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jueves, 9 de marzo de 2017

Cuéntame un cuento… ¡pero como los de antes!

Son ya muchas las generaciones que han crecido con los cuentos tradicionales presentados a través del filtro de Disney, versiones que incluyen canciones pegadizas y finales almibarados. Son, en resumen, fantasías bien amortiguadas donde la justicia y los buenos actos terminan siempre por salir airosos, lo que deja un ambiente sosegado que anticipa los más apacibles sueños. Sin embargo, no era éste el efecto que los primeros cuentos pretendían. Siendo muchos más brutales en sus narraciones primigenias, reflejo de la sociedad del momento. Porque si algo ha caracterizado a los cuentos, es su maleabilidad; esa capacidad de adaptarse a los tiempos para seguir cautivándonos.

Disney los dulcificó y Pixar inició la costumbre de añadir capas a las historias, de modo que tanto niños como adultos, puedan seguir una trama personalizada. Pero estas variantes no son nuevas, sino que han ido sucediéndose desde que el cuento es cuento. De ahí que se conozcan versiones de la Cenicienta en la China Imperial o de La Bella durmiente en la Dinastía XX de Egipto. Piezas que han ido integrando −y evolucionando− el folclore y otras leyendas para adaptarse a las distintas necesidades generacionales.


Sería al pasar del formato oral al escrito donde parte de estos relatos se enfocarían al público más joven. Anteriormente, los cuentos eran un entretenimiento adulto, por lo que no era extraño que incluyesen pasajes violentos o sexuales. Tampoco existían términos como “control parental” o “advertencias de sensibilidad”, ya que primaban cuestiones más básicas; algunas tan evidentes como la propia supervivencia, lo que no daba mucho margen a engendrar posibles traumas.

El francés Charles Perrault, el italiano Giambattista Basile o los alemanes hermanos Grimm se encargarían de recopilar y, en ocasiones crear, las historias que aún hoy nutren nuestro cine y literatura. Eso sí, narradas en su versión más áspera y sanguinolenta, donde las perdices del cierre brillan por su ausencia. Unos autores que parecían plenamente consciente de que el mundo, ya incluya hadas y princesas, no es un lugar fácil.

Caperucita Roja


La historia de Caperucita fue narrada de generación en generación hasta que Charles Perrault la transcribió en 1697. Su versión mantiene los elementos clave del engaño y la usurpación de identidad, pero el escritor francés eliminó algunos de los pasajes más crudos. Una de las escenas suprimidas describe un momento de canibalismo por parte de Caperucita quien, engañada por el lobo, come carne y bebe sangre de la Abuela.

Lo que no censuró Perrault, fueron las intenciones libidinosas del lobo. Identificado como el villano de la historia, sus deseos de carne son más eróticos que nutritivos y su objetivo no es otro que terminar con la pobre Caperucita desnuda en la cama. Algo que sucede, tal cual, en esta primera narración. De esta circunstancia terminaría desembocando la expresión “avoir vu le loup”, traducido por un “haber visto al lobo”, como sinónimo de perder la virginidad.

El lobo ejemplifica al prototipo de embaucador, ése que se deja llevar más por sus instintos que por la razón. Perrault, que escribía para entretener a los invitados de la Corte de Versalles, parece querer advertir a las jóvenes de este peligro con su moraleja:

 “Las jovencitas elegantes, bien hechas y bonitas
hacen mal en oír a ciertas gentes,
y que no hay que extrañarse de la broma
de que a tantas el lobo se las coma.
Digo el lobo, porque estos animales
no todos son iguales:
los hay con un carácter excelente y humor afable,
dulce y complaciente, que sin ruido,
sin hiel ni irritación
persiguen a las jóvenes doncellas,
llegando detrás de ellas
a la casa y hasta la habitación.
¿Quién ignora que Lobos tan melosos
son los más peligrosos?”

Los hermanos Grimm, en un intento de suavizar el final, incluyeron el personaje del cazador, el cual termina liberando a Caperucita y su abuela. Éstas renacen −ajenas a las consecuencias de la deglución previa− pero, originalmente, tanto la una como la otra, terminan en el estómago del lobo sin que nadie las salve.

viernes, 13 de enero de 2017

Lecturas 2016 (1ª parte)

Este último año ha sido bastante completo en cuanto a lecturas se refiere. He seguido fiel a mi idea de incorporar a la lista autores que me faltaban por leer, especialmente clásicos, pero también algunos contemporáneos y otras fidelidades ineludibles (como Julian Barnes de mi corazón).

Lo más destacable de 2016 ha sido descubrir la Ciencia Ficción. Sí, he tardado treinta años en hacerlo y ojalá pudiese viajar en el tiempo y chivarle al oído a mi versión adolescente: chss chss, Bradbury, Raaaay Braaadbury. Sé que hubiese disfrutado muchísimo con este tipo de libros en el pasado (y a saber de qué forma hubiesen influido en mis decisiones vitales), pero son tan buenos, que la experiencia no se ha devaluado por ello. Y tengo la suerte de tener un horizonte de nuevos autores por descubrir, ¡con los nervios ilusionantes que produce eso!

Diría que los dos libros que más me marcaron el pasado año fueron: Crónicas Marcianas de Bradbury y Una habitación propia de Virginia Woolf. El primero es pura droga, uno de los libros que más me ha hecho disfrutar. El segundo es un ensayo atemporal y maravilloso que todo el mundo debería leer, al menos, una vez en la vida. Virginia y Ray están ya en mi altar de favoritos.

sábado, 5 de noviembre de 2016

la señora mayor que llevo dentro

De pequeña me gustaba colarme en la mesa de los mayores y escuchar sus conversaciones. En mi familia fui la primera hija-nieta-sobrina y a esas edades tan tempranas, las diferencias de años se vuelven abismales. Esto, unido al hecho de que la sección completa de hermanos y primos es íntegramente masculina, aumentó la sensación de lejanía: no quería ponerme con los niños.

Recuerdo ser tremendamente feliz cuando llegó el año en que por fin decidieron dejar de separarnos en bodas, Navidades y otros eventos. Los demás tuvieron la opción mucho antes que yo, y sin batallas, pero ésta es una constante en la vida de los hermanos mayores. Nos toca allanar el terreno.

Con el celebrado cambio accedí, por fin, a un trocito del universo adulto donde podía empezar a ser yo misma; lo que básicamente consistía en dejar salir a la señora mayor que llevo dentro. Sí, sé que en estos tiempos de idolatría a la juventud, ésta es una confesión que suena terriblemente mal pero es una percepción que no ha variado con el tiempo.



No dejaba de ser una niña con, todavía, un largo camino por recorrer. Disfrutaba imaginando y jugando como cualquiera pero también tenía una visión de las cosas, cuanto menos, peculiar; un poco desintonizada con mi tiempo. Contradictoriamente, no tenía ninguna prisa por crecer y traté de alargar mi parcela de infancia todo lo que creí conveniente mientras mis amigas renegaban de sus muñecas y se rellenaban el sujetador con papel higiénico. Pero por otro lado, quería alcanzar ese momento en el que pudiera conversar sin dudar del significado de algunas palabras, investigando y ampliando conocimientos por mi cuenta.

martes, 25 de octubre de 2016

Ciencia Ficción: teorizando el mañana

Sólo hay que remontarse un par de generaciones para encontrar el origen de la ciencia ficción tal y como la conocemos. El género se abriría paso a través de las revistas, las primeras en apoyarlo y en ponerle nombre; pues el término “ciencia ficción” se popularizaría tras aparecer en la portada de Amazing Stories, un magacín que editaba Hugo Gernsback en 1926. Hasta entonces, el compendio de relatos de esta temática se venía etiquetando como “narrativa especulativa”, por recoger un tipo de historias que jugaban a vaticinar el futuro, centrándose en el impacto que los avances científicos, sociales o tecnológicos tendrían en la humanidad.



Algunos encuentran atisbos de ciencia ficción en relatos anteriores como los de Julio Verne, Arthur Conan Doyle o Edgar Allan Poe y discuten sobre a quién otorgar el primer puesto, si al Frankenstein de Mary Shelley o a La máquina del tiempo de H.G. Wells. Sin embargo, aunque estas narraciones puedan contener algunos de sus elementos identificables, su concreción y depuración no llegaría hasta el siglo XX.

Entre 1938 y 1960, la ciencia ficción alcanzaría el estatus de género literario, consagrando a grandes nombres: Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Philip K. Dick, Ray Bradbury o Frederik Pohl, entre otros. Generadores de novelas consagradas que mostraban futuros distópicos donde el hombre era –muchas veces− el principal problema del hombre; y si atendemos al cambio climático, a los países en guerra y a las armas de destrucción masiva, vemos que no iban muy desencaminados.




domingo, 16 de octubre de 2016

Deja que un libro te descubra

Me gusta pasear entre libros y recorrer estanterías sin un rumbo definido hasta que llega la señal que me hace detener el paso. Puede ser un color, una imagen o un nombre lo que me invite a acercarme y a tirar de su lomo; un gesto eternamente asociado a la apertura de pasadizos secretos. Y no es que los libros abran portales al uso, sino que más bien, tienen la capacidad de transportarnos a otras realidades. Con ellos podemos vivir experiencias que, seguramente, no lleguemos a experimentar en primera persona pero que, durante la lectura, haremos nuestras. A fin de cuentas, leer no deja de ser un medio para vivir muchas vidas en una sola.

Dos páginas al azar junto a la dedicatoria, se convierten en mi prueba favorita cuando me lanzo a la aventura de dejar que un libro me descubra. Un párrafo al principio, no necesariamente en la primera página y otro a mitad, para no desvelar finales. Las dedicatorias que dan la bienvenida, me dan una pista sobre el autor. A veces son generalistas o utilizan citas de otros, en ocasiones se vuelven asépticas listando nombres sin aparente prioridad; mientras que otras manifiestan una devoción que resulta, como poco, intrigante. Es el caso de uno de mis escritores favoritos, Julian Barnes, quien dedica todas sus novelas a su mujer con un sencillo: “Para Pat”. Descubrir esa constante pone en marcha la imaginación, porque esas dos palabras esconden una historia en sí misma (y el vínculo empieza a formarse, aún con tantos capítulos por delante).



Así, habrá libros que serán una extensión de nosotros mismos y a los que recurriremos para entendernos porque, muchas veces, parecen ser la recomposición ordenada de nuestros pensamientos. Un tipo de terapia asequible y siempre disponible que, desafortunadamente, cae en picado en favor de otras opciones más inmediatas donde reina la pasividad. Haciendo que la confesión pública de no leer haya perdido todo rasgo de vergüenza. Ya no es algo que esconder, a la espera de ponerle remedio, sino que es exhibido con orgullo.

miércoles, 5 de octubre de 2016

Virginia Woolf quiere verte escribir

La escritora Virginia Woolf recibió el encargo, en 1928, de elaborar una serie de conferencias que tratasen la relación de la mujer con la novela. Por aquel entonces, Woolf había publicado ya varias de sus obras más importantes, como Orlando o La señora Dalloway, siendo la candidata perfecta para analizar dicho tema.  Encontrando, a su vez, una oportunidad de oro para servir de ejemplo a las estudiantes que estaban abriéndose paso en la educación superior.



Como todos los inicios, la vida universitaria de las mujeres estaba llena de contradicciones. Empezaban a poder estudiar una carrera, cierto, pero no eran miembros de pleno derecho en las instituciones. Los contados centros que las admitían poseían recursos más que limitados, lo que se reflejaba en todo: desde los alimentos que consumían hasta los libros a su alcance. Si bien podían visitar el campus de las grandes universidades masculinas, seguían necesitando un justificante para poder acceder a la biblioteca. Algo tan sencillo como descansar en el césped, era también una actividad vetada, restringida a profesores y estudiantes destacados. Todos varones, por supuesto.

Un reglamento duro pero acorde con los tiempos, donde convivían a la vez movimientos progresistas y posturas de rechazo. El mismo año que Woolf defendía la igualdad de derechos, Cecil Gray  −estudioso de la música− afirmaba con orgullo: “Una mujer que compone es como un perro que anda sobre sus patas traseras. No lo hace bien pero ya sorprende que pueda hacerlo en absoluto.” Así de grande era el contraste en una sociedad que, a juicio de la escritora, estaba dividida por el miedo: “Cuando los hombres insisten con demasiado énfasis sobre la inferioridad de las mujeres, no es la inferioridad de éstas lo que les preocupa, sino su propia superioridad”. Pensar así proporcionaba una garantía de seguridad, de seguridad en sí mimos. Una cualidad que tiende a ser incierta a lo largo de la vida pero que logra anclarse cuando se da por sentada, asumiéndose como propia por el arbitrario hecho de pertenecer a un género determinado. Asegurarse de que la mitad de la humanidad está por debajo −aunque sea un espejismo−, da tranquilidad y alienta.

Durante todos estos siglos, las mujeres han sido los espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble del natural”, declararía Woolf durante la conferencia. Ésta terminaría convirtiéndose en un libro de título anticipatorio: Una habitación propia. O lo que es lo mismo, la necesidad de autonomía de la mujer a la hora de escribir. Una libertad que, según el discurso de la autora, se ve reflejada en dos cosas:


1) Contar con una habitación privada donde poder trabajar.

2) Y quinientas libras al año con las que subsistir.


A día de hoy pueden resultar peticiones lógicas pero no era tan evidente por aquel entonces. La mayoría de las mujeres que escribían, lo habían hecho en mitad del salón familiar, intercalando el trabajo con otras tareas y al reclamo de cualquiera que se presentase. Así lo hizo Jane Austen quien, además de no contar con un espacio privado en el que poder concentrarse, debía estar pendiente del chirriar de la puerta que anticipaba las visitas y le concedía el tiempo justo para esconder sus manuscritos.

viernes, 5 de agosto de 2016

Por eso todo el mundo debería leer a Virginia Woolf

Mis lecturas  siempre han sido aleatorias, siguiendo la dinámica establecida en casa, donde no faltaban libros pero sí orden o recomendación. No había jerarquía, vamos. Creo que la falta de clásicos en las estanterías tuvo la culpa. Obviados por una mezcla de miedo y tedio, salvo que tuvieran etiquetas tipo "Verne" o "Dumas", pues al haber sido descubiertas de niños, estaban a salvo de prejuicios.

Con esto no quiero parecer partidaria del lector esnob que, en su afán por diferenciarse, termina cayendo de lleno en otro molde igual de definido. Entiendo que cuanto más se lee, más se afina el paladar, pudiendo ser más críticos o, mejor dicho, contando con mejores herramientas de juicio. Pero para mí leer implica, necesariamente, disfrutar. Soy capaz de reconocer el valor de un determinado libro peeero, si se me empieza a hacer cuesta arriba acabarlo, no tengo ningún reparo en despedirme de Proust o Dostoievski, por muy Proust y Dostoievski que sean. A lo mejor dentro de 5 años volvemos a vernos... O a lo mejor nunca. Hay demasiados libros que leer como para emperrarse en acabar el top 100 universal, a toda costa.

No obstante, si son clásicos y han sobrevivido al paso de tiempo, es por algo. Así que está bien tenerlos como referencia y, cuanto menos, darles una oportunidad. Es un buen filtro cuando no se sabe qué leer.

En mi caso, el ir descubriendo autores geniales tan tarde, fue lo que me hizo ponerme las pilas revisando nombres. De ahí mi reto de leer, como mínimo, un libro de todos “los grandes”. Aumentar referencias, no por una cuestión de postureo sino para evitar, en la medida de lo posible, perderme nada.

Entre mis últimos descubrimientos tardíos está Virginia Woolf, cuyo nombre flota en el inconsciente colectivo, pero a la que yo no me había acercado por creerla,  esencialmente, una poetisa. Sí, lo admito, la poesía es mi gran tarea pendiente. Y créanme que me da mucha rabia no saber apreciarla. Siento que estoy ignorando una parte importante de la literatura pero lo intenté con Baudelaire y Sylvia Plath, con fríos resultados. El único que me hace no perder la esperanza es Pessoa. Con el portugués, el sinsentido desaparece y se me remueven un poquito las entrañas, por lo que puede ser que no todo esté perdido.


lunes, 1 de agosto de 2016

LAS HERMANAS BRONTË


El mundo de la literatura está lleno de conexiones, aparentemente casuales, que han terminado por desembocar en historias que parecían predestinadas a ocurrir. Como las que traería las tardes de encierro de un grupo de aristócratas en Villa Diodati, la mansión de campo de Lord Byron. El anfitrión propuso un reto a sus huéspedes, como pasatiempo frente al mal tiempo: escribir relatos de terror, tan en sintonía con el lúgubre clima de truenos y relámpagos que les había obligado a recluirse. De esta eventualidad nació el Vampiro, de mano de Polidori y el monstruo de Frankenstein, de Mary Shelley. Como si el azar hubiese seguido un orden secreto con la intención de propiciar la creación aquellos mitos.

La misma sincronía se produjo con las hermanas Brontë quienes, en 1847, alumbraron tres obras maestras de la literatura: Jane Eyre, Cumbres Borrascosas y Agnes Grey. Cada hermana creó un universo propio en aquellas páginas, inspiradas en algunos hechos biográficos que no tuvieron más remedio que aderezar y amplificar debido a sus escasas experiencias. Llevándose por tierra la idea de que, para ser un gran escritor, hay que vivir vidas épicas como las de Ernest Hemingway o Jack London. Sin apenas salir de su pueblo natal, las hermanas fueron capaces de componer narraciones extraordinarias acerca de las experiencias humanas más intensas. Llegando incluso a concederles, el final feliz que no pudieron disfrutar en carne propia.

Es llamativo observar como novelas que reflejan pasiones atemporales, son fruto de la imaginación de mujeres que no tuvieron la oportunidad de vivir tales romances en primera persona. Un regusto amargo y una sensación de injusticia recorren el cuerpo al recordar como Jane Austen o Emily Brontë tuvieron que relegar sus amores al terreno de la fantasía. Tanta sensibilidad canalizada en la escritura, no fue capaz de encontrar un atisbo terrenal sobre el que asentarse. De ver recompensada la transmisión de ensoñaciones que, aún hoy, se perpetúa entre sus lectores. Una maestría cimentada en fuero interno, que no llegó a materializarse en la experiencia; lo que, enseguida, inunda a sus lectores de porqués  incrédulos.

jueves, 16 de junio de 2016

la última pregunta

Mi careto mañanero y mi camisón, tienen el honor presentarles:


asimov, la ultima pregunta



La última pregunta de Isaac Asimov



Este libro lo leí hace unos meses tras encontrarlo por 1€ en el rastro. Pensé que era la gran ganga (y lo fue) pero de todos los relatos cortos que contiene, únicamente salvo uno (con mis perdones al señor Bradbury). ¡Pero que uno! Pasa el tiempo y sigo dándole vueltas. Tiene algo hipnótico y no sé qué es. Así que lo comparto por aquí, con la esperanza de sectarizar a alguien. 


martes, 16 de febrero de 2016

libros vs etéreas chicas de instagram


A veces ocurre que una no sabe qué leer, así que me propuse catar al menos un título de cada autor famoso y de reverencia para poder tener un referente de los mismos (aunque ya sé que se queda corto) y, con suerte, descubrir un escritor maravilloso al que incluir en mi altar de adoración. También me gusta escoger libros al azar en librerías (las pocas que quedan ya), guiarme por impulsos tontos que, más de una vez me han supuesto ganar la lotería (ay, si las elecciones en la vida fueran tan eficaces como una portada llamativa), con el subidón que da sentir que tienes un superpoder o que lo divino consiste en acercarte a ese libro que necesitas, el que incluso, puede salvarte. Porque si no eres demasiado expansivo y pecas de rarito, en ocasiones puedes sentir que nadie piensa como tú o que nadie, pese a la mayor de las argumentaciones previas, logra entenderte. Ir de especial y único es una pose muy adolescente que se ha alargado a la treintena preocupantemente, pero es eso, puro paripé. El aislamiento y la incomprensión son dañinos. Además, hay un amplio recorrido entre el borreguísimo y la excentricidad constante, a todos nos gusta formar parte de algo o de alguien, especialmente los que no paran de evidenciar lo únicos que son, porque son precisamente ésos los que parecen sacados de un molde, plof, réplica de  patrones que buscan ser etéreos e inalcanzables pero que, curiosamente, utilizan clónicos medios y formas. Como las chicas volátiles de instagram, cuyas fotos componen collages de piñas, libros y tacitas de té con filtros blancos o azules; piñas que se pudren en el frutero, libros que no se leen y tés anticelulíticos que las convenzan de que así pueden pasar los días postradas en cama deslizando el dedo por su teléfono móvil, porque están por encima del bien y del mal, y de los problemas circulatorios.

En este mundo donde parece premiarse las alicaídas poses que llevan por título una canción de Bon Iver, una puede llegar a sentirse muy sola. Por desgracia y gracias a la globalización que permite internet, el espejo actual donde mirarse es el mundo, y resulta que no hay lugar occidentalizado que no tire del mismo modelo superficial pero enmascarado de trascendencia. Creo que esto último es lo que más me molesta, ese aura de cultura y reflexión que no va más allá de decidir el color de uñas que mejor resalte sobre la mesa Lack del Ikea. Incluso los que todavía escriben, aunque sea prosa en incoherente formato de verso, no tienen nada que decir. Esto sería normal o inocuo si no arrastraran una horda de súbditos que alaban su introspección mientras yo me tiro de los pelos por no entender nada. No es porque me crea mejor ni ejemplo de nada, todo lo contrario, soy muy crítica conmigo misma y no creo que este blog, por ejemplo, merezca una atención masiva o reconocimiento alguno. Es mi pequeña área de desahogo sin mayores pretensiones. Eso sí, desde mi papel de espectadora, sé apreciar la calidad y el trabajo, aunque también disfruto de lo puramente estético e incluso de lo burdo, sin más afán que apagar nuestro cerebro durante veinte minutos, pero sabiendo diferenciar el reality barato de lo que no lo es.

ikea books libros booklover
Hay gente que hace los mismo pero con zapatos; zapatos sudados y usados. ¿Quién está más loco, eh?, ¿quién?

Está claro que todo tiene su público, la interconexión creciente lo potencia, así que no puedo evitar sentirme descorazonada cuando apenas encuentro defensa y apoyo de aquello en lo que creo y valoro. Existen, pero su número es tan anecdótico con respecto al culto que tiene el resto, que sentirme triste es la consecuencia más lógica. Porque refugiarse en escritores ayuda pero basta alzar la vista de sus libros para darte cuenta de que algo falla.

Por eso no pirateo libros. Es como un alegato personal que me hace sentir que contribuyo, de una forma pequeñita, a conservar algo que es importante. Hago mal muchas otras cosas pero en esto me he mantenido firme. No quiero devaluarlos ni acostumbrarme al mínimo esfuerzo. Además, me gusta el formato papel, tocarlos, asociarlos a momentos y lugares con todo su peso, reservando espacio en el bolso o la maleta. No me importa subrayarlos o que se manchen, siento que así se hacen más míos.  Y sí, sé que no es nada funcional en mudanzas y que ocupan espacio, pero ya cargamos con un montón de cosas mucho más inútiles y que nos aportan menos. Así que, bah, me voy a permitir ser condescendiente con esta manía, al menos durante un tiempo podré justificarla a modo de prescripción médica necesaria para mi salud mental. 

Si llegas a esto, igual ganas al de los zapatos, sip.

martes, 3 de marzo de 2015

señor barnes, le quiero

Hay días en los que me gustaría ser lo suficientemente rica como para poder comprarme todos los libros de Julian Barnes de golpe. Luego lo pienso un poco mejor y me consuelo con la idea de que la dosificación por economía alargará la experiencia dado que, irremediablemente, llegará un momento en el que dejará de escribir, no por falta de inspiración sino porque se morirá (doy por hecho que voy a sobrevivirlo por pura estadística), ¿y a quién leeré entonces? No, reformulo: ¿a quién leeré entonces con tantas ganas? Podría pensar que lo que me ocurre con Barnes ya me pasó con otros en el pasado y he ido obteniendo sustitutos (oh infiel) de mejora exponencial, por lo que podría dejar abierta la puerta a la esperanza peeeero, voy a cumplir treinta años.

Cumplir treinta está bien, más cuando la mayoría te echa veinticinco y mejor cuando la única alternativa es estar muerto. No obstante, hacerse mayor parece llevar adherido un menor número de oportunidades para todo, incluida la capacidad de fascinarse fanáticamente con escritores. Como si repetir la experiencia la desgastase o, para que no suene tan mal, se refinase, haciéndonos más selectivos y menos impresionables. La parte positiva es que se llega a algo de mayor calidad pero con su reverso insatisfactorio por el que, de tanto filtro, hay menos lugar para la excelencia.

Supongo que ansiar un estado más primigenio es como envidiar la felicidad de los tontos, que siempre me ha parecido de poca admiración porque si hay algo que me agobia en esta vida es el estarme perdiendo cosas por no tener la capacidad de admirarlas, entenderlas o, directamente, por desconocer su existencia. Así que conformarse con menos no es opción pero, ¿no habrá algún tipo de reseteo vital? Aunque sea cíclico...

Pensando en Barnes, con el amor pasa. Lo que su capacidad regenerante viene envuelta en química y favorecida por nuestra incapacidad  (y menos mal) de viajar en el tiempo para contrastar hechos-sentimientos. Un libro da muchas satisfacciones pero no es equiparable. 

Por lo que igual sí que pasa pero sólo con lo (más) importante.


julian barnes love cat le quiero gatos escritor