lunes, 11 de diciembre de 2017

Hiper (des)conectados


La sala de espera del médico, la cola del supermercado, el interior del transporte público… en cualquiera de estos escenarios se reproduce el mismo patrón: cabezas bajas y ojos fijos en la pantalla. La luz blanca de nuestros dispositivos nos hipnotiza y con ellos, las esperas ya no lo son tanto. Esquivar el tedio no parece algo reprochable, sin embargo, el automatismo de consultar la pantalla a cada segundo de silencio está empezando a limitar nuestra capacidad de introspección. Leer un artículo en el móvil pueda hacernos reflexionar pero, ¿por cuánto tiempo? Normalmente pasamos de un estímulo a otro: consultamos una noticia, vemos las últimas fotos de Instagram y mantenemos tres chats abiertos con sus demandantes ventanas emergentes. Demasiados elementos para retenerlos y, mucho menos, para analizarlos como corresponde.

“Los tiempos muertos son importantes para no limitarnos simplemente a reaccionar ante lo que otros están publicando o haciendo en la red”, explica José Luis Orihuela, escritor y profesor en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra. Este “reaccionar” produce un efecto de falsa reflexión porque es superficial, episódico. El conocimiento está demasiado disperso como para anclarse, los datos llegan fragmentados y rápidamente son reemplazados por otros nuevos. En un mundo sobresaturado de información, donde nada es capaz de mantener nuestra atención el suficiente tiempo, parece irremediable caer en lo insustancial. “La cultura líquida moderna ya no es una cultura de aprendizaje, es, sobre todo, una cultura del desapego, de la discontinuidad y del olvido” concluye el sociólogo Zygmunt Bauman.


El miedo a perderse algo

Nuestra nueva realidad, más que nunca, está llena de opciones y cuenta con la exigencia añadida de que será evaluada por nuestro ciberentorno. Cientos de ojos dispuestos a validar o rechazar nuestra acciones, a cualquier hora y en cualquier lugar. Las redes sociales inducen a la comparación y, en consecuencia, a la promoción: demostrar felicidad, éxito y ociosidad para estar a la altura del resto. Documentarlo −y compartirlo−, en lugar de vivirlo. Es puro ilusionismo, y aunque lo sabemos, la sobreexposición puede terminar por afectarnos. Como dijo Montesquieu: “Si nos bastase con ser felices, la cosa sería facilísima; pero nosotros queremos ser más felices que el resto, y esto es siempre difícil, porque creemos que los demás son bastante más felices de lo que son en realidad”.

Recibir una recompensa a modo de “me gusta”, no es suficiente, pues su efecto desaparece a la misma velocidad que crecen las actualizaciones del resto. Pero seguirse fijando en ellas es inevitable. Somos curiosos y resulta difícil no tentarse cuando la posibilidad está a sólo dos golpes de botón. Mirar el móvil se ha convertido para muchos en el primer gesto nada más levantarse y en el último antes de irse a dormir. Según el Informe Ditrendia de 2016, un 85% de los españoles utiliza el móvil a diario (el 55% lo deja en la mesilla de noche) y las aplicaciones más utilizada son WhatsApp y Facebook, justamente aquellas que permiten conectarnos.

De esta hiperconectividad surge el efecto FoMo (del inglés, Fear of Missing out; traducido como: miedo a perderse algo), un tipo de ansiedad social definida por el psicólogo Andrew Przybylski como la preocupación compulsiva de perder oportunidades, ya sea una interacción social, una experiencia nueva, una inversión rentable o cualquier otro acontecimiento satisfactorio. Temor que está ligado al deseo de estar siempre conectado y conocer lo que los demás están haciendo.


El término FoMo se volvió relevante a raíz de un artículo publicado en Harvard donde Patrick McGinnis señalaba la incapacidad de sus amigos −y la suya propia− de comprometerse con nada, ya fuera algo tan sencillo como reservar un restaurante. Parecía como si después de los atentados del 11 de septiembre, el temor a otra posible catástrofe les hiciese querer vivir la vida al máximo. Como resultado, comenzaron a revisar todas las opciones posibles cada vez que tenían que elegir algo, hasta el punto de quedar paralizados por la indecisión.

Según Bauman: “Estamos acostumbrados a un tiempo veloz, seguros de que las cosas no van a durar mucho, de que van a aparecer nuevas oportunidades que van a devaluar las existentes”. Por eso las personas imbuidas por el FoMo consumen todo tipo de experiencias y relaciones de manera superficial y agónica, con el recordatorio perpetuo de que hay algo o alguien mejor esperándoles. Sin darse cuenta de que el siguiente cambio no tiene por qué ser a mejor, sólo diferente. Compartiendo, si acaso, la ausencia de significado por pasar de puntillas y sin mojarse.  “A veces”, declaró Przybylski, “es bueno aislarse del mundo de las posibilidades”.

jueves, 30 de noviembre de 2017

Felicidad reflexiva con momentos de asqueo


Dicen que las personas somos capaces de superar la mayor de las tragedias pasados unos meses. Se llama resiliencia, e internet está lleno de listas que enumeran los mejores hábitos para conseguirla. Porque, hoy en día, todo se puede reducir a una lista; lo que lanza un sigiloso y perjudicial mensaje de autoculpa. Al final y al cabo: si estás mal, es porque quieres (vago incapaz de seguir una lista). Porque tú y sólo tú eres dueño de tu felicidad. Entorno y circunstancias no tienen nada que ver. ¡Tú eres un ser impermeable a los acontecimientos! ¡Las opiniones ajenas no pueden dañarte! ¡La influencia externa es de débiles!... Toda una serie de consignas que te convertirán (por mucho marketing de Mr Wonderful que haya) en el perfecto psicópata.  

El positivismo cuqui de tendencia neoliberal me tiene harta. No vivimos en burbujas, no tenemos las mismas oportunidades y, gracias a dios, registramos un número importante de sentimientos negativos. Hay que poder sentirse mal para percibir luego la diferencia. El desánimo no es malo por definición. Permitámonos reflejar tristeza, decepción o impotencia de vez en cuando. El escaparate de subidón yonki que representan las redes sociales está haciendo mucho daño. Nunca fue tan fácil compararse con espejismos...



En mi caso, han pasado 9 meses desde que cambió todo. Yo sigo siendo yo, pero es como si todos mis estados anímicos partieran de una base inferior y me costase mucho más remontarlos. Y no, no puedo culpar a mi resiliencia (o como quieras llamarlo). Si no me siento bien, no es sólo porque la muerte de Ronda haya dejado un vacío en mi vida. El duelo está ahí pero no he dejado de ser una persona funcional que se obliga a cumplir objetivos. Claro que hay días en los que siento que no vale la pena, pero al siguiente me levanto y me fuerzo a la normalidad. Y trato de influir en mis circunstancias, porque sé que no me va a caer nada del cielo; pero intentarlo, no asegura el éxito de nada. Hay un millón de variantes de las que no somos responsables; porque la vida no funciona a base de sonrisas impostadas y mantras buenrollistas. Es algo mucho más complejo e injusto. Y no, no hay equilibrio ni equidad. Lo cual no significa que no puedas hacer tu parte y aportar un poco de gentileza, pero no por ello el mundo seguirá moviéndose con las mismas reglas viciadas. Asumir la mierda imperante no incapacita para reconocer los momentos buenos o las personas valiosas, pero estoy cansada de las apariencias binarias donde: o bien eres una persona ultra feliz, o un cínico amargado. ¿Qué tal un poco de ambas? Una felicidad reflexiva con sus momentos de asqueo. A lo mejor yo soy un poco ciclotímica pero los absolutos me han olido siempre a cuento.

miércoles, 4 de octubre de 2017

El casting infinito


Quiero reconciliarme con 2017, de verdad que sí, pero insiste en ser agotadoramente desquiciante. No para de entreabrirme puertas para luego pillarme los dedos con sadismo desmembrante. ¡Ya está bien de falsas esperanzas! Todas esas luces al final del túnel se apagan con la corriente porque, al parecer, no hay salida. Persigo falsas pistas y me pierdo cada vez más adentro. ¡Te odio, 2017!

No es fatalismo. Son hechos, uno tras otro, que se salen de la estadística de la probabilidad y caen en el conjuro. Aunque siendo sincera, tampoco creo en el mal de ojo, así que no tengo a quién culpar. Sé que no hay un plan y es una lástima. En estos casos, la fe y la superstición llevan a la gente a creer que hay una lógica y, en consecuencia, una solución; o por lo menos, un ritual que llevar a cabo para apaciguar la mente. Yo no tengo esos recursos. Reconozco mi importancia infinitesimal en el universo y ya, mi mala racha ni se percibe. Así que no puedo encender una vela, hacer promesas con implicación sádica o simplemente conversar mentalmente con esperanza de recepción. Podría, pero la eficacia de estos actos depende de la credibilidad que tú mismo le asignes…

No es que esté esperando grandes cosas (no hay euromillones de por medio), son, simplemente, básicos de la vida y que para más colmo se me presentan a modo de retrato robot. Sé que encajo ahí, sé que tengo posibilidades; pero todo queda en un dos más dos que no termina de dar cuatro. Y esa es la injusticia. Es como: si cuando se me presenta la oportunidad más real de todas y doy todos los pasos correctos hacia ella, y ni aun así sale. ¿Para qué seguirlo intentando? Todo lo demás son apuestas de riesgo, con mil variables incontrolables y una incertidumbre que abruma.

El otro día hice la prueba del oráculo de las canciones, porque entre toda mi racionalidad me permito ese paréntesis, y sonó don't look back in anger, adecuada de todos los modos, tanto en mensaje subliminal como directo. Al final resultó ser que aún no hay decisión definitiva, lo cual es lo menos malo dentro de lo peor, pero sigue siendo una tortura exasperante. Cada día vivo doscientos estados anímicos: paso de la ilusión al querer quemar cosas. El viernes hará un mes que espero perono sé si mi salud mental se mantendrá hasta entonces…


lunes, 25 de septiembre de 2017

Creencias convertidas en verdad: la paradoja de la tolerancia


¿Recuerdan aquello de “es mejor callar y parecer estúpido, que hablar y disipar toda duda”? Ni siquiera necesitan conocer la fuente original (Mark Twain), basta con haber visto Los Simpsons para reconocerla. La frase tiene sus variantes en el refranero popular, esas pequeñas píldoras de sabiduría que se traspasaban de padres a hijos; eran tiempos donde pocos sabían leer o escribir, pero entendían el concepto y la importancia de llevarlo a cabo. Ahora, con menores tasas de analfabetismo, la premisa parece tener una reacción más afín a la de Homer Simpson: “Debo decir algo o pensarán que soy idiota”. Un automatismo que se ha revestido de derecho, amparándose en una confundida libertad de expresión.  

Esta conducta solía verse frenada por los más cercanos pero hoy en día, al ocurrir con una pantalla de por medio, el entornar masivo de ojos no surte el mismo efecto. Por el contrario, “el ideólogo” se puede encontrar jaleado por un séquito que representa fielmente aquello de “los que más hablan son los que menos tienen que decir”. Porque internet, y especialmente las redes sociales, se han convertido en una ventana excepcional, un escaparate donde verter lo primero que se nos pase por la cabeza y encontrar, en la inmensidad de la red y gracias al hashtag adecuado, un gemelo de pensamiento que nos aliente.

Por eso, en pleno siglo XXI, hay un grupo cada vez mayor de personas que cree, y afirma, que la tierra no es redonda. Poco importa el historial de pruebas científicas, ni mucho menos, el material gráfico existente; que la NASA envíe fotos y vídeos no significa nada, ¡podría ser todo un montaje! Es una parte más de las teorías de conspiración que se remontan al alunizaje de 1969, considerado el rey de los fraudes. “Hasta que no lo vea con mis propios ojos, no lo creeré”, es el argumento más repetido. De manera que la información debe convertirse en experiencia para ser válida. Un sistema que es toda una contradicción en sí mismo.

Para dudar de la esfera terrestre, aplican el mismo juego de la experiencia: miro al horizonte y veo una línea recta, por tanto, al final de eso debe existir un precipicio donde habita el Kraken. Bueno, lo de los monstruos medievales ha desaparecido de la historia, intercambiándose ahora por una barrera de hielo que evita el desbordamiento de los océanos. Al menos así lo defiende la Flat Earth Society, un grupo de convencidos “terraplanistas” que afirma, sin titubeos, que lo mejor es “confiar en los propios sentidos para discernir la verdadera naturaleza del mundo que nos rodea”. Por lo que: si el mundo parece plano, tendrá que serlo.

El movimiento incluye gráficos y referencias históricas con los que convencer a los más ingenuos, como una serie de animaciones de nuestro planeta convertido en disco y sobre él, una cúpula que incluye la atmósfera, el sol, la luna y las estrellas. Y así, a fuerza de implicar el escepticismo de Descartes y citar algunos experimentos (ya refutados), ganan adeptos. Cuando sería suficiente con poner en práctica la duda cartesiana a la que nos invitan para descubrir las mentiras que los sustentan. Una rápida consulta en la red desmorona sus principales credenciales científicos, como el experimento de los niveles de Bedford. Los terraplanistas se amparan en las observaciones que Samuel Birley Rowbotham realizó en 1838 y que, efectivamente, concluían que la Tierra no era redonda. Sin embargo, no incluyen que unos treinta años más tarde, en 1870, el experimento se ajustó para evitar los efectos de la refracción atmosférica. De esta manera, Alfred Russel Wallace encontró una curvatura que demostraba la forma esférica del planeta.

Los terraplanistas presumen de dudar de todo excepto de sus propias fuentes terraplanistas. Cuestionan el consenso científico en favor de teorías de complot donde son ellos contra el mundo y no hay eclipse (para el cual tienen una explicación alternativa, por supuesto) que les haga cambiar de idea. Como dijo Neil deGrasse Tyson en Comedy Central: «Todo esto es un síntoma de un problema mayor. Hay un creciente esfuerzo anti intelectual en este país que tal vez sea el principio del fin de nuestra democracia informada. Por supuesto, en una sociedad libre puedes y deberías pensar lo que quieras. Si deseas pensar que la Tierra es plana, adelante; pero si piensas que el mundo es plano y tienes influencia sobre otros (…), entonces, estar equivocado se convierte en dañino para la salud, la economía y la seguridad de nuestros ciudadanos. Descubrir y explorar nos ha sacado de las cavernas y cada generación se ha beneficiado de lo que las generaciones previas han aprendido. Isaac Newton dijo: “Si he visto más lejos que otros, es por estar subido a hombros de gigantes”. Por eso, cuando estás sobre los hombros de aquellos que han estado antes que tú, deberías ver lo suficientemente lejos como para darte cuenta de que la Tierra no es jodidamente plana».



lunes, 11 de septiembre de 2017

Broad city


Jacobson y Glazer tenían claro su objetivo: estaban dispuestas a trasgredir, y tuvieron la suerte de tener la tecnología de su lado. Internet, una vez más, hizo las veces de salvoconducto para aquellos que no parecen, ni quieren, encajar en lo establecido. La red, en su espíritu democrático, dio vía libre a sus ideas y les sirvió de lanzadera. En Youtube encontraron el espacio ideal para compartir una serie web donde experimentarían con vídeos cortos −no más de tres minutos de duración− que serían un primer esbozo, más casero y destartalado, de su posterior éxito, Broad City.

A los vídeos les faltaba pulido, pero tenían potencial. Al menos eso fue lo que pensó Amy Poehler, actriz y antiguo miembro del Saturday Night Live, quien empezó a ejercer como mentora para las chicas. Su apoyo incondicional la llevaría a producir la serie tras conseguir un contrato con Comedy Central. La cadena firmaría por una primera temporada en 2014 y a cambio obtuvo un producto totalmente fresco, irreverente y ante todo, personal. No había nada igual: una serie creada y protagonizada por mujeres que huía de cualquier estereotipo. De hecho, cuando se les pregunta sobre esto, ambas niegan que el hecho de ser mujeres sea una parte especialmente importante de su proceso creativo. “Los personajes definitivamente tienen vaginas, pero no pensamos en eso cuando escribimos”, explica Glazer.




Sin etiquetas, simplemente humor

Broad City es un salto sin red, una escandalosa y surrealista radiografía de la vida en Nueva York pero con una vuelta más de ingenio. De hecho, su punto de partida no es nuevo: dos amigas abriéndose paso en la gran ciudad. El tema puede resultar manido, pero la óptica de sus creadoras es tan original que no se encuentran paralelismos en otras series, y menos, con protagonistas femeninas.


Aunque para ellas no se trata de una cuestión de género. Hacen humor sin distinciones: puede ser absurdo, inteligente o una completa payasada pero no piensan en atraer un público determinado, más allá de la risa. Si hay algo estrictamente femenino en sus historias, aparece por el simple hecho de ser tabú, como la vergüenza que acompaña a la menstruación o la negación de la masturbación. Y aprovechan estas circunstancias para arrebatarles cualquier mística u obscurantismo, encontrando siempre un revés cómico inesperado



Broad City aporta una versión alternativa de otras historias que retratan la vida neoyorkina. No es el Manhattan de Seinfeld o el Brooklyn de Girls, ni mucho menos, la realidad paralela del Upper East Side de Gossip Girl. Abbi e Ilana no representan nada de esto. Ellas van en metro, hacen números para comer en un restaurante y pasan gran parte de su tiempo en parques públicos sólo para descansar un momento de sus compañeros de piso. Sus vidas, pese al surrealismo que caracteriza muchas de las escenas, tienen uno de los telones de fondo más realistas de la televisión. Porque aquí la imaginación tiene otro propósito.


Tanto Glazer como Jacobson interpretan una versión exagerada de ellas mismas donde prima la cotidianidad llevada al absurdo. Sus personajes se permiten hacer de todo, no hay cautela ni moraleja, porque lo importante es conseguir la carcajada. Así nos encontramos con Abbi, una ilustradora que sobrevive trabajando como personal de limpieza en un gimnasio. Fantasea con la idea de ser monitora de spinning, una ensoñación de la que suele despertar, sobresaltada, al caerle encima la toalla usada de algún cliente. Se siente atraída por su vecino pero no es capaz de superar las frases de rigor que ofrecen los encuentros en el ascensor. Por su parte, Ilana hace el vago sin remordimientos en una empresa que lanza ofertas por internet, Deals Deals Deals; al tiempo que mantiene relación abierta y consume marihuana como deporte.  La despreocupación de una choca con la sensatez de la otra, una combinación que no les impide ser las mejores amigas, de un modo genuino y falto de toda la toxicidad que otras ficciones representan. Y aunque sus personajes fracasen, se respira un permanente aire de optimismo, como una invitación a poner en pausa las preocupaciones existenciales.

domingo, 3 de septiembre de 2017

Okja: una fábula contra el capitalismo de la carne


Okja tiene una gran ventaja de su parte: es ficción, y como fábula que es, nos acercamos a ella con la guardia baja. Pocos esperarían que una película palomitera les cambiase, pero este cuento nos enfrenta a una parte muy real de nuestro día a día y que solemos omitir, aplicándonos aquel “ojos que no ven, corazón que no siente”. Pues Okja les hará sentir, o cuanto menos, cuestionarse su estilo de vida.

Si el mensaje de la película produce tanto impacto es porque Okja no aparece como el producto final al que estamos acostumbrados −una bandeja de carne envasada al vacío−, sino que lo hace como nuestra mascota. El director, Bong Joon-Ho, retrata el vínculo entre Okja, un cerdo transgénico, y Mija, la niña protagonista: una amistad sin devaluaciones que se desarrolla en los bosques de Corea del Sur. El afecto es mutuo y palpable, igual que el que cualquiera con un perro o un gato en casa corroboraría. Una compañía que no necesita de palabras para confortarnos y que, como en el caso de Okja, muestra inteligencia y empatía. Es, al identificarnos con esta conexión, cuando sucede la magia y el mensaje nos llega de pleno: tenemos que terminar  con esta injusticia. Pudiendo llegar a ser más efectivo que artículos o documentales animalistas, ya que el público no está sesgado de antemano.

Tampoco es que Bong Joon-Ho pretenda convertir a la audiencia al veganismo, pero sí espera hacerla consciente de la terrible realidad de esta industria. Es ‘el efecto Okja’ y está en boca de todos.


Una aventura épica


La trama principal de Okja narra la historia de amor entre una niña y su mascota. Mija (An Seo Hyun) demostrará una lealtad inquebrantable y no perderá de vista su objetivo ni por un momento: recuperar a Okja. Ésta ha sido su compañera de juegos en los remotos bosques de Corea y, junto a su abuelo, conforma su pequeña familia. El animal se asemeja a un cerdo pero supera el tamaño de un hipopótamo. Se trata de una especie transgénica, un experimento creado por la Corporación Mirando y etiquetado como supercerdo. Su creación forma parte de una estrategia de marketing que aspira a lavar la imagen de Mirando, reapareciendo como una compañía ecológica cuyo fin es acabar con el hambre del mundo. Para ello han organizado un concurso a nivel mundial donde distintos granjeros competirán por criar al mejor supercerdo. El abuelo de Mija es uno de los candidatos.


Okja vive ajena al plan y se desarrolla como un apacible gigante que demuestra tener una gran sensibilidad e inteligencia, pero esto carece de importancia para la directora y gestora del proyecto, Lucy Mirando (Tilda Swinton). Para ella, los supercerdos son el milagro que “el mundo ha estado esperando”, diseñados para “consumir menos piensos y producir menos excrementos”, pero sobre todo, “para saber a gloria”. Producirlos en cadena será el siguiente paso, tras celebrar el peculiar concurso de belleza porcina que tendrá lugar en Nueva York, presentado por un decadente zoólogo televisivo, el Doctor Johnny Wilcox (Jake Gyllenhaal). Pero Mija no se rendirá tan fácilmente y seguirá a su amiga hasta Estados Unidos, ayudada por el Frente de Liberación Animal, un grupo de ecologistas liderados por Jay (Paul Dano).

La película combina varios géneros sin resultar caótica, alternando humor, horror y ternura, a un ritmo que consume velozmente sus dos horas de duración. Los paisajes de Corea parecen hacer un guiño a las escenas más icónicas del Studio Ghibli, donde Okja aparece como una suerte de Totoro gigantesco que concentra la misma dosis de monumentalidad y encanto. Diseñada por Hee Chul Jang, se integra con absoluto realismo gracias a los efectos visuales de Erik-Jan de Boer, ganador de un Oscar por su trabajo en La Vida de Pi. El director de fotografía, Darius Khondji, cierra el equipo, deslizándose magistralmente desde la belleza de las montañas, con sus paisajes panorámicos, a la oscuridad y crudeza industrial de la última parte.


domingo, 30 de julio de 2017

Olive Oatman: la misteriosa mujer del tatuaje azul en la barbilla


Al pensar en los pioneros nos viene a la mente la imagen de aquellos hombres y mujeres dispuestos a cruzar el océano con la esperanza de fundar un mundo nuevo. El problema era que aquel “nuevo mundo” ya existía y había estado habitado durante generaciones por los nativos del lugar: Cherokees, Apaches, Quapaws, Siouxs... infinidad de tribus que aprendieron a adaptarse a la salvaje Norteamérica. De hecho, si muchos de estos colonos sobrevivieron fue gracias a las enseñanzas de los indios; un gesto que obtuvo una contrapartida menos generosa (enfermedades, exilio…) y que redujo drásticamente su población.  

La colonización del siglo XIX difícilmente podrá deshacerse de su oscuro legado, pero centrándonos en el punto de vista de los recién llegados, resulta tentador imaginar las sensaciones de aquellos pioneros. El sobrecogimiento de atravesar las llanuras de Nebraska o la impresión de divisar las Montañas Rocosas. El continente norteamericano era inmenso y lleno de contrastes, pero sobre todo, no se parecía a nada de lo que habían visto antes. El impacto de aquellos paisajes tuvo, sin ninguna duda, que emocionarles; aunque no por ello el más ordinario de los días estuviera exento de dureza.

En 1850 comenzaría la travesía de la familia Oatman, a la que no movía el afán de aventura, sino los designios divinos de su pastor, James C. Brewster. Éste, tras varias disputas, se desvinculó de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y se dispuso a liderar su propia fe. Brewster creía que el lugar sagrado para los mormones no se encontraba en Utah, sino en California, y convencido de ello, condujo a sus seguidores a través del desierto. Al llegar a Santa Fe, casi un año después, la caravana volvió a dividirse. Algunos decidieron asentarse allí, otros continuaron hacia el norte, y los Oatman decidieron alcanzar la desembocadura del Colorado en solitario.


A la familia se le advirtió que aquel tramo era estéril y peligroso, pero como suele decirse en estos casos: la fe mueve montañas (y camufla bastante bien los impulsos suicidas). Aquella elección pronosticaba la tragedia, pero Royse Oatman decidió continuar el camino junto a su mujer y sus siete hijos. Para evitar las altas temperaturas, los Oatman viajaban de noche, pero eso no impidió que los bueyes fueran cayendo, a la par que las provisiones, cada día más escasas.  Aquel era un páramo seco y sin vegetación, donde ondeaba el aire y la cordura se desvanecía. La situación comenzaba a ser desesperada cuando un grupo de nativos alcanzó el carruaje. Los indios querían comida y tabaco pero la familia no podía prescindir de nada. Sorpresivamente, la negociación derivó en ataque y los yavapais apalearon a los pioneros hasta la muerte. A todos salvo a dos: las hermanas Olive y Mary Ann, de 13 y 8 años, respectivamente.

Lorenzo, el hermano mayor, fue dado por muerto pero milagrosamente sobrevivió a los golpes. Las niñas, en cambio, se creían completamente solas: sin familia, ni testigos de la masacre. Sus opciones parecían pocas y ahora, además, eran prisioneras de los yavapais. Con ellos recorrieron el desierto durante días, quedando muy debilitadas a causa de la deshidratación y los golpes. El maltrato sufrido durante el trayecto las convencería de su nueva realidad: eran esclavas de los indios.


La aparición de los Mohave

Las hermanas pasarían un año en cautividad, tratando de sobrevivir a las extremas condiciones del desierto de Arizona. Los yavapais se alimentaban de carne de venado, ardillas o serpiente hervida, pero ellas debían conformarse con los brotes de yuca, raíces o tunas que encontraban. Cualquier queja era rápidamente reprendida, Olive explicaría como “se deleitaban dándonos latigazos injustificados más allá de nuestras fuerzas”.

Afortunadamente, la suerte de las niñas cambiaría cuando una tribu vecina, los mohave, apareció para hacer negocios con ellos. A los recién llegados les llamó la atención la presencia de las dos niñas blancas y movidos por la compasión, pactaron un intercambio. Un par de caballos y mantas sirvieron para trasladar a las hermanas a su nuevo destino.


Los mohave vivían en un valle donde los bosques de álamo y los pequeños campos de trigo contrastaban con las tierras baldías de los yavapais. Olive y Mary Ann pasaron a formar parte de la familia de Espanesay y Aespaneo, un matrimonio que las crió como a sus propias hijas. Para demostrar su unión con la comunidad, se les tatuó en la barbilla, brazos y piernas, unos dibujos a base de gruesas líneas azules. Con este diseño tradicional, los mohave aseguraban el reencuentro de sus miembros en el más allá, y suponía una prueba de su compromiso con las niñas. De hecho, el término que éstos utilizaban para describirlas era “ahwe” que significa “extraño” y  no “esclavo” o “cautivo”.

Mujer Mohave con los tatuajes tradicionales
Aparentemente, las hermanas Oatman se integraron totalmente en la comunidad hasta el punto de que, en  febrero de 1854, no dijeron nada cuando aparecieron más de cien hombres blancos. Eran topógrafos que estudiaban el terreno buscando trazar una ruta para el ferrocarril desde el río Misisipi hasta el Pacífico. El equipo pasó una semana con los mohave, que fueron descritos como amistosos y serviciales, siempre dispuestos a echar una mano.  Puede ser que las niñas, al creer que no les quedaban parientes vivos, hubiesen abandonado por completo la idea de escapar. Pero el afecto con el que Olive siempre relató a su familia mohave pone en duda esta teoría. 

Las chicas continuaron llevando una vida pacífica entre los nativos hasta que una hambruna terminó con la vida de Mary Ann. Su muerte −junto a la de muchos otros miembros de la tribu− fue consecuencia de una inundación que destrozó las cosechas. Olive trató de conseguir comida para su hermana, incluso fue con varios de los mohaves a buscar alimento a las montañas pero Mary Ann, que nunca se había recuperado totalmente de sus marchas forzadas a través del desierto, falleció a su regreso. La comunidad se dispuso a preparar la ceremonia de cremación cuando Olive los detuvo. Quemar a los muertos suponía una atrocidad según sus creencias mormonas, por eso pidió enterrarla y aunque esta idea contradecía las costumbres del poblado, la dejaron hacerlo. Olive eligió para ello una zona del jardín, aquel que su nueva familia les había regalado, justo a su llegada.

domingo, 9 de julio de 2017

Conectadogs: un lugar para las segundas oportunidades

Cuando me acerqué al mundo del voluntariado, lo hice desde el más absoluto desconocimiento, ajena a la dureza de las protectoras de animales. Como la mayoría, no era consciente del trabajo y las necesidades de este tipo de centros. Mi propósito era ayudar y fui allí sin más pretensión que ésa: echar una mano en lo que hiciera falta. Afortunadamente, cada vez son más las personas dispuestas a implicarse y a aportar su pequeño granito arena a estas causas. Sin embargo,  el abandono de animales en España mantiene unas cifras preocupantes: sólo en 2015 las sociedades protectoras atendieron 137.000 casos. Por eso, aunque trabajadores y voluntarios dan lo mejor de sí, no es suficiente.

El flujo de animales es tan masivo que resulta imposible llevar a cabo un seguimiento individualizado. En general pueden más las prisas de contener lo incontenible, lo que desencadena que se anteponga la adopción a toda costa. El problema de esta solución es que su efectividad sólo sirve a corto plazo. Un perro sale del centro, sí, pero la ausencia de valoración previa no prevé las incompatibilidades que puedan surgir. ¿El resultado? El animal se devuelve a la protectora y empieza a ser tachado de “difícil”, el primero de muchos adjetivos que se volverán menos amables con el tiempo y la falta de oportunidades.


Una máxima a tener en cuenta a la hora de adoptar es que no todos los perros son iguales. Afinidades aparte, cada uno tiene sus rasgos: los hay más nerviosos o más tranquilos, más obedientes o indisciplinados, sociables o asustadizos… pero más importante aún, provienen de entornos distintos. Y la mayoría con un pasado que les pesa. Lo cual va unido a problemas de conducta si no son tratados correctamente. Por eso, conocer cada caso proporciona unos datos valiosísimos a la hora de encontrar un dueño adecuado. Porque la información −en ambas direcciones− es el único seguro para una adopción feliz.

En mi caso, no cambio la experiencia de haber sido voluntaria. Gracias a ello me crucé con Ronda, una perra que se convirtió en la mejor compañía.  Pero al mismo tiempo, la vivencia me dejó un regusto amargo, esa sensación de que aún quedan muchas cosas por hacer. De un sentimiento parecido surge Conectadogs, un grupo de personas que, conscientes de estos vacíos, han querido actuar y atender los problemas que quedan al margen por falta de recursos, tiempo o formación. El proyecto quiere ofrecer un trato individualizado a los perros con necesidades especiales. Su fin es rehabilitarlos y romper así con el ciclo de devolución y aislamiento.

En palabras de uno de sus impulsores, Javier Ruiz, “es el primer centro de recuperación canina de España, donde trabajaremos por el bienestar de todos aquellos perros que han agotado sus oportunidades y a los que una legislación antigua o mal planteada ha condenado a vivir por siempre en la soledad de un chenil”. Pero no sólo se caracterizan por ser un salvavidas para aquellos casos más extremos, sino que su objetivo va más allá y propone aunar terapias. Una apuesta totalmente pionera en España donde los perros servirán de apoyo, ejerciendo como co-terapeutas a niños y jóvenes que viven en centros de acción educativa o para luchar contra el acoso escolar. 

Actualmente, el equipo de Conectadogs se encuentra inmerso en una campaña en redes sociales bajo el hashtag #DejaHuella, y ha puesto en marcha un crowdfunding como primer paso para su financiación. Una suma de esfuerzos para dar luz verde a este maravilloso proyecto en el que convergen psicólogos y adiestradores, pero sobre todo, personas comprometidas. De aquellas que todavía se atreven a perseguir ideales y a luchar por hacer de este mundo un lugar mejor.

lunes, 3 de julio de 2017

Laurie Lipton: universos en blanco y negro

Los dibujos de la pequeña Laurie Lipton no eran los garabatos típicos de los niños de su edad. En aquellas hojas de papel, Laurie dibujaba cuerpos que se retorcían y adquirían muecas siniestras. Sus gustos siempre fueron peculiares: prefería quedarse en casa a salir fuera a jugar y de todos los colores, elegía siempre el negro. Un lápiz era todo el color que necesitaba el particular mundo que producía su cabeza. Uno cuyos padres mostraban con orgullo, desconcertando a las visitas, que no llegaban a entender como una niña era capaz de crear algo tan escalofriante.


Los señores Lipton, lejos de adquirir actitudes represivas o de psicoanálisis, la alentaron a seguir dibujando. “Yo era una niñita angelical y mi imaginación era brutal y sangrienta. Por suerte, mis padres nunca me censuraron. Siempre me animaron a hacer exactamente lo que quería artísticamente. En todo lo demás yo era educada y obediente. ¿Será tal vez por eso que mi estilo es salvaje pero mi técnica es extremadamente controlada?”, se pregunta la artista.

Apoyada por sus padres, Laurie estudiaría Bellas Artes pero la universidad no le reportaría el conocimiento que necesitaba. Eran los tiempos de la conceptualidad, donde el marketing personal medía la calidad del artista. La obra se envolvía de narraciones difícilmente observables, en lugar de dejar que ésta hablase por sí misma. Y si hay algo que caracteriza el trabajo de Lipton, es la emanación constante de impresiones. Sus dibujos son incapaces de dejar indiferente a nadie: perturban, intrigan, entusiasman... Algunos los adoran y otros los rechazan, pero no necesitan de un discurso previo para producir efecto.

Su obra habla y lo hace en detalle. Un laberinto de microscópicas partes compone cada pieza. Si alguna vez se sintió obligado a permanecer un tiempo extra delante de un cuadro para fingir apreciación, con Lipton no necesitará hacerlo. Cada centímetro del papel esconde un detalle, ya sea una sombra o el reflejo en una pupila: “Hay mucho oculto en mi obra y hay mucho oculto en mí”, suele decir. Su minuciosidad fuerza la observación e invita a perderse en una atmósfera hipnótica que no tiene más modelos ni referencias que las que hay en su imaginación.

“Todo era abstracto y conceptual cuando estudiaba”, explica. “Solía saltarme las clases y sentarme durante horas en la biblioteca a hacer copias de Durero, Memling y Van Eyck. Así que aunque fui a una de las mejores universidades de arte de los Estados Unidos, soy autodidacta. Mi extraña manera de dibujar consume una cantidad de tiempo inmensa, pero me permite alcanzar la misma calidad luminosa que alcanzaron los Maestros del Renacimiento.” Una declaración así podría sonar presuntuosa pero, ciertamente, su técnica es asombrosa: una superposición de líneas y finos trazos con los que recrea sombras y consigue un realismo fotográfico.

Lipton no dejar de repetir que dibujar es lo único que sabe hacer y que es buena por simple dedicación. El tiempo y la constancia son su receta para el éxito, no hay atajos. “Me impongo tareas imposibles: miles de rostros, una ciudad donde se ve cada ventana, un paisaje con cada brizna de hierba... si me fuera a preocupar por el tiempo que necesito, jamás me podría a ello. Tampoco soy masoquista. Abordo cada dibujo con un sentimiento de "¿Podré?", y a la mierda con el tiempo y las consecuencias. Así que cuando la gente me pregunta −como inevitablemente sucede− cuánto tiempo me lleva cada dibujo, les miento y me invento un número. En realidad no tengo ni idea”.

domingo, 25 de junio de 2017

El cuento de la criada: libro vs serie


Apresurarse a decir aquello de ‘el libro es mejor’, se ha convertido en un cliché. Una frase manida que resulta pretenciosa, cargante y propia de un Sánchez Dragó que se aferra con pedantería a aquello de ‘cualquier tiempo pasado fue mejor’. Por eso a los tópicos es mejor no hacerles caso pero, ya sea por simple estadística, en ocasiones tienen razón. Y en el caso de los libros, adaptación y expectativas no suelen ir de la mano.

No es un prejuicio. Así como desconfío de los que sólo citan libros que tienen su equivalente cinematográfico (sospechoso, cuanto menos), suelo ser optimista con las adaptaciones en formato serie. Porque es imposible condensar cientos de página en una hora y media, pero en una temporada (o dos), las posibilidades mejoran; y nadie se opone a prolongar un entretenimiento.

Tampoco se trata de equipararlos tal cual, pues televisión y libros llevan ritmos diferentes. En los últimos, el tiempo juega a su favor; ya que leer es un proceso pausado que, sin perder emoción o intriga, permite un acercamiento más profundo a la trama. Y cuenta con el punto extra de dejar una parte a la libre imaginación del lector. El cine, por su parte, tiene todo lo demás: música, iluminación, efectos especiales, actores… Ingredientes que, bien combinados, dan mucha más ventaja. Sin embargo, tanto la pequeña como la gran pantalla tienden a subestimar al espectador, abusando de las aclaraciones y el posterior regurgitado, que da como resultado un puré bastante irreconocible.

Presuponen que vamos a perdernos y por eso nos llevan de la mano, señalando todos los puntos y retomándolos de nuevo (con explicaciones alternativas), “sólo por si acaso”. En este sentido, los libros suelen ser más generosos. Si no los entiendes, asumen que puedes cerrarlos, pero no van a degradar la experiencia en favor de unos pocos. Y este es el caso de El cuento de la criada, un libro que Margaret Atwood publicó en 1985, y del que Hulu ha querido hacer su versión televisiva.


La República de Gilead

La serie, inicialmente, tenía buena pinta. Estrenada el 26 de abril, cuenta con los productores Warren Littlefield (Fargo) y Bruce Miller (Urgencias, Los 100), y con Reed Morano (Amores asesinos, Dentro del dolor) como directora de los tres primeros episodios. Entre los actores encontramos también cara conocidas: Elisabeth Moss (Mad Men), Alexis Bledel (Las chicas Gilmore) o Samira Wiley (Orange is the New Black). Incluso la propia Atwood aparece haciendo un breve cameo en una de las escenas. Y sin embargo, para cualquiera que haya leído el libro, ver esta serie supone correr el riesgo de enfrentarse a una mezcla de ira, confusión y decepción superpuestas (solamente con el primer capítulo).

En el proyecto de Hulu, la trama original ha sido despedazada y vuelta a unir con prisas y barnices extraños. Alterar el orden de algunos de los acontecimientos sería algo comprensible, pero en este caso, el nuevo planteamiento anula todo el misterio que desprende el libro. Porque hay puntos clave que requieren un recorrido, hace falta un contexto para comprender los matices de lo que está pasando. O de lo contrario se convierte en una versión bastante libre de la idea de Atwood. Empezando por sus personajes, que son jóvenes y guapos cuando no toca, lo que resta turbiedad a las escenas.


Las historias que en la novela se van descubriendo a lo largo de cuatrocientas páginas, aparecen condensadas en los primeros 57 minutos de la serie. Destruyendo toda la intriga y negando al espectador cualquier posibilidad de teorizar. Cuando uno de los atractivos del libro es, precisamente, ese ‘querer saber más’. Siendo imposible no devorar las páginas para descubrir el origen de la distopía. Algo que, por otro lado, da verosimilitud, y consigue uno de los efectos perseguidos por la autora: que no parezca ciencia ficción, sino algo que podría pasar.

De esta forma, encontramos un escenario donde Estados Unidos ha pasado a ser una teocracia fanática. Tras asesinar al presidente y disolver las Cámaras, los nuevos líderes irán reduciendo progresivamente los derechos de las personas hasta establecer un nuevo sistema de clases. La sociedad que origina este golpe de estado será bautizada como República de Gilead y en ella, se limitará el papel de las mujeres, dejando a aquellas que no son esposas de los Comandantes, relegadas a las labores del hogar (las Martas) y la reproducción (las Criadas). Aquellas que por edad o rebeldía no encajan en ninguno de estos dos servicios, pasan a ser consideradas No-mujeres y son desterradas, usadas como mano de obra en un entorno contaminado que disminuye su esperanza de vida.

La historia es narrada por Defred, una de las Criadas que, envuelta en su hábito rojo, es sometida a violaciones revestidas de ceremonia. Las mujeres son ahora un medio y carecen de la libertad de decidir, incluso sobre sus propios cuerpos.


sábado, 10 de junio de 2017

Big Little Lies

Una carretera salpicada por mansiones de ensueño con vistas al Pacífico, es el camino que las madres de Monterey (California) recorren cada día para llevar a sus hijos al colegio. Forma parte del ritual de “la mamá perfecta” donde los logros de los niños se sienten como propios y los esfuerzos se concentran en concederles una infancia sin incidentes. Para ello, estas madres harán lo que sea. Organizarán fiestas, diseñarán cestas de regalo y repartirán entradas a los mejores espectáculos, sin perder de vista el objetivo final: hacer de sus hijos (y por extensión, a ellas mismas) los más populares de la escuela.

Son mujeres acomodadas, algunas con carreras propias, y todas casadas con hombres de éxito. Matrimonios idílicos que conviven en casas acristaladas que parecen augurar la felicidad eterna, pero sobre todo, la ausencia de secretos. Al fin y al cabo, ¿quién tendría que fingir en el paraíso? Sin embargo, ni las apariencias más cuidadas (o especialmente ésas) son inmunes a los problemas.


La propuesta de Big Little Lies, basada en un libro homónimo de Liane Moriarty, es precisamente desvelar los aspectos más sombríos de interpretar una vida perfecta. Demostrando que las grandes casas y el lujo no dan la felicidad, o al menos, no libran a sus dueños del sufrimiento. Así, la quietud de este escenario se verá trastocada, en primer lugar, por un incidente en el colegio. Una de las niñas aparece con varios moretones y es Ziggy, el nuevo alumno, el señalado como culpable. Sin mayores pruebas, el suceso posicionará los equipos e iniciará la guerra entre unos padres acostumbrados al triunfo.

El otro punto que bifurcará la trama será un asesinato. No sabemos quién ha sido la víctima y tampoco el autor, pero este hecho perderá importancia a medida que avance la serie. Porque en Big Little Lies lo importante no es resolver el homicidio, sino conocer las historias que llevaron a él. El interrogatorio policial a los padres, arrojará más pistas sobre la hostilidad encubierta del día a día que sobre el verdadero asesino, pero servirá de hilo conductor para hacer emerger las “pequeñas grandes mentiras” que estas mujeres representan. 


Protagonismo femenino

Lo más interesante de la propuesta de HBO, es que trata con acierto muchos de los temas que afectan a las mujeres. La maternidad actual es uno de ellos, entendida como la dedicación absoluta y sin altibajos. La serie cuestionará su papel de salvavidas: no a todas les basta con ejercer el rol de madres para sentirse realizadas. Y sin embargo, demostrará como compatibilizar la maternidad con una carrera sigue siendo motivo de enfrentamiento; tanto por las renuncias que implica como por el enjuiciamiento social que genera.


También estará presente el conflicto que, no pocas veces, se encarniza entre las mujeres (aparentemente programadas para competir entre ellas). En estas guerras, envueltas de falsa amabilidad, primará la sobreprotección de los hijos. Una defensa que rozará el absurdo pero que retrata a la perfección el día a día de las escuelas modernas: padres angustiados por garantizar el bienestar de sus hijos que terminan por extralimitar sus funciones.

Estas disputas, aderezadas con los momentos de crisis del matrimonio, serán el reflejo de la constante insatisfacción humana. En este caso, reducida al universo de unas privilegiadas amas de casa. Y sin embargo, la distancia que este entorno acomodado podría despertarnos, se reduce gracias a la universalidad de sus problemas. Incluso aprovecha esta situación para resaltar, aún más, el abuso físico que está teniendo lugar de puertas para adentro. Un maltrato que choca por su revestimiento de oro, convirtiéndolo en un recordatorio de que no es una cuestión de clases, sino de género.

De hecho, Big Little Lies ha sido especialmente aplaudida por su retrato del abuso doméstico, que no se reduce a mostrar la violencia sino que incluye también la manipulación, el autoengaño y la contradicción que van de la mano de este tipo de relaciones. Situándonos en los ojos de la víctima, logra hacernos comprender por qué una situación tan dañina es capaz de prolongarse en el tiempo.



lunes, 22 de mayo de 2017

Antártida: observador a bordo


Charles Darwin sólo tenía 22 años cuando embarcó, en diciembre de 1831, en el Beagle. El viaje duraría prácticamente cinco años y recorrería el Atlántico (pasando por Tenerife, por cierto, pero sin posibilidad de bajarse por la cuarentena de cólera) hasta alcanzar Sudamérica. Se detendría en Brasil, Chile y Galápagos, para terminar cruzando el Pacífico y llegar a lugares como Australia o Nueva Zelanda. La envidia de cualquier trotamundos. Y como todo viaje de importancia, tuvo la capacidad de transformar al viajero. En el caso de Darwin, no sólo sería una transformación en lo personal, sino que marcaría un antes y un después para la humanidad. De sus observaciones a bordo del Beagle nacería El origen de las especies, donde aparece por primera vez la teoría de la evolución. Con ella, el hombre se desprende de su origen divino, interconectándose con el resto de animales que habitan la Tierra. No era cuestión de pedestales o dioses creativos, sino de selección natural.

Actualmente, a los científicos no les queda geografía por descubrir pero emprenden una labor igual de importante: conservar el planeta. Así, los investigadores modernos se embarcan en largas travesías, donde recogen datos que convertirán la actividad humana en sostenible. Ofreciendo la posibilidad de aprovechar los recursos del planeta sin necesidad de explotarlos, pues más que nunca se tiene en cuenta la importancia de la interdependencia ecológica. Algo que ya empezaba a vislumbrar Darwin y que hoy en día es una realidad.

Una labor activa y en crecimiento que emprenden personas como Juan Manuel Martínez Carmona y Juan Agulló García. Ambos son biólogos y han compartido travesía en el Tronio, un barco de 55 metros de eslora que recorre el océano Antártico pescando róbalo, un pez que puede alcanzar los 2 metros de largo y superar los 110 kilos. En este buque, los biólogos ejercen la función de observadores científicos, profesión que empieza a imponerse en los distintos barcos de pesca, dado el éxito que reporta.


Junto a una tripulación que congrega a gente de todos los continentes y razas (chilenos, portugueses, indonesios, namibios…), el investigador se integra como parte del equipo para recoger información sobre las capturas, extraer muestras y tomar nota de los avistamientos (cetáceos, focas y otras especies). Si hay suerte, hasta puede descubrir algún espécimen nuevo, como el pogonophryne tronio, bautizado así en honor al barco. Pero sobre todo, su misión es controlar que se cumplan las normativas. Aunque Juan Manuel prefiere ver su trabajo como una labor de concienciación, más que policial. “No hay que exigir, sino negociar con ellos, razonar”, explica. “Para que sean capaces de ver los beneficios y ganen conciencia. Porque lo importante es que sean conservacionistas por ellos mismos, no sólo cuando estemos nosotros en el barco”.

Sensibilizar a los pescadores es el objetivo prioritario y la Antártida es el escenario perfecto parar probar este modelo piloto. Un lugar que alberga los mayores recursos marinos del planeta necesita, irremplazablemente, una gestión sostenible.  Únicamente en la Antártida se aplica un control tan estricto, el cual se inicia limitando el número de licencias de pesca. En 2017, sólo 18 barcos  tuvieron acceso a la zona, incluyendo en su tripulación a dos biólogos de distinta nacionalidad. “Es una forma de tener las 24 horas cubiertas y que no se te escape nada”, aclara Juan Manuel, “En el Tronio, por ejemplo, íbamos un biólogo español y otro ucraniano”.

Los científicos supervisan que los buques cumplan toda la normativa, desde el uso de pajareras (unas líneas con dispositivos que evitan que las aves marinas queden enganchadas en los anzuelos) hasta el reciclaje y control de residuos (está prohibido tirar nada al mar). Además del marcaje de peces y la recogida de datos sobre el peso, la edad o el crecimiento, que permiten conocer el estado del caladero.


El Tronio realiza una pesca manual que, a diferencia de la alternativa automática, es más respetuosa con el medio porque es selectiva. Con esto se consigue no sobrepasar el límite de las especies que se pescan de manera accidental, como los corales, estrellas y esponjas; o las aves, limitadas a tres por zona. Antes de que se incluyeran normas de disuasión como el uso de pajareras, había mucha mortandad de albatros y pardelas. “Pero hace 15 años que ningún ave marina queda atrapada en este tipo de anzuelos” advierte Juan Manuel. Ya que no sólo se trata de conservar la especie que se pesca, sino de conservar todo el ecosistema.

Gracias a esta iniciativa se ha recuperado mucha fauna y los biólogos creen que es un modelo extrapolable al resto de océanos. De momento, en España las grandes pesquerías empiezan a estar más reguladas y ya es obligatorio que todos los atuneros lleven sus propios observadores.



Un beneficio global

En cuanto se indaga un poco en la llamada “pesca sostenible”, es inevitable preguntarse por los conflictos y tensiones que este tipo de mediación genera.  “Hay que tener mano izquierda”, responde Juan. “Yo estudié bilogía y acabé de psicólogo”, bromea. “Estás en medio de todo: entre  lo que te pide el Oceanográfico, que sería la parte científica; la normativa que hay que cumplir por parte de la Comisión; y los intereses del barco, que son económicos fundamentalmente. A veces hay conflictos pero generalmente se resuelven bien”. Hay un interés mutuo, pues los barcos no quieren un informe negativo que les haga perder la licencia.


“Era más complicado al principio, cuando abundaban los barcos piratas”, comentan. Entonces se daba la contradicción de que unos cumplían las normas mientras otros saqueaban el mar. Producía mucha impotencia y los marinos veían injusto que los organismos internacionales no aplicasen medidas contundentes para vetar a los ilegales. Por suerte, este último año no hubo ni rastro de los piratas. Los activistas consiguieron lo que, como bien expresó Juan Manuel, “deberían hacer los Gobiernos”. “Este año cogieron miedo por la persecución y por el trabajo de la policía desarticulando la mafia gallega”, explica Juan. Refiriéndose a la persecución que los Sea Shepherd, una organización ecologista, mantuvo contra el Thunder, un barco pirata. Este tipo de embarcaciones carecen de permisos y cambian continuamente de nombre y bandera para dificultar su identificación. Además, utilizan redes que resultan mortíferas y que quedan abandonadas a su suerte en el mar, convirtiéndose en cementerios flotantes que atrapan todo tipo de animales.

Tras 110 días a la fuga desde la Antártida, la huida terminó con el hundimiento del Thunder en aguas sudafricanas. Un naufragio sospechoso pues, al parecer, las escotillas estaban abiertas, algo nada común si se quiere garantizar la flotabilidad del barco. Los ecologistas creen que el hundimiento fue intencionado para destruir posibles pruebas, pero lo positivo es que ha servido para disuadir a los asaltantes.

“Se puede explotar el recurso y conservar el medio”, explica Juan que, cada vez más, encuentra a capitanes concienciados que no intentan el menor regateo. “Estamos en el cambio de chip. Antes era ‘vamos a coger todo lo que pueda y a cogerlo ya’ y ahora es más un ‘vamos a coger lo que pueda mantenerse y que haya un equilibrio’”. Cada día, crece la cooperación entre biólogos y marinos, así como la colaboración de las Administraciones y los empresarios.


Se ha demostrado que cumplir la normativa, a la larga, ofrece una pesca de mayor calidad. Pues un caladero bien gestionado es beneficioso para todos: para la especie, que se estabiliza gracias a las cuotas; para el ecosistema, que ve minimizado su impacto; y para los pescadores, que ganan muchísimo dinero. Por último, se garantiza la pesca a largo plazo, en lugar de agotar los recursos en unos pocos años.

“En la Antártida están bastante concienciados”, matiza Juan. “En otros mares y en otras pesquerías a mí me han intentado comprar. En plan: ‘te doy mil dólares si miras para otro lado’. Y yo siempre digo lo mismo: ‘Te voy a hacer un cálculo de lo que me tienes que pagar. Este es el tiempo que me queda para jubilarme, pues tantos meses multiplicados…’. Y les digo una burrada de dinero. Porque si yo hago mal mi trabajo, no vuelvo a embarcar”.

Hay que tener presente que este tipo de pesca, junto al atún rojo, es la más lucrativa. Un barco puede ganar 7 millones de euros en 4 meses, no por nada al róbalo se lo conoce como “oro blanco”. Éste se comercializa en Estados Unidos y Japón, donde llegan a pagar 20 euros el kilo. Un manjar caro que, al tratarse de pesca sostenible, le da un valor añadido. “Es un sello de calidad”, añade Juan Manuel. “Una rodaja en un restaurante puede costar 40 ó 50 euros. Es un mercado muy elitista”.

Al ser una pesca tan rentable, prevalece el cumplimiento de las normas y, al mismo tiempo, al haber limitación de licencias, se convierte en una pesca exclusiva, lo que encarece el precio de venta. Una restricción que se fundamenta en el tiempo de crecimiento del róbalo, que tiene un metabolismo lento. Tarda 10 años en alcanzar su madurez sexual o, lo que es lo mismo, en poder reproducirse. Por lo que un pescado de 60 kilos puede tener 50 años o más.


Los 40 rugientes y 50 tronantes

Las latitudes donde navega el Tronio son peligrosas. “Cada dos días tienes un frente borrascoso e intentas sortearlo”, explica Juan Manuel. Las condiciones climáticas a las que se enfrenta la tripulación rozan lo temerario, llegando a poner en riesgo sus propias vidas. Especialmente cuando se acercan a zonas que los marinos han bautizado como “los cuarenta rugientes y cincuenta tronantes”, en relación a los fuertes vientos y grandes olas que azotan a los barcos. Ocurre cuando se adentran entre los 40° y 60° de latitud austral, donde los aullidos se vuelven atronadores y no escasean los accidentes.

No olvidemos que el Océano Antártico es el único que da la vuelta completa al globo sin verse interrumpido por ningún continente, conectando el Océano Indico con el Pacifico Sur y el Océano Atlántico. Al no existir masas de tierra que lo interrumpan, la velocidad no disminuye y los vientos no se debilitan.  De ahí que las condiciones climáticas sean tan adversas.


Pero no es sólo el clima lo que juega en su contra. En travesías tan largas, de 4 ó 5 meses sin tocar tierra y en un mar dominado por el hielo, cualquier pequeño accidente se magnifica: un corte o un dolor de muelas son incidentes que en altamar se agravan. Es cierto que el capitán y los oficiales tienen conocimientos sanitarios pero no cuentan con un médico a bordo. “Si te da una apendicitis puedes acabar mal, porque a lo mejor estás a una semana del próximo puerto”, comenta Juan Manuel. Están tan aislados que ni siquiera un rescate aéreo sería posible. “Los helicópteros tienen un límite de 200 millas y los barcos están a unas 500, y rodeados de hielo, por lo que no pueden navegar a marcha libre”, explica Juan. 

Y sin embargo, los barcos cada vez se arriesgan más. Influidos por el llamado “sistema olímpico de pesca”, en el que se fija una cuota global para la totalidad de los barcos, de modo que todos compiten entre ellos, luchando por llegar los primeros o encontrar el mejor caladero. Incendios y hundimientos nunca están descartados. “El Tronio tiene la mejor clasificación. Es el mejor barco europeo en su categoría y aun así llega con muchos golpes”, analiza Juan Manuel quien, una noche, se cayó de la cama tras sentir un choque. ¿La causa? Un iceberg: “Me asomé y vi el enorme bloque de hielo que había quedado con la silueta del barco dibujada”.


Para llegar al mar de Ross, el barco tiene que cruzar 400 kilómetros de hielo, atravesando témpanos y placas. Para ello utilizan la información de satélite. “Hay que saber leer los datos pero también necesitas un poco de suerte”, matiza Juan Manuel. De hecho, la pesca antártica sería imposible sin tecnología: radares, satélites y mejoras de construcción. El biólogo nos recuerda que la primera expedición en alcanzar el Polo Sur fue en 1911, “menos de sesenta años de diferencia con la llegada del hombre a la Luna”.

Este año, en cambio, hubo poco hielo y se pudo acceder a caladeros que antes eran inaccesibles. “No se sabe si fue una cosa puntual o no, pero fue bastante atípico, con temperaturas altas de 10 y 12 grados”, reflexiona Juan Manuel. Una consecuencia buena para la pesca pero no tanto para el planeta. El tipo de pruebas que evidencian la urgencia de iniciar planes de sostenibilidad en todas las industrias y a nivel global.


Convivencia a bordo

“No todo el mundo vale”, comenta Juan. “Es duro, sobre todo psicológicamente. Estás fuera de casa, con gente que no conoces y conviviendo. No todos aguantan. De la quinta nuestra, y que se hayan mantenido, sólo quedamos tres”. Resulta evidente que es un trabajo que requiere una personalidad especial, capaz de reponerse y, sobre todo, de encontrar el reverso positivo a las cosas. No sé si es el barco el que transforma o son ese tipo de personas las que se sienten atraídas por él, pero durante la charla, tanto Juan Manuel como Juan, transmiten serenidad y demuestran una gran generosidad. Les gusta su profesión y quieren compartir la experiencia para que se conozca el valor del proyecto. Conservan el idealismo que no se queda en mera pose, sino que actúa acorde a sus valores. Quieren hacer del mundo un lugar mejor y están contribuyendo a ello.

Ambos defienden que la convivencia en el Tronio suele ser buena. “Las personas cuanto peor estamos, mejores somos”, afirma Juan Manuel. Explican que se tiende a adoptar una actitud constructiva. “Difiere del trabajo en tierra en que, en el barco, cualquier pieza es fundamental”, explica Juan. “Cada puesto depende del otro y se notan más las deficiencias. Todo va muy medido. Y unos a otros se controlan durante las maniobras. Profesionalmente se cumple, pero luego hay riñas personales como en todas partes”.

Sobre la presencia de mujeres a bordo, sigue habiendo pocas que se embarquen en trayectos tan largos. “Y eso que a las mujeres las miman mucho”, comenta Juan. “Cuando están ellas, cambian hasta los marineros; que de pronto se duchan y se peinan”, bromea. Éstos tienden a echarles una mano, sobre todo a la hora de cargar peso, y ninguno recuerda situaciones de acoso o altercado similar. Al contrario, apuestan a que con el tiempo aumentará el número de observadoras.

“A los tres meses hay una barrera psicológica”, explica Juan. “Pero si te gusta la lectura…”, responde Juan Manuel. “Cierto, yo me he leído hasta veinte libros por campaña”. Gracias a las nuevas tecnologías pueden llevar una biblioteca en la maleta sin ocupar espacio, sin embargo, admiten que una parte social se ha perdido como consecuencia de esto mismo. “Antes veíamos películas juntos después de cenar”, rememora Juan. “Se hablaba, se jugaba a la cartas… Ahora como todos tienen ordenador, se meten en su camarote con el portátil”.


Pese a estos cambios, el viaje en el Tronio supone un reinicio vital. “Vuelves con más tolerancia y tranquilidad”, dice Juan Manuel, que lo que más valora de la experiencia es la autonomía, “el trabajar para ti”. Estar cuatro meses embarcado, lejos de resultar agobiante, le produce el efecto contrario: “Yo disfruto con un iceberg. Si eres capaz de ver belleza en un amanecer, en el hielo… hasta en el mar cuando está mal. Hay un montón de momentos que te llenan. Me agobiaría más estar encerrado en una oficina de ocho a tres. Me comerían los nervios.” Juan resalta que “al embarcarte descubres tus propios límites y consigues sorprenderte a ti mismo”.

Y es que al final, engancha. “Ahora que llevo un año sin embarcar, empiezo a tener el mono”, admite Juan. “Se ve la vida distinta. Cuando vuelves y observas la sociedad, te das cuenta de que está metida en otra dinámica. Porque estando allí, parece que estás fuera del planeta pero resulta que estás más conectado con la realidad”. Es, en definitiva, un acto que te cambia las escalas y te da una nueva perspectiva. Aunque vuelvas a habituarte y a perderte en las rutinas, siempre queda ese recuerdo que, de vez en cuando, se activa y te alerta: hay algo más.


Parece que sus impresiones, a pesar del tiempo, no difieren de las del propio Darwin, quien en 1839 escribió: 

«Ejercitan estos viajes la paciencia, borran todo rastro de egoísmo, enseñan a elegir por uno mismo y a acomodarse a todo; en una palabra, dan las cualidades que distinguen a los marinos. También enseñan los viajes un poco a desconfiar, pero permiten descubrir que hay en el mundo muchas personas de corazón excelente, dispuestas siempre a serviros aun cuando no se las haya visto jamás ni deban volverse a encontrar nunca.»



[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora]