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lunes, 11 de septiembre de 2017

Broad city


Jacobson y Glazer tenían claro su objetivo: estaban dispuestas a trasgredir, y tuvieron la suerte de tener la tecnología de su lado. Internet, una vez más, hizo las veces de salvoconducto para aquellos que no parecen, ni quieren, encajar en lo establecido. La red, en su espíritu democrático, dio vía libre a sus ideas y les sirvió de lanzadera. En Youtube encontraron el espacio ideal para compartir una serie web donde experimentarían con vídeos cortos −no más de tres minutos de duración− que serían un primer esbozo, más casero y destartalado, de su posterior éxito, Broad City.

A los vídeos les faltaba pulido, pero tenían potencial. Al menos eso fue lo que pensó Amy Poehler, actriz y antiguo miembro del Saturday Night Live, quien empezó a ejercer como mentora para las chicas. Su apoyo incondicional la llevaría a producir la serie tras conseguir un contrato con Comedy Central. La cadena firmaría por una primera temporada en 2014 y a cambio obtuvo un producto totalmente fresco, irreverente y ante todo, personal. No había nada igual: una serie creada y protagonizada por mujeres que huía de cualquier estereotipo. De hecho, cuando se les pregunta sobre esto, ambas niegan que el hecho de ser mujeres sea una parte especialmente importante de su proceso creativo. “Los personajes definitivamente tienen vaginas, pero no pensamos en eso cuando escribimos”, explica Glazer.




Sin etiquetas, simplemente humor

Broad City es un salto sin red, una escandalosa y surrealista radiografía de la vida en Nueva York pero con una vuelta más de ingenio. De hecho, su punto de partida no es nuevo: dos amigas abriéndose paso en la gran ciudad. El tema puede resultar manido, pero la óptica de sus creadoras es tan original que no se encuentran paralelismos en otras series, y menos, con protagonistas femeninas.


Aunque para ellas no se trata de una cuestión de género. Hacen humor sin distinciones: puede ser absurdo, inteligente o una completa payasada pero no piensan en atraer un público determinado, más allá de la risa. Si hay algo estrictamente femenino en sus historias, aparece por el simple hecho de ser tabú, como la vergüenza que acompaña a la menstruación o la negación de la masturbación. Y aprovechan estas circunstancias para arrebatarles cualquier mística u obscurantismo, encontrando siempre un revés cómico inesperado



Broad City aporta una versión alternativa de otras historias que retratan la vida neoyorkina. No es el Manhattan de Seinfeld o el Brooklyn de Girls, ni mucho menos, la realidad paralela del Upper East Side de Gossip Girl. Abbi e Ilana no representan nada de esto. Ellas van en metro, hacen números para comer en un restaurante y pasan gran parte de su tiempo en parques públicos sólo para descansar un momento de sus compañeros de piso. Sus vidas, pese al surrealismo que caracteriza muchas de las escenas, tienen uno de los telones de fondo más realistas de la televisión. Porque aquí la imaginación tiene otro propósito.


Tanto Glazer como Jacobson interpretan una versión exagerada de ellas mismas donde prima la cotidianidad llevada al absurdo. Sus personajes se permiten hacer de todo, no hay cautela ni moraleja, porque lo importante es conseguir la carcajada. Así nos encontramos con Abbi, una ilustradora que sobrevive trabajando como personal de limpieza en un gimnasio. Fantasea con la idea de ser monitora de spinning, una ensoñación de la que suele despertar, sobresaltada, al caerle encima la toalla usada de algún cliente. Se siente atraída por su vecino pero no es capaz de superar las frases de rigor que ofrecen los encuentros en el ascensor. Por su parte, Ilana hace el vago sin remordimientos en una empresa que lanza ofertas por internet, Deals Deals Deals; al tiempo que mantiene relación abierta y consume marihuana como deporte.  La despreocupación de una choca con la sensatez de la otra, una combinación que no les impide ser las mejores amigas, de un modo genuino y falto de toda la toxicidad que otras ficciones representan. Y aunque sus personajes fracasen, se respira un permanente aire de optimismo, como una invitación a poner en pausa las preocupaciones existenciales.

domingo, 25 de junio de 2017

El cuento de la criada: libro vs serie


Apresurarse a decir aquello de ‘el libro es mejor’, se ha convertido en un cliché. Una frase manida que resulta pretenciosa, cargante y propia de un Sánchez Dragó que se aferra con pedantería a aquello de ‘cualquier tiempo pasado fue mejor’. Por eso a los tópicos es mejor no hacerles caso pero, ya sea por simple estadística, en ocasiones tienen razón. Y en el caso de los libros, adaptación y expectativas no suelen ir de la mano.

No es un prejuicio. Así como desconfío de los que sólo citan libros que tienen su equivalente cinematográfico (sospechoso, cuanto menos), suelo ser optimista con las adaptaciones en formato serie. Porque es imposible condensar cientos de página en una hora y media, pero en una temporada (o dos), las posibilidades mejoran; y nadie se opone a prolongar un entretenimiento.

Tampoco se trata de equipararlos tal cual, pues televisión y libros llevan ritmos diferentes. En los últimos, el tiempo juega a su favor; ya que leer es un proceso pausado que, sin perder emoción o intriga, permite un acercamiento más profundo a la trama. Y cuenta con el punto extra de dejar una parte a la libre imaginación del lector. El cine, por su parte, tiene todo lo demás: música, iluminación, efectos especiales, actores… Ingredientes que, bien combinados, dan mucha más ventaja. Sin embargo, tanto la pequeña como la gran pantalla tienden a subestimar al espectador, abusando de las aclaraciones y el posterior regurgitado, que da como resultado un puré bastante irreconocible.

Presuponen que vamos a perdernos y por eso nos llevan de la mano, señalando todos los puntos y retomándolos de nuevo (con explicaciones alternativas), “sólo por si acaso”. En este sentido, los libros suelen ser más generosos. Si no los entiendes, asumen que puedes cerrarlos, pero no van a degradar la experiencia en favor de unos pocos. Y este es el caso de El cuento de la criada, un libro que Margaret Atwood publicó en 1985, y del que Hulu ha querido hacer su versión televisiva.


La República de Gilead

La serie, inicialmente, tenía buena pinta. Estrenada el 26 de abril, cuenta con los productores Warren Littlefield (Fargo) y Bruce Miller (Urgencias, Los 100), y con Reed Morano (Amores asesinos, Dentro del dolor) como directora de los tres primeros episodios. Entre los actores encontramos también cara conocidas: Elisabeth Moss (Mad Men), Alexis Bledel (Las chicas Gilmore) o Samira Wiley (Orange is the New Black). Incluso la propia Atwood aparece haciendo un breve cameo en una de las escenas. Y sin embargo, para cualquiera que haya leído el libro, ver esta serie supone correr el riesgo de enfrentarse a una mezcla de ira, confusión y decepción superpuestas (solamente con el primer capítulo).

En el proyecto de Hulu, la trama original ha sido despedazada y vuelta a unir con prisas y barnices extraños. Alterar el orden de algunos de los acontecimientos sería algo comprensible, pero en este caso, el nuevo planteamiento anula todo el misterio que desprende el libro. Porque hay puntos clave que requieren un recorrido, hace falta un contexto para comprender los matices de lo que está pasando. O de lo contrario se convierte en una versión bastante libre de la idea de Atwood. Empezando por sus personajes, que son jóvenes y guapos cuando no toca, lo que resta turbiedad a las escenas.


Las historias que en la novela se van descubriendo a lo largo de cuatrocientas páginas, aparecen condensadas en los primeros 57 minutos de la serie. Destruyendo toda la intriga y negando al espectador cualquier posibilidad de teorizar. Cuando uno de los atractivos del libro es, precisamente, ese ‘querer saber más’. Siendo imposible no devorar las páginas para descubrir el origen de la distopía. Algo que, por otro lado, da verosimilitud, y consigue uno de los efectos perseguidos por la autora: que no parezca ciencia ficción, sino algo que podría pasar.

De esta forma, encontramos un escenario donde Estados Unidos ha pasado a ser una teocracia fanática. Tras asesinar al presidente y disolver las Cámaras, los nuevos líderes irán reduciendo progresivamente los derechos de las personas hasta establecer un nuevo sistema de clases. La sociedad que origina este golpe de estado será bautizada como República de Gilead y en ella, se limitará el papel de las mujeres, dejando a aquellas que no son esposas de los Comandantes, relegadas a las labores del hogar (las Martas) y la reproducción (las Criadas). Aquellas que por edad o rebeldía no encajan en ninguno de estos dos servicios, pasan a ser consideradas No-mujeres y son desterradas, usadas como mano de obra en un entorno contaminado que disminuye su esperanza de vida.

La historia es narrada por Defred, una de las Criadas que, envuelta en su hábito rojo, es sometida a violaciones revestidas de ceremonia. Las mujeres son ahora un medio y carecen de la libertad de decidir, incluso sobre sus propios cuerpos.


sábado, 10 de junio de 2017

Big Little Lies

Una carretera salpicada por mansiones de ensueño con vistas al Pacífico, es el camino que las madres de Monterey (California) recorren cada día para llevar a sus hijos al colegio. Forma parte del ritual de “la mamá perfecta” donde los logros de los niños se sienten como propios y los esfuerzos se concentran en concederles una infancia sin incidentes. Para ello, estas madres harán lo que sea. Organizarán fiestas, diseñarán cestas de regalo y repartirán entradas a los mejores espectáculos, sin perder de vista el objetivo final: hacer de sus hijos (y por extensión, a ellas mismas) los más populares de la escuela.

Son mujeres acomodadas, algunas con carreras propias, y todas casadas con hombres de éxito. Matrimonios idílicos que conviven en casas acristaladas que parecen augurar la felicidad eterna, pero sobre todo, la ausencia de secretos. Al fin y al cabo, ¿quién tendría que fingir en el paraíso? Sin embargo, ni las apariencias más cuidadas (o especialmente ésas) son inmunes a los problemas.


La propuesta de Big Little Lies, basada en un libro homónimo de Liane Moriarty, es precisamente desvelar los aspectos más sombríos de interpretar una vida perfecta. Demostrando que las grandes casas y el lujo no dan la felicidad, o al menos, no libran a sus dueños del sufrimiento. Así, la quietud de este escenario se verá trastocada, en primer lugar, por un incidente en el colegio. Una de las niñas aparece con varios moretones y es Ziggy, el nuevo alumno, el señalado como culpable. Sin mayores pruebas, el suceso posicionará los equipos e iniciará la guerra entre unos padres acostumbrados al triunfo.

El otro punto que bifurcará la trama será un asesinato. No sabemos quién ha sido la víctima y tampoco el autor, pero este hecho perderá importancia a medida que avance la serie. Porque en Big Little Lies lo importante no es resolver el homicidio, sino conocer las historias que llevaron a él. El interrogatorio policial a los padres, arrojará más pistas sobre la hostilidad encubierta del día a día que sobre el verdadero asesino, pero servirá de hilo conductor para hacer emerger las “pequeñas grandes mentiras” que estas mujeres representan. 


Protagonismo femenino

Lo más interesante de la propuesta de HBO, es que trata con acierto muchos de los temas que afectan a las mujeres. La maternidad actual es uno de ellos, entendida como la dedicación absoluta y sin altibajos. La serie cuestionará su papel de salvavidas: no a todas les basta con ejercer el rol de madres para sentirse realizadas. Y sin embargo, demostrará como compatibilizar la maternidad con una carrera sigue siendo motivo de enfrentamiento; tanto por las renuncias que implica como por el enjuiciamiento social que genera.


También estará presente el conflicto que, no pocas veces, se encarniza entre las mujeres (aparentemente programadas para competir entre ellas). En estas guerras, envueltas de falsa amabilidad, primará la sobreprotección de los hijos. Una defensa que rozará el absurdo pero que retrata a la perfección el día a día de las escuelas modernas: padres angustiados por garantizar el bienestar de sus hijos que terminan por extralimitar sus funciones.

Estas disputas, aderezadas con los momentos de crisis del matrimonio, serán el reflejo de la constante insatisfacción humana. En este caso, reducida al universo de unas privilegiadas amas de casa. Y sin embargo, la distancia que este entorno acomodado podría despertarnos, se reduce gracias a la universalidad de sus problemas. Incluso aprovecha esta situación para resaltar, aún más, el abuso físico que está teniendo lugar de puertas para adentro. Un maltrato que choca por su revestimiento de oro, convirtiéndolo en un recordatorio de que no es una cuestión de clases, sino de género.

De hecho, Big Little Lies ha sido especialmente aplaudida por su retrato del abuso doméstico, que no se reduce a mostrar la violencia sino que incluye también la manipulación, el autoengaño y la contradicción que van de la mano de este tipo de relaciones. Situándonos en los ojos de la víctima, logra hacernos comprender por qué una situación tan dañina es capaz de prolongarse en el tiempo.



lunes, 15 de mayo de 2017

Por 13 razones


«Hola, soy Hannah. Hannah Baker. Ponte cómodo, porque estoy a punto de contarte la historia de mi vida. Específicamente, por qué mi vida acabó. Y si estás escuchando esta grabación, eres una de la razones». Es la escalofriante advertencia de una chica muerta, y la protagonista de Por 13 razones.

El mensaje aparece grabado en una cinta de casete y es Clay Jensen quien lo escucha. Él, como la mayoría de compañeros de Hannah, se pregunta por qué una chica como ella querría suicidarse. Un enigma que suele quedar sin respuesta, pero no en este caso. Hannah ha dejado instrucciones y una narración que explica, a lo largo de trece cintas, sus motivos. Cada historia tiene un protagonista: otros chicos de su clase, que ya han escuchado la grabación y cuyos secretos irán saliendo a la luz. Pero ahora es el turno de Clay, quien recorrerá la ciudad guiado por la voz de Hannah, hasta descubrir su propia implicación en la muerte.


Con este planteamiento arranca Por 13 razones que, en poco tiempo, se ha convertido en el producto estrella de Netflix, llegando a registrar más de 3,5 millones de tuits la semana de su estreno.  Los motivos de su repercusión empiezan por el apadrinamiento de Selena Gomez, productora ejecutiva de la serie. La actriz y cantante es la reina indiscutible de las redes sociales, solo su cuenta de Instagram congrega 117 millones de seguidores. Un vídeo en su perfil bastó para iniciar el estallido mediático. Pero no ha sido este vínculo el único responsable de su vertiginosa fama.

La serie es capaz de mantener el interés por sí misma, dejando al espectador en vilo y con ganas de más tras cada episodio. Descubrir los misterios del Liberty High se ha vuelto adictivo. Un instituto donde los primeros besos se entremezclan con los rumores y las fiestas con el deseo de encajar. Sensaciones identificables pero actualizadas por internet y las nuevas tecnologías, donde las redes sociales demostrarán ser un arma de doble filo: con capacidad de acercar y condenar al mismo tiempo.


El origen fue un best seller

Por 13 razones es la adaptación de un libro de Jay Asher, que alcanzaría el primer puesto en las listas de ventas de The New York Times de 2007. El éxito pillaría al autor por sorpresa. Su aspiración en aquel momento era que la historia pudiese llegar a una sola persona, que alguien le dijese que aquel era su libro favorito, pero jamás pensó en conseguir un público tan amplio.

La idea de las cintas se le ocurriría después de visitar una exposición en las Vegas sobre la tumba de King Tut. El recorrido incluía un audio-tour que guiaba al visitante a través de la muestra y a Asher le pareció un modo interesante de estructurar una novela. Aquello quedaría en un mero apunte, una idea en la que trabajar en el futuro y pasarían varios años hasta volviese a retomarla. Sería a raíz de sufrir el suicidio de un pariente cercano −alguien de la misma edad de Hannah− cuando volvería a ella. Aquel suceso repentino e inesperado para todos, dejaría un gran impacto en el escritor. “Entonces tuve la estructura y el tema”, explicaría en una entrevista para Teen Vogue.


“Ocurrió un día mientras iba conduciendo. Inmediatamente sentí que ésa era la mejor manera de contar una historia así. De esta forma tienes su perspectiva, sus palabras, pero también el punto de vista de alguien que la conoció”. Y la fórmula funcionó. Pero para Asher, el éxito de esta obra esconde una cara amarga: “No creo que el libro se hubiera vendido tanto si estos temas no siguiesen siendo tabú”. Arrojar algo de luz en un asunto que está lejos de ser anecdótico es uno de los propósitos de Por 13 razones.

lunes, 17 de abril de 2017

Westworld

En un futuro no tan lejano, la humanidad cuenta con un nuevo pasatiempo, una atracción sin precedentes bautizada como Westworld. Este parque de escala monumental ofrece a los usuarios la oportunidad de experimentar la vida del salvaje oeste, un mundo sin ley donde la supervivencia está a la orden del día. En este escenario, guiado por forajidos y prostitutas, los asistentes pueden dar rienda suelta a sus instintos más primarios. ¿Lo mejor? No hay lugar para el remordimiento pues aunque los personajes que dan vida a esta fantasía tienen una apariencia perfectamente humana, no son otra cosa que estilizados robots. Cuidadas inteligencias artificiales que reciben el nombre de “anfitriones” y que han sido diseñadas para atraer y complacer a sus invitados.


La atracción es anunciada como una oportunidad de autoconocimiento, de revelar tu verdadero ser y dar respuesta a la gran pregunta: ¿quién soy en realidad? Un acto de fe que se desmorona con la elección prioritaria de sus usuarios: sexo y violencia sin medida. Pues en Westworld, el visitante siempre gana. Los anfitriones, fieles a las leyes de la robótica de Asimov, no pueden infringir daño. Y es que la serie ha querido mantener los códigos propios de la ciencia ficción, haciendo constantes referencias a las teorías que su literatura ha alumbrado. Es el caso del escritor Isaac Asimov, quien concibió una serie de normas con las que regir el comportamiento de los robots del mañana. Descritas en sus novelas como “formulaciones matemáticas impresas en los senderos positrónicos del cerebro” o, lo que es lo mismo, líneas de código con las que establecer un manual de conducta. En compendio, serían tres leyes básicas:

1ª Ley: Un robot no hará daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
2ª Ley: Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la 1ª Ley.
3ª Ley: Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la 1ª o la 2ª Ley.

Asimov crea así el equivalente a una moralidad artificial, una especie de ética que guía las acciones de los robots, al tiempo que protege a los seres humanos. Pues uno de los miedos recurrentes de la ciencia ficción, es la posibilidad de que nuestra creación se nos vuelva en contra.




La creación puesta a prueba

El prodigioso creador de vida de Westworld es el doctor Robert Ford, interpretado por Anthony Hopkins, y de cuyo nombre se intuye una alusión al padre de la producción industrial: Henry Ford. Como su antecesor, Ford produce robots en cadena cada vez más perfectos. Los anfitriones, con sus personalidades definidas, son capaces de improvisar dentro de la pequeña narrativa que tienen destinada; y, pase lo que pase en el parque, a la mañana siguiente amanecen reconstruidos y con la memoria en blanco.


Esta amnesia frente a lo acontecido, concede a los visitantes el alivio que necesitan; convenciéndose de que todo el daño cometido, quedará en el olvido. Al fin y al cabo, los robots no sienten, sólo replican los dictados que Ford les ha dado. Un comportamiento pautado y un pasado hecho a medida, compuesto de recuerdos trágicos. Estas evocaciones, junto a sus relaciones familiares y de pareja, aportan mayor consistencia a la historia, enriqueciendo la experiencia de los visitantes. “Al principio me pareció cruel que los emparejasen” –comenta el personaje interpretado por Ed Harris− “pero luego comprendí que, para ganar, otro tiene que perder”.

Harris, que da voz al desalmado “Hombre de Negro”, es uno de los visitantes más veteranos del parque. Conoce todas las tramas y a todos sus personajes y, después de años de jugar, se ha cansado de ser Dios. Esa constante insatisfacción humana, será el motivo que llevará a Harris a explorar los límites de Westworld. Una búsqueda centrada en encontrar el laberinto, un nivel más profundo del juego, no apto para principiantes.


Mientras el Hombre de Negro avanza en su misión, los robots empezarán a salirse del bucle impuesto, saltándose el guión y recordando algunos de los incidentes acontecidos. La voluntad parecerá mover sus acciones, como si hubiesen alcanzado un grado más de evolución. ¿Están empezando a ser conscientes? ¿Cuánta autonomía real puede concedérsele a una inteligencia artificial? Éstas serán las preguntas que se desarrollarán a lo largo de toda la temporada. Diez episodios presentados con una calidad cinematográfica excelente pues, más que una serie, cada capítulo parece una película en miniatura.  No en vano HBO le dedicó un presupuesto de 100 millones de dólares, lo que equivale a unos 10 millones de media por episodio.

Todo este despliegue, concentrado en un proyecto que tardó varios años en gestarse, ha valido la pena. Porque Westworld cautiva por su escenografía y grandes nombres (como J. J. Abrams en la producción)  sin desmerecer por ello lo cuidado de su historia. Los capítulos enganchan e invitan a soñar y debatir sobre un futuro, no tan inalcanzable.

domingo, 5 de febrero de 2017

Gilrs: última temporada


Cuando se estrenó Girls en 2012, los referentes femeninos rompedores eran mucho más escasos en televisión, de ahí que su llegada trajera tanto revuelo. Cada capítulo −ideado por Lena Dunham y Jenni Konner− precedía el escándalo, ya fuera por los desnudos de Dunham o por la crudeza de las relaciones que se mostraban en la serie. Ambas tenían un elemento común: carecer de todo artificio. Lena, por medio de Hannah Horvath, encarnaba un tipo de cuerpo habitual entre el común de los mortales pero que, al mismo tiempo, había sido desterrado de la pantalla. La supresión sistemática de los medios fue lo que hizo olvidar que, efectivamente, existían mujeres como ésa. Las escenas que mostraban a una Hannah con sobrepeso y diminutos pechos, sorprendían o incomodaban, acostumbrados como estamos al Photoshop y el bisturí. Iba siendo hora de reprogramar los parámetros de la normalidad o, cuanto menos, de la diversidad.

Aceptar el cuerpo de Dunham fue trasgresor, especialmente porque partía de un punto donde esa “imperfección” parecía no tener importancia. Nos llamaba la atención a nosotros pero su personaje no estaba pendiente de ello, lo que aumentaba la confusión. Para la actriz, sus desnudos no tienen nada de revolucionario, son naturales, por más que el mundo insista en preguntarse por qué una chica como ésa cree necesario exhibirse así.


Lo irónico, es que vivimos en una sociedad hipersexualizada, donde hasta un anuncio de lentillas adquiere un trasfondo erótico, y nos parece bien. Nos bombardean con cuerpos ilusorios y una insinuación constante pero lo aceptamos porque nos hace aspirar a un imposible, el fin último de la industria: señalar nuestro desencanto y proponer parches de satisfacción de duración limitada. Un falso bienestar que pueda reemplazarse en el acto, anestesiando la existencia. La rueda amenaza con no pararse hasta que ocurren situaciones como las de Dunham, que nos sacuden y nos hacen poner un poco de perspectiva.

No es que Lena tenga intención de salvar a nadie pero pese a no existir premeditación, su serie ha ayudado a detener la inercia, obligándonos a reflexionar sobre el estado de las cosas.  

viernes, 23 de diciembre de 2016

The Crazy Ex Girlfriend


Aún recuerdo a Buzz Luhrmann explicando cómo trató de disociar la etiqueta de “musical” durante el estreno de su película Moulin Rouge. Era el año 2001 y se temía que esta relación provocase un rechazo, pues los musicales llevaban tiempo considerándose algo desfasado y parodiable. Gene Kelly tenía talento pero la gente se cansó de ver tramas que se resolvían mediante una canción coreografiada.

Moulin Rouge, sin embargo, fue un éxito. La mezcla de canciones incluía temas de Queen, Elton John o The Police, lo que amortiguó el regreso del género musical y, de este modo, volvieron las canciones a las películas. A las películas y a las series porque la temática continuó en Chicago, Hairspray o Into the Woods en el cine y se volvió un fenómeno con Glee, Empire o Galavant en la pequeña pantalla.

Una década después de que la cinta de Luhrmann se llenase de nominaciones, una chica de los Ángeles, Rachel Bloom, subía un vídeo a Youtube. Se trataba de un número musical que llevaba por título: Fuck Me, Ray Bradbury. Ideado e interpretado por la propia Bloom, la cual aparecía vestida de colegiala y con coletas, versionando a la Britney Spears de Hit me baby one more time, sólo que con unos intereses carnales centrados en los literario. Bloom había quedado fascinada a los 14 años con el libro Crónicas marcianas y era fan del novelista desde entonces. De su idolatría, mezclada con la idea de que la inteligencia es lo más atractivo del mundo, surgió este peculiar homenaje. El vídeo llegó a los tres millones de visitas, siendo una de ellas, la del propio Bradbury.



El talento de Bloom no iba a limitarse a la viralidad de un solo vídeo y su cuenta, racheldoesstuff, continuó generando visitas y seguidores. Un espacio lleno de canciones pegadizas que convertían el drama de la ruptura en una ocasión para reírse de sí misma o bromeaban con la contextualización de una princesa Disney, que canta sobre su ansiado príncipe mientras intercala menciones a la plaga que ha matado a la mitad de su pueblo (realidades del siglo XVIII).

Sus creaciones llamaron la atención de Aline Brosh McKenna, que contactó con ella y, de ese encuentro surgió The crazy ex girlfriend. Cualquier seguidor de Bloom quedará rápidamente enganchado con la propuesta de The CW Network pero también es apta para neófitos. Pues aunque la serie tiene el marcado sello de identidad de Bloom, cualquiera puede sentirse atraído por la historia. Una comedia romántica que se burla de todos los tópicos de las comedias románticas, incorporando números musicales brillantes.



miércoles, 23 de noviembre de 2016

Horace & Pete

Los melancólicos acordes de Paul Simon son la introducción perfecta para el estado anímico que acompañará al espectador durante los próximos minutos. El tema –compuesto especialmente para la ocasión− se aleja de cualquier impulso bailable del tipo You can call me Al; retrotrayéndose, si acaso, a los momentos más lúgubres de Simon y Garfunkel. Más afín a los versos “Hello darkness, my old friend”  pero amplificados por un estado de catatonia depresiva, que sólo permite emitir un tenue tarareo y otros lamentos de desgarro.


La imagen que acompaña a la música es un plano que se cierra sobre el cartel del bar. Un clásico letrero de madera con dos tréboles (que no se permiten el lujo de ser de cuatro hojas) y el retrato pintado de los primeros dueños, que viene a ser una versión refinada de Louie CK y Steve Buscemi. Éstos aparecen apoyados, mejilla con mejilla, sobre el número 1916 que marca la apertura del local donde se centrará la trama. La entrada, por tanto, no podría ser más sencilla sin perder por ello un ápice de efectividad.

Series y bares producen una asociación inmediata con Cheers, pero en este local el único parecido razonable lo encontramos rebuscando en su banda sonora, aquel mítico “where everybody knows your name” (donde todo el mundo conoce tu nombre).  En Horace & Pete también se cumple y todos los clientes se conocen pero no de un modo festivo u ocioso, sino como consecuencia de una dependencia mayor. Son alcohólicos, forzados a convivir desde primera hora de la mañana.  

Cada uno tiene asignado un rincón en la barra desde la que le sirven alcohol sin hacer preguntas. El dueño emérito (un anciano que no se muerde la lengua) no se cansa de repetir las normas de la casa: “nada de mezclas; sólo cerveza, whisky, ginebra o vodka.” Lo tomas o lo dejas. Los cien años de apertura sustentan la dinámica, inalterable, pese a las peticiones de algunos hipsters y otros clientes temporales, que llegan al bar por azar y deciden quedarse a modo de experimento provocando la anécdota.

Mientras Tío Pete lucha por mantener su bar al margen del tiempo, sus sobrinos, Horace y Pete (nombres que perpetúan la saga familiar), se enfrentan al dilema de ser fieles a un legado anacrónico que no reporta dinero o vender, quedando sus vidas a la deriva. Pues ambos están en esa edad donde sienten que es demasiado tarde para empezar de cero. El conflicto se acentuará con la hermana de Horace, Sylvia, que afectada de cáncer, necesitará el dinero de la venta del bar para cubrir sus gastos médicos. Una muestra de la realidad americana donde los miedos lógicos de padecer una enfermedad mortal, se ven acentuados por otros de índole práctica: poder pagar el tratamiento. 

Las relaciones familiares se entremezclarán con los distintos personajes que van apareciendo por el local, dando pie al punto álgido de la serie: las conversaciones. Comentarios mordaces e irónicos que, como es característico en Louie CK, permiten profundizar más allá de la superficie. Las palabras tienen tanto peso, que el tercer capítulo se compone únicamente de un diálogo entre Horace y su ex mujer, donde ésta lleva toda la responsabilidad. Una escena sencilla con ambos personajes sentados a la mesa del bar, sin que ningún cambio altere el momento, más allá del discurso que está teniendo lugar.



La actriz que asume este reto es Laurie Metcalf, conocida popularmente por interpretar a la madre de Sheldon Cooper en The Big Bang Theory. Metcalf protagonizó un momento único en la televisión a través de este monólogo, que atrapa y permite vivir −sin necesidad de flashes u otros recursos cinematográficos− todo lo acontecido; sin mermar por ello la carga emocional de la experiencia. La actuación es tan buena que no requiere de más artificio, ni siquiera de la réplica de Louie, que le concede todo el protagonismo. Un regalo para cualquier actriz. No es de extrañar que esta participación le valiese una nominación a los premios Emmy.

martes, 25 de octubre de 2016

Ciencia Ficción: teorizando el mañana

Sólo hay que remontarse un par de generaciones para encontrar el origen de la ciencia ficción tal y como la conocemos. El género se abriría paso a través de las revistas, las primeras en apoyarlo y en ponerle nombre; pues el término “ciencia ficción” se popularizaría tras aparecer en la portada de Amazing Stories, un magacín que editaba Hugo Gernsback en 1926. Hasta entonces, el compendio de relatos de esta temática se venía etiquetando como “narrativa especulativa”, por recoger un tipo de historias que jugaban a vaticinar el futuro, centrándose en el impacto que los avances científicos, sociales o tecnológicos tendrían en la humanidad.



Algunos encuentran atisbos de ciencia ficción en relatos anteriores como los de Julio Verne, Arthur Conan Doyle o Edgar Allan Poe y discuten sobre a quién otorgar el primer puesto, si al Frankenstein de Mary Shelley o a La máquina del tiempo de H.G. Wells. Sin embargo, aunque estas narraciones puedan contener algunos de sus elementos identificables, su concreción y depuración no llegaría hasta el siglo XX.

Entre 1938 y 1960, la ciencia ficción alcanzaría el estatus de género literario, consagrando a grandes nombres: Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Philip K. Dick, Ray Bradbury o Frederik Pohl, entre otros. Generadores de novelas consagradas que mostraban futuros distópicos donde el hombre era –muchas veces− el principal problema del hombre; y si atendemos al cambio climático, a los países en guerra y a las armas de destrucción masiva, vemos que no iban muy desencaminados.