquello que tanto anhelaba: un amor correspondido. En su diario
dejaría escrito este lamento: «Todopoderoso Dios, tú eres lo único que tengo,
tú que gobiernas mi sino, ¡debo rendirme a ti! ¡Dame una forma de vida! ¡Dame
una novia! ¡Mi sangre quiere amor, como lo quiere mi corazón!». Una petición desoída
y que dejó a Andersen con una sexualidad frustrada. Sus deseos iban en ambas
direcciones, llegando a declarar su amor tanto a mujeres como a hombres, pero
obteniendo siempre como respuesta un desconsolado premio de consolación:
amistad. Visto como un hermano, quedó privado de afecto.
Un patito feo que no llegó a cisne
Hans
Christian Andersen creció siendo un muchacho desgarbado, con rasgos que no
parecían encajar entre sí y con unos modales afeminados que no invitaban a la
popularidad. No es de extrañar, entonces, que uno de sus primeros cuentos fuese
El patito feo. Pero a diferencia de
su protagonista, Andersen no llegó nunca a alcanzar la fase de cisne, ni tan siquiera
cuando sus historias se recibían con entusiasmo entre los miembros de la Corte.
Tan poco
agraciado era, que William Bloch, autor y director teatral danés, lo describiría
así: «Extraño y bizarro en sus movimientos. Sus piernas y sus brazos son
largos, delgados y fuera de toda proporción; sus manos, anchas y planas, y sus
pies son tan gigantescos que nadie piensa en robarle las botas. Su nariz es,
digamos, de estilo romano, pero tan desproporcionadamente larga que domina toda
la cara; cuando uno se despide de él, su nariz es lo que más recuerda.»
Profesionalmente
alcanzó un prestigio que se ha mantenido inalterable hasta nuestros días. En
Dinamarca es considerado un héroe nacional y su figura corona varias plazas. Pero
su imagen de patito feo nunca lo abandonaría, incapaz de traspasar el umbral de
lo platónico. Como nunca se casó, ni llegó a mantener relaciones sexuales, su
imagen quedaría asociada a la pureza. Un personaje blanco y angelical,
adjetivos muy útiles para su asociación con el mundo de los cuentos. Este
legado se mantuvo inmaculado hasta que Jackie Wullschlager se atrevió a
profundizar en la parte más terrenal del autor quien, al parecer, tenía pulsiones
humanas después de todo. En La vida de un
narrador, Wullschlager destierra la idea de una castidad elegida por
convicción, y más propiciada por el miedo y la culpabilidad religiosa.
Durante su
estancia en París, Andersen visitaría varios burdeles pero su represión sólo le
permitiría hablar con las chicas y hacer acopio mental de imágenes para su posterior
desahogo, siempre a solas. Una actividad que practicaba con intensidad, hasta
el punto de sentir dolor. De hecho, cada vez que se masturbaba añadía una cruz en
su diario, un registro que solía incluir muchos más detalles, descritos con
inesperada franqueza. Por lo que no parece que tuviera un verdadero afán de
mantener intacta su inocencia, sino que se movía entre el deseo y la culpa como
una condena.