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jueves, 30 de agosto de 2018

Ciberbullying: cobardes escudados por pantallas

Este artículo lo escribí en Octubre de 2016 para CanariasAhora y hoy me apetece rescatarlo (lamentablemente, sólo habría que actualizar los nombres, porque la cosa sigue igual)

Los insultos y el desprecio inundan la cuenta de Irina, la instagramer y modelo que tomó la “peligrosa” decisión de empezar a salir con el youtuber más influyente del país: “el rubius”. Rubén Doblas –que así se llama realmente− ocupa el segundo puesto en el ranking de canales de Youtube de habla hispana y es el cuarto más visto a nivel mundial. ¿Su secreto? El devoto seguimiento de sus más de veinte millones de suscriptores. La cifra da vértigo y asusta aún más al comprobar la capacidad destructiva que, parte de su público, puede provocar. La fidelidad anónima tiene la capacidad de transformarse en una horda ciega donde prima el sentimiento de propiedad. Como si el acceso constante a ese pedacito de vida que el youtuber les concede, les pusiera en disposición de imponer reglas y tomar decisiones en su nombre.
Así, a golpe de masa, la modelo recibió un aluvión de visitas con intención predadora. ¿Quién era aquella chica que se atrevía a introducirse en la vida del retransmitido ídolo sin preguntar? La campaña difamatoria incluía desde el insulto barato a las acusaciones de ser una aprovechada, que busca notoriedad para hacer contratos con las grandes marcas. “Querida, muy pronto se acabará tu juego”, sentencia una; a la que parecen secundar, con un gratuito: “Por personas como tú este mundo se va a la mierda”. Comentarios que se vuelven ignífugos si comparamos con las verdaderas amenazas que vociferan en mayúsculas: “TE PUEDES IR PREPARANDO PORQUE TE VOY A APUÑALAR Y POCO A POCO PARA QUE SUFRAS”.

Dentro de las normas no escritas de la fama se tiende a recordar, de cuando en cuando, que este tipo de comportamientos son un precio a pagar si se es conocido. Un argumento que alimenta al monstruo, en lugar de aplicar un poco de sentido común y combatirlo. Este ambiente ha llevado a muchas celebridades a cerrar sus cuentas personales, tras alcanzar un punto de tensión insoportable. Pues no debemos olvidar que, aunque sus vidas difieran bastante de la nuestra, siguen siendo personas. Desvincularlos de cualquier empatía es síntoma de una sociedad enferma; una que disfruta del sufrimiento ajeno, afanada en propiciar el derrumbe de todo lo que sobresalga, con la esperanza de que el destrozo los ponga al mismo nivel de su vacío personal.
Porque la deshumanización a la que se somete a los famosos desde el otro lado de la pantalla, es sólo la punta del iceberg. Los casos relacionados con estrellas tienen una repercusión mayor por una cuestión matemática de visibilidad y magnitud de improperios, pero no son los únicos. Es prácticamente un virus que normaliza el acoso y la difamación, haciendo que todos podamos ser susceptibles de sufrirlo. No hay más que observar un poco, el modelo se repite en cualquier web o plataforma que ofrezca la posibilidad de dejar comentarios (si son anónimos, más). Da igual la temática: ciencia, política, cine o cotilleo. Los perfiles dedicados a escupir odio lo acaparan todo.
Haga la prueba. Piense en algo totalmente inofensivo, por ejemplo, una escena de la película de Disney, “La Sirenita”. En principio la cinta no tiene connotaciones negativas e inspira esa nostalgia que lo amortigua todo. Pues nada más lejos de la realidad. Si decide, en mitad de esa mezcla de alegría y emoción, desplegar los comentarios que se encuentran bajo el vídeo, olvídese de encontrar un intercambio agradable de recuerdos infantiles. Su júbilo inicial pasará al más absoluto de los desconciertos cuando lea las críticas descarnadas que se lanzan −de un lado al otro del océano− los defensores del doblaje castellano versus el doblaje latino. Una batalla que termina con un bando exigiendo el oro robado en el 1400 y con el otro recalcando superioridades con un jocoso “gracias a nosotros sabéis leer”. Una trifulca racista que resuena entre los ecos, aún frescos, de Sebastián cantando “Bajo del mar”.
Por suerte, la política de valorar los comentarios para que sean los más votados los que aparezcan en primer lugar, mitiga gran parte del troleo. O, más bien, maquilla, porque el número de ofensas y ofendidos está lejos de disminuir. Es como si la web sumiese al usuario en un estado de alerta que lo mantiene siempre a la defensiva, recubierto de una fina piel que se reciente al menor roce. Todo se vuelve criticable. Incluso los tutoriales, que son algo pensado para compartir conocimientos desinteresadamente, enseguida serán juzgados con dureza: por ser incompletos, tener mala iluminación, acústica inadecuada o, directamente, por el tono de voz del autor, calificado de insoportable y no apto para los delicados oídos de un público que permanece de incógnito.
Nuevas carreras de riesgo
A estas alturas, resulta evidente para todos que las nuevas tecnologías han propiciado la aparición de nuevas oportunidades laborales. Los inicios democráticos de la red ofrecían una oportunidad igualitaria a cualquiera que tuviera conexión y ganas de expresarse. Al principio, ninguno de ellos pensó que aquello que hacían por hobby, llegaría a tener una repercusión tan grande y, mucho menos, que podrían vivir de ello.
Como planteamiento inicial, parecía una idea de éxito: ¿quién no querría trabajar de lo que le gusta? Cuando hay pasión de por medio, se nota. Siendo esa percepción de autenticidad la que dejaría atrapada a la audiencia; personas que habían llegado hasta allí libremente, sin necesidad de sugestiones previas. No había suspicacias y parecía abrirse un mundo entero de posibilidades. Hasta que ocurrió lo de siempre: las marcas vieron una oportunidad de oro y no la dejaron escapar. Se pasó de un entorno limpio a otro sobresaturado de anuncios; no sólo por medio de popups invasivos o vídeos que no podían omitirse, sino también, de publicidad encubierta. De pronto, aquellos nombres a los que se había cogido tanto cariño, empezaron a recomendar los mismos artículos en cadena y a colar, en aquellas fotos artísticas, un producto previamente monetizado. Cargándose de golpe la clave de su éxito, esa confianza de “tú a tú” que transmitían.

Actualmente, casi todo personaje relevante en la red cuenta con un vídeo o post donde dan explicaciones al respecto, tratando de defenderse de las acusaciones de ser “un vendido”. La mayoría son jóvenes y tienen la necesidad de seguir siendo aceptados en la comunidad virtual que han creado, de ahí que se esmeren tanto en justificar algo que podría quedar perfectamente restringido a su esfera privada. Porque, ciertamente, puede ser criticable la mercantilización masiva pero no tanto el que actúen como intermediarios entre las marcas, si ante todo sigue primando su criterio. Es lo mismo que hacían antes, sólo que recibiendo una compensación económica. Pero aparecido el dinero, llega la duda: ¿me lo recomienda porque le han pagado o porque realmente le gusta? Es el momento de la decepción y la ofensa, instante que muchos aprovechan para entrar a matar, con esa indignación que sólo se manifiesta cuando hay una pantalla de por medio.
A veces las críticas son, simplemente, por rabia. La que da el saber que cobran por algo que, a juicio de muchos, “podría hacer cualquiera”. Una idea bastante discutible pues, aunque estos nuevos empleos pueden llegar a ser muy lucrativos, cuentan con elementos de riesgo.Youtubers,Beauty bloggers,Influencers… tienen muchas etiquetas pero un componente compartido: fortaleza ante las críticas. Porque los haters harán aparición, más tarde o más temprano. Conseguir una coraza que proteja contra el avasallamiento, es el único remedio para una carrera larga.
La fama siempre ha provocado cierta cuota de desprecio, pero la fama en internet deja abierto un canal donde éste puede fluir y desbocarse sin problemas. Con la contrapartida de saber que, si trabajas en y para la red, no vas a poder resguardarte.
De bajón y en bajada
Hasta hace nada, el contacto con nuestros ídolos era más una fantasía que una alternativa realizable. Lo más que se podía hacer era contactar con su club de fans, quedando nuestros deseos e inquietudes a la vista de ojos desconocidos, y fuera del alcance de las estrellas. O ir un paso más allá y hacer guardia por fuera de sus casas, opción que podría rozar el trastorno, además de otros inconvenientes difíciles de sortear.
Con internet, en cambio, estamos a un clic de distancia de nuestros objetos de deseo, pudiendo transmitirles nuestra gratitud y admiración de manera inmediata; contando con la seguridad de que el mensaje será recibido, ya que la gran mayoría opta por llevar sus propias redes sociales. O más bien, optaba, ya que las cifras de famosos que se despiden de los social media aumenta exponencialmente. Algunos terminan por volver pero delegando la actividad en asesores o gente de su equipo, recuperando las distancias del pasado.
El último en darse de baja ha sido Justin Bieber, quien ya había amenazado en varias ocasiones con cerrar sus cuentas. El niño que se dio a conocer con los vídeos de Youtube, parecía saturado por el bombardeo de comentarios sin medida. Anteriormente ya se había quejado del trato de sus fans, quienes se dedicaban a abordarle sin necesidad de mediar palabra, únicamente apuntando con sus teléfonos móviles, en busca del ansiado selfie: “Ha llegado a un punto en el que la gente ni siquiera me dice hola o me reconoce como una persona, me siento como un animal del zoo, y quiero ser capaz de conservar mi cordura”, diría.
La exposición de los famosos termina por convertirlos en objetos, pasando a ser “cosas” que ni sienten ni padecen. Están ahí para entretenernos y podemos irrumpir en sus vidas a nuestro antojo. Para Bieber, la gota que colmaría el vaso serían los insultos dedicados a su novia Sofia Richie, de 17 años. “Voy a hacer mi Instagram privado si no paráis el odio. Esto se os está yendo de las manos. Si fuerais realmente fans, os gustaría la gente que a mí me gusta“, les recriminaría sin efecto. En agosto cerraría indefinidamente su cuenta para desespero de muchos y regocijo de otros.
Lo cierto es, que parece existir un patrón en el odio que lincha mucho más a las mujeres; ya sea a la “novia de” o a aquellas otras que tienen un nombre conocido por derecho propio. Los insultos vienen de ambos sexos pero es como si la mujer tuviera más flancos abiertos, siendo el físico uno de los más atacados. Da igual el tipo, puede ser una modelo de proporciones perfectas como Gigi Hadid o cuerpos que encajen menos en el canon, como el de la creadora y actriz Lena Dunham. Ambas han tenido problemas en el mismo sentido: la diana de sus cuerpos.
La modelo se vio obligada a expresar su descontento en Instagram, fruto de la negatividad que algunos usuarios arrojaban a su cuenta:
«Represento un tipo de cuerpo que antes no estaba representado en la moda, y me siento afortunada por ser apoyada por diseñadores, estilistas y editores que sé que saben muy bien que esto es moda, es arte; y no puede ser siempre lo mismo. Estamos en 2015. Pero si vosotros no sois de esas personas, no explotéis vuestra rabia contra mí. Sí, tengo tetas. Tengo abdominales, tengo culo, tengo muslos, pero no estoy pidiendo un trato especial. Entro dentro de las tallas de muestra. Vuestros crueles comentarios no hacen que quiera cambiar mi cuerpo, no hacen que quiera decir “no” a los diseñadores que me piden que esté en sus desfiles. Si no quieren, no estaré. Así es cómo es y cómo será. Si no te gusto, no me sigas, no me mires, porque no me iré a ningún sitio. Si no tuviera el cuerpo que tengo, no tendría la carrera que tengo. Me encanta poder ser sexy. Estoy orgullosa de ello. Lo he dicho antes… Espero que todo el mundo llegue a un punto en su vida en el que puedan hablar de cosas que le inspiran, y no sobre cosas que destrozan a otros. Si no quieres formar parte del cambio, al menos, ábrete a él, porque está irremediablemente sucediendo»
En el otro extremo está Dunham, la prueba viviente de que cualquier medida es censurable. La actriz ha tratado siempre de luchar contra los estereotipos, mostrándose desnuda o alejada de todo artificio para señalar que existen otras realidades. Sus elogiables esfuerzos, en cambio, se verían sobrepasados con Twitter a raíz de la publicación de una foto suya en ropa interior (alejada de toda pose sugerente). La oleada de insultos fue tan brutal, que Dunham tiró la toalla con la red de los ciento cuarenta caracteres por considerar que aquel ambiente no era bueno para su salud mental. Finalmente, optaría por dejarla en manos de un gestor, admitiendo que “No quiero saber ni la contraseña”.
Ciberbullying: la intimidación constante
La relación está clara: a mayor notoriedad, mayor número de críticas y comentarios negativos. Pero no hace falta ser una estrella de Hollywood para vivir un linchamiento en carne propia. El anonimato de la red consigue sacar a relucir los desechos del alma humana y aunque haya gente que no lo utilice con este fin, son pocos los usuarios que se salvan de los episodios de descrédito en la red.
La diferencia matizable de estos enfrentamientos sería la asiduidad. No es lo mismo un altercado puntual que el ser sometido a una persecución que se alarga en el tiempo. Cuando es una situación que se repite, hablamos de ciberbullying, que es la manera que ha encontrado el acoso de introducirse en nuestros hogares.
Es importante entender que nuestra generación es la primera en utilizar internet, así que somos los conejillos de indias del medio, descubriendo sus bondades pero también sus zonas oscuras. Éstas suelen concentrarse en las redes sociales, debido al uso generalizado y la facilidad de crear perfiles falsos o bajo pseudónimos, desde los que repartir amenazas. Los adolescentes son los que tienen más probabilidades de caer en este tipo de comportamientos, ya sea como víctimas o como ejecutores. De hecho, nueve de cada diez han sido testigos de intimidación en las redes sociales, según un estudio del PewResearch Center. Es lo que se conoce como “mayoría silenciosa”; ésta puede actuar como cómplice también, al reír y compartir las imágenes o comentarios de burla de sus compañeros.
El acoso escolar, que en el pasado terminaba tras el horario lectivo, se mantiene ahora sin descanso, permitiendo la participación de cualquiera. La ofensa se propaga de móvil a móvil sin que la víctima tenga opción de defenderse, aumentando los efectos de la agresión. De ahí que el número de suicidios aumente, las cotas de estrés son demasiado altas para un periodo tan frágil, emocionalmente, como es la adolescencia.
¿Pero qué se puede esperar de una sociedad que potencia el agravio? Estamos inmersos en una cultura que se cree en el derecho de expresar todos sus pensamientos, sin filtro, encontrando en el falso protagonismo que da la red, una palestra desde la que sentenciar y perseguir. Las frustraciones personales encuentran una vía de escape ideal en este escenario. Los cobardes se mantienen a salvo y la distancia con el interlocutor, los insensibiliza.
Buscar las señales de alarma que nos avisen del ciberacoso, es importante, pero también lo es el analizar las causas de este desapego generalizado. Descubrir qué motiva a un número creciente de individuos a redimir sus complejos y demonios a costa del bienestar ajeno. Centrarnos un poco más en la enfermedad y no tanto en aliviar a los que sufren sus efectos (que también). Porque atacar el problema de raíz es el medio más efectivo para una erradicación total.
Podemos empezar con nosotros mismos, hagamos inventario de nuestros miedos, palabras y acciones; pero sobre todo, no seamos cómplices y censuremos estos comportamientos cuando surja la oportunidad. Dar ejemplo es el mayor seguro para sentar las bases que crearán una sociedad mejor mañana.

lunes, 11 de diciembre de 2017

Hiper (des)conectados


La sala de espera del médico, la cola del supermercado, el interior del transporte público… en cualquiera de estos escenarios se reproduce el mismo patrón: cabezas bajas y ojos fijos en la pantalla. La luz blanca de nuestros dispositivos nos hipnotiza y con ellos, las esperas ya no lo son tanto. Esquivar el tedio no parece algo reprochable, sin embargo, el automatismo de consultar la pantalla a cada segundo de silencio está empezando a limitar nuestra capacidad de introspección. Leer un artículo en el móvil pueda hacernos reflexionar pero, ¿por cuánto tiempo? Normalmente pasamos de un estímulo a otro: consultamos una noticia, vemos las últimas fotos de Instagram y mantenemos tres chats abiertos con sus demandantes ventanas emergentes. Demasiados elementos para retenerlos y, mucho menos, para analizarlos como corresponde.

“Los tiempos muertos son importantes para no limitarnos simplemente a reaccionar ante lo que otros están publicando o haciendo en la red”, explica José Luis Orihuela, escritor y profesor en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra. Este “reaccionar” produce un efecto de falsa reflexión porque es superficial, episódico. El conocimiento está demasiado disperso como para anclarse, los datos llegan fragmentados y rápidamente son reemplazados por otros nuevos. En un mundo sobresaturado de información, donde nada es capaz de mantener nuestra atención el suficiente tiempo, parece irremediable caer en lo insustancial. “La cultura líquida moderna ya no es una cultura de aprendizaje, es, sobre todo, una cultura del desapego, de la discontinuidad y del olvido” concluye el sociólogo Zygmunt Bauman.


El miedo a perderse algo

Nuestra nueva realidad, más que nunca, está llena de opciones y cuenta con la exigencia añadida de que será evaluada por nuestro ciberentorno. Cientos de ojos dispuestos a validar o rechazar nuestra acciones, a cualquier hora y en cualquier lugar. Las redes sociales inducen a la comparación y, en consecuencia, a la promoción: demostrar felicidad, éxito y ociosidad para estar a la altura del resto. Documentarlo −y compartirlo−, en lugar de vivirlo. Es puro ilusionismo, y aunque lo sabemos, la sobreexposición puede terminar por afectarnos. Como dijo Montesquieu: “Si nos bastase con ser felices, la cosa sería facilísima; pero nosotros queremos ser más felices que el resto, y esto es siempre difícil, porque creemos que los demás son bastante más felices de lo que son en realidad”.

Recibir una recompensa a modo de “me gusta”, no es suficiente, pues su efecto desaparece a la misma velocidad que crecen las actualizaciones del resto. Pero seguirse fijando en ellas es inevitable. Somos curiosos y resulta difícil no tentarse cuando la posibilidad está a sólo dos golpes de botón. Mirar el móvil se ha convertido para muchos en el primer gesto nada más levantarse y en el último antes de irse a dormir. Según el Informe Ditrendia de 2016, un 85% de los españoles utiliza el móvil a diario (el 55% lo deja en la mesilla de noche) y las aplicaciones más utilizada son WhatsApp y Facebook, justamente aquellas que permiten conectarnos.

De esta hiperconectividad surge el efecto FoMo (del inglés, Fear of Missing out; traducido como: miedo a perderse algo), un tipo de ansiedad social definida por el psicólogo Andrew Przybylski como la preocupación compulsiva de perder oportunidades, ya sea una interacción social, una experiencia nueva, una inversión rentable o cualquier otro acontecimiento satisfactorio. Temor que está ligado al deseo de estar siempre conectado y conocer lo que los demás están haciendo.


El término FoMo se volvió relevante a raíz de un artículo publicado en Harvard donde Patrick McGinnis señalaba la incapacidad de sus amigos −y la suya propia− de comprometerse con nada, ya fuera algo tan sencillo como reservar un restaurante. Parecía como si después de los atentados del 11 de septiembre, el temor a otra posible catástrofe les hiciese querer vivir la vida al máximo. Como resultado, comenzaron a revisar todas las opciones posibles cada vez que tenían que elegir algo, hasta el punto de quedar paralizados por la indecisión.

Según Bauman: “Estamos acostumbrados a un tiempo veloz, seguros de que las cosas no van a durar mucho, de que van a aparecer nuevas oportunidades que van a devaluar las existentes”. Por eso las personas imbuidas por el FoMo consumen todo tipo de experiencias y relaciones de manera superficial y agónica, con el recordatorio perpetuo de que hay algo o alguien mejor esperándoles. Sin darse cuenta de que el siguiente cambio no tiene por qué ser a mejor, sólo diferente. Compartiendo, si acaso, la ausencia de significado por pasar de puntillas y sin mojarse.  “A veces”, declaró Przybylski, “es bueno aislarse del mundo de las posibilidades”.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Creencias convertidas en verdad: la paradoja de la tolerancia


¿Recuerdan aquello de “es mejor callar y parecer estúpido, que hablar y disipar toda duda”? Ni siquiera necesitan conocer la fuente original (Mark Twain), basta con haber visto Los Simpsons para reconocerla. La frase tiene sus variantes en el refranero popular, esas pequeñas píldoras de sabiduría que se traspasaban de padres a hijos; eran tiempos donde pocos sabían leer o escribir, pero entendían el concepto y la importancia de llevarlo a cabo. Ahora, con menores tasas de analfabetismo, la premisa parece tener una reacción más afín a la de Homer Simpson: “Debo decir algo o pensarán que soy idiota”. Un automatismo que se ha revestido de derecho, amparándose en una confundida libertad de expresión.  

Esta conducta solía verse frenada por los más cercanos pero hoy en día, al ocurrir con una pantalla de por medio, el entornar masivo de ojos no surte el mismo efecto. Por el contrario, “el ideólogo” se puede encontrar jaleado por un séquito que representa fielmente aquello de “los que más hablan son los que menos tienen que decir”. Porque internet, y especialmente las redes sociales, se han convertido en una ventana excepcional, un escaparate donde verter lo primero que se nos pase por la cabeza y encontrar, en la inmensidad de la red y gracias al hashtag adecuado, un gemelo de pensamiento que nos aliente.

Por eso, en pleno siglo XXI, hay un grupo cada vez mayor de personas que cree, y afirma, que la tierra no es redonda. Poco importa el historial de pruebas científicas, ni mucho menos, el material gráfico existente; que la NASA envíe fotos y vídeos no significa nada, ¡podría ser todo un montaje! Es una parte más de las teorías de conspiración que se remontan al alunizaje de 1969, considerado el rey de los fraudes. “Hasta que no lo vea con mis propios ojos, no lo creeré”, es el argumento más repetido. De manera que la información debe convertirse en experiencia para ser válida. Un sistema que es toda una contradicción en sí mismo.

Para dudar de la esfera terrestre, aplican el mismo juego de la experiencia: miro al horizonte y veo una línea recta, por tanto, al final de eso debe existir un precipicio donde habita el Kraken. Bueno, lo de los monstruos medievales ha desaparecido de la historia, intercambiándose ahora por una barrera de hielo que evita el desbordamiento de los océanos. Al menos así lo defiende la Flat Earth Society, un grupo de convencidos “terraplanistas” que afirma, sin titubeos, que lo mejor es “confiar en los propios sentidos para discernir la verdadera naturaleza del mundo que nos rodea”. Por lo que: si el mundo parece plano, tendrá que serlo.

El movimiento incluye gráficos y referencias históricas con los que convencer a los más ingenuos, como una serie de animaciones de nuestro planeta convertido en disco y sobre él, una cúpula que incluye la atmósfera, el sol, la luna y las estrellas. Y así, a fuerza de implicar el escepticismo de Descartes y citar algunos experimentos (ya refutados), ganan adeptos. Cuando sería suficiente con poner en práctica la duda cartesiana a la que nos invitan para descubrir las mentiras que los sustentan. Una rápida consulta en la red desmorona sus principales credenciales científicos, como el experimento de los niveles de Bedford. Los terraplanistas se amparan en las observaciones que Samuel Birley Rowbotham realizó en 1838 y que, efectivamente, concluían que la Tierra no era redonda. Sin embargo, no incluyen que unos treinta años más tarde, en 1870, el experimento se ajustó para evitar los efectos de la refracción atmosférica. De esta manera, Alfred Russel Wallace encontró una curvatura que demostraba la forma esférica del planeta.

Los terraplanistas presumen de dudar de todo excepto de sus propias fuentes terraplanistas. Cuestionan el consenso científico en favor de teorías de complot donde son ellos contra el mundo y no hay eclipse (para el cual tienen una explicación alternativa, por supuesto) que les haga cambiar de idea. Como dijo Neil deGrasse Tyson en Comedy Central: «Todo esto es un síntoma de un problema mayor. Hay un creciente esfuerzo anti intelectual en este país que tal vez sea el principio del fin de nuestra democracia informada. Por supuesto, en una sociedad libre puedes y deberías pensar lo que quieras. Si deseas pensar que la Tierra es plana, adelante; pero si piensas que el mundo es plano y tienes influencia sobre otros (…), entonces, estar equivocado se convierte en dañino para la salud, la economía y la seguridad de nuestros ciudadanos. Descubrir y explorar nos ha sacado de las cavernas y cada generación se ha beneficiado de lo que las generaciones previas han aprendido. Isaac Newton dijo: “Si he visto más lejos que otros, es por estar subido a hombros de gigantes”. Por eso, cuando estás sobre los hombros de aquellos que han estado antes que tú, deberías ver lo suficientemente lejos como para darte cuenta de que la Tierra no es jodidamente plana».



lunes, 11 de septiembre de 2017

Broad city


Jacobson y Glazer tenían claro su objetivo: estaban dispuestas a trasgredir, y tuvieron la suerte de tener la tecnología de su lado. Internet, una vez más, hizo las veces de salvoconducto para aquellos que no parecen, ni quieren, encajar en lo establecido. La red, en su espíritu democrático, dio vía libre a sus ideas y les sirvió de lanzadera. En Youtube encontraron el espacio ideal para compartir una serie web donde experimentarían con vídeos cortos −no más de tres minutos de duración− que serían un primer esbozo, más casero y destartalado, de su posterior éxito, Broad City.

A los vídeos les faltaba pulido, pero tenían potencial. Al menos eso fue lo que pensó Amy Poehler, actriz y antiguo miembro del Saturday Night Live, quien empezó a ejercer como mentora para las chicas. Su apoyo incondicional la llevaría a producir la serie tras conseguir un contrato con Comedy Central. La cadena firmaría por una primera temporada en 2014 y a cambio obtuvo un producto totalmente fresco, irreverente y ante todo, personal. No había nada igual: una serie creada y protagonizada por mujeres que huía de cualquier estereotipo. De hecho, cuando se les pregunta sobre esto, ambas niegan que el hecho de ser mujeres sea una parte especialmente importante de su proceso creativo. “Los personajes definitivamente tienen vaginas, pero no pensamos en eso cuando escribimos”, explica Glazer.




Sin etiquetas, simplemente humor

Broad City es un salto sin red, una escandalosa y surrealista radiografía de la vida en Nueva York pero con una vuelta más de ingenio. De hecho, su punto de partida no es nuevo: dos amigas abriéndose paso en la gran ciudad. El tema puede resultar manido, pero la óptica de sus creadoras es tan original que no se encuentran paralelismos en otras series, y menos, con protagonistas femeninas.


Aunque para ellas no se trata de una cuestión de género. Hacen humor sin distinciones: puede ser absurdo, inteligente o una completa payasada pero no piensan en atraer un público determinado, más allá de la risa. Si hay algo estrictamente femenino en sus historias, aparece por el simple hecho de ser tabú, como la vergüenza que acompaña a la menstruación o la negación de la masturbación. Y aprovechan estas circunstancias para arrebatarles cualquier mística u obscurantismo, encontrando siempre un revés cómico inesperado



Broad City aporta una versión alternativa de otras historias que retratan la vida neoyorkina. No es el Manhattan de Seinfeld o el Brooklyn de Girls, ni mucho menos, la realidad paralela del Upper East Side de Gossip Girl. Abbi e Ilana no representan nada de esto. Ellas van en metro, hacen números para comer en un restaurante y pasan gran parte de su tiempo en parques públicos sólo para descansar un momento de sus compañeros de piso. Sus vidas, pese al surrealismo que caracteriza muchas de las escenas, tienen uno de los telones de fondo más realistas de la televisión. Porque aquí la imaginación tiene otro propósito.


Tanto Glazer como Jacobson interpretan una versión exagerada de ellas mismas donde prima la cotidianidad llevada al absurdo. Sus personajes se permiten hacer de todo, no hay cautela ni moraleja, porque lo importante es conseguir la carcajada. Así nos encontramos con Abbi, una ilustradora que sobrevive trabajando como personal de limpieza en un gimnasio. Fantasea con la idea de ser monitora de spinning, una ensoñación de la que suele despertar, sobresaltada, al caerle encima la toalla usada de algún cliente. Se siente atraída por su vecino pero no es capaz de superar las frases de rigor que ofrecen los encuentros en el ascensor. Por su parte, Ilana hace el vago sin remordimientos en una empresa que lanza ofertas por internet, Deals Deals Deals; al tiempo que mantiene relación abierta y consume marihuana como deporte.  La despreocupación de una choca con la sensatez de la otra, una combinación que no les impide ser las mejores amigas, de un modo genuino y falto de toda la toxicidad que otras ficciones representan. Y aunque sus personajes fracasen, se respira un permanente aire de optimismo, como una invitación a poner en pausa las preocupaciones existenciales.

domingo, 3 de septiembre de 2017

Okja: una fábula contra el capitalismo de la carne


Okja tiene una gran ventaja de su parte: es ficción, y como fábula que es, nos acercamos a ella con la guardia baja. Pocos esperarían que una película palomitera les cambiase, pero este cuento nos enfrenta a una parte muy real de nuestro día a día y que solemos omitir, aplicándonos aquel “ojos que no ven, corazón que no siente”. Pues Okja les hará sentir, o cuanto menos, cuestionarse su estilo de vida.

Si el mensaje de la película produce tanto impacto es porque Okja no aparece como el producto final al que estamos acostumbrados −una bandeja de carne envasada al vacío−, sino que lo hace como nuestra mascota. El director, Bong Joon-Ho, retrata el vínculo entre Okja, un cerdo transgénico, y Mija, la niña protagonista: una amistad sin devaluaciones que se desarrolla en los bosques de Corea del Sur. El afecto es mutuo y palpable, igual que el que cualquiera con un perro o un gato en casa corroboraría. Una compañía que no necesita de palabras para confortarnos y que, como en el caso de Okja, muestra inteligencia y empatía. Es, al identificarnos con esta conexión, cuando sucede la magia y el mensaje nos llega de pleno: tenemos que terminar  con esta injusticia. Pudiendo llegar a ser más efectivo que artículos o documentales animalistas, ya que el público no está sesgado de antemano.

Tampoco es que Bong Joon-Ho pretenda convertir a la audiencia al veganismo, pero sí espera hacerla consciente de la terrible realidad de esta industria. Es ‘el efecto Okja’ y está en boca de todos.


Una aventura épica


La trama principal de Okja narra la historia de amor entre una niña y su mascota. Mija (An Seo Hyun) demostrará una lealtad inquebrantable y no perderá de vista su objetivo ni por un momento: recuperar a Okja. Ésta ha sido su compañera de juegos en los remotos bosques de Corea y, junto a su abuelo, conforma su pequeña familia. El animal se asemeja a un cerdo pero supera el tamaño de un hipopótamo. Se trata de una especie transgénica, un experimento creado por la Corporación Mirando y etiquetado como supercerdo. Su creación forma parte de una estrategia de marketing que aspira a lavar la imagen de Mirando, reapareciendo como una compañía ecológica cuyo fin es acabar con el hambre del mundo. Para ello han organizado un concurso a nivel mundial donde distintos granjeros competirán por criar al mejor supercerdo. El abuelo de Mija es uno de los candidatos.


Okja vive ajena al plan y se desarrolla como un apacible gigante que demuestra tener una gran sensibilidad e inteligencia, pero esto carece de importancia para la directora y gestora del proyecto, Lucy Mirando (Tilda Swinton). Para ella, los supercerdos son el milagro que “el mundo ha estado esperando”, diseñados para “consumir menos piensos y producir menos excrementos”, pero sobre todo, “para saber a gloria”. Producirlos en cadena será el siguiente paso, tras celebrar el peculiar concurso de belleza porcina que tendrá lugar en Nueva York, presentado por un decadente zoólogo televisivo, el Doctor Johnny Wilcox (Jake Gyllenhaal). Pero Mija no se rendirá tan fácilmente y seguirá a su amiga hasta Estados Unidos, ayudada por el Frente de Liberación Animal, un grupo de ecologistas liderados por Jay (Paul Dano).

La película combina varios géneros sin resultar caótica, alternando humor, horror y ternura, a un ritmo que consume velozmente sus dos horas de duración. Los paisajes de Corea parecen hacer un guiño a las escenas más icónicas del Studio Ghibli, donde Okja aparece como una suerte de Totoro gigantesco que concentra la misma dosis de monumentalidad y encanto. Diseñada por Hee Chul Jang, se integra con absoluto realismo gracias a los efectos visuales de Erik-Jan de Boer, ganador de un Oscar por su trabajo en La Vida de Pi. El director de fotografía, Darius Khondji, cierra el equipo, deslizándose magistralmente desde la belleza de las montañas, con sus paisajes panorámicos, a la oscuridad y crudeza industrial de la última parte.


domingo, 30 de julio de 2017

Olive Oatman: la misteriosa mujer del tatuaje azul en la barbilla


Al pensar en los pioneros nos viene a la mente la imagen de aquellos hombres y mujeres dispuestos a cruzar el océano con la esperanza de fundar un mundo nuevo. El problema era que aquel “nuevo mundo” ya existía y había estado habitado durante generaciones por los nativos del lugar: Cherokees, Apaches, Quapaws, Siouxs... infinidad de tribus que aprendieron a adaptarse a la salvaje Norteamérica. De hecho, si muchos de estos colonos sobrevivieron fue gracias a las enseñanzas de los indios; un gesto que obtuvo una contrapartida menos generosa (enfermedades, exilio…) y que redujo drásticamente su población.  

La colonización del siglo XIX difícilmente podrá deshacerse de su oscuro legado, pero centrándonos en el punto de vista de los recién llegados, resulta tentador imaginar las sensaciones de aquellos pioneros. El sobrecogimiento de atravesar las llanuras de Nebraska o la impresión de divisar las Montañas Rocosas. El continente norteamericano era inmenso y lleno de contrastes, pero sobre todo, no se parecía a nada de lo que habían visto antes. El impacto de aquellos paisajes tuvo, sin ninguna duda, que emocionarles; aunque no por ello el más ordinario de los días estuviera exento de dureza.

En 1850 comenzaría la travesía de la familia Oatman, a la que no movía el afán de aventura, sino los designios divinos de su pastor, James C. Brewster. Éste, tras varias disputas, se desvinculó de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y se dispuso a liderar su propia fe. Brewster creía que el lugar sagrado para los mormones no se encontraba en Utah, sino en California, y convencido de ello, condujo a sus seguidores a través del desierto. Al llegar a Santa Fe, casi un año después, la caravana volvió a dividirse. Algunos decidieron asentarse allí, otros continuaron hacia el norte, y los Oatman decidieron alcanzar la desembocadura del Colorado en solitario.


A la familia se le advirtió que aquel tramo era estéril y peligroso, pero como suele decirse en estos casos: la fe mueve montañas (y camufla bastante bien los impulsos suicidas). Aquella elección pronosticaba la tragedia, pero Royse Oatman decidió continuar el camino junto a su mujer y sus siete hijos. Para evitar las altas temperaturas, los Oatman viajaban de noche, pero eso no impidió que los bueyes fueran cayendo, a la par que las provisiones, cada día más escasas.  Aquel era un páramo seco y sin vegetación, donde ondeaba el aire y la cordura se desvanecía. La situación comenzaba a ser desesperada cuando un grupo de nativos alcanzó el carruaje. Los indios querían comida y tabaco pero la familia no podía prescindir de nada. Sorpresivamente, la negociación derivó en ataque y los yavapais apalearon a los pioneros hasta la muerte. A todos salvo a dos: las hermanas Olive y Mary Ann, de 13 y 8 años, respectivamente.

Lorenzo, el hermano mayor, fue dado por muerto pero milagrosamente sobrevivió a los golpes. Las niñas, en cambio, se creían completamente solas: sin familia, ni testigos de la masacre. Sus opciones parecían pocas y ahora, además, eran prisioneras de los yavapais. Con ellos recorrieron el desierto durante días, quedando muy debilitadas a causa de la deshidratación y los golpes. El maltrato sufrido durante el trayecto las convencería de su nueva realidad: eran esclavas de los indios.


La aparición de los Mohave

Las hermanas pasarían un año en cautividad, tratando de sobrevivir a las extremas condiciones del desierto de Arizona. Los yavapais se alimentaban de carne de venado, ardillas o serpiente hervida, pero ellas debían conformarse con los brotes de yuca, raíces o tunas que encontraban. Cualquier queja era rápidamente reprendida, Olive explicaría como “se deleitaban dándonos latigazos injustificados más allá de nuestras fuerzas”.

Afortunadamente, la suerte de las niñas cambiaría cuando una tribu vecina, los mohave, apareció para hacer negocios con ellos. A los recién llegados les llamó la atención la presencia de las dos niñas blancas y movidos por la compasión, pactaron un intercambio. Un par de caballos y mantas sirvieron para trasladar a las hermanas a su nuevo destino.


Los mohave vivían en un valle donde los bosques de álamo y los pequeños campos de trigo contrastaban con las tierras baldías de los yavapais. Olive y Mary Ann pasaron a formar parte de la familia de Espanesay y Aespaneo, un matrimonio que las crió como a sus propias hijas. Para demostrar su unión con la comunidad, se les tatuó en la barbilla, brazos y piernas, unos dibujos a base de gruesas líneas azules. Con este diseño tradicional, los mohave aseguraban el reencuentro de sus miembros en el más allá, y suponía una prueba de su compromiso con las niñas. De hecho, el término que éstos utilizaban para describirlas era “ahwe” que significa “extraño” y  no “esclavo” o “cautivo”.

Mujer Mohave con los tatuajes tradicionales
Aparentemente, las hermanas Oatman se integraron totalmente en la comunidad hasta el punto de que, en  febrero de 1854, no dijeron nada cuando aparecieron más de cien hombres blancos. Eran topógrafos que estudiaban el terreno buscando trazar una ruta para el ferrocarril desde el río Misisipi hasta el Pacífico. El equipo pasó una semana con los mohave, que fueron descritos como amistosos y serviciales, siempre dispuestos a echar una mano.  Puede ser que las niñas, al creer que no les quedaban parientes vivos, hubiesen abandonado por completo la idea de escapar. Pero el afecto con el que Olive siempre relató a su familia mohave pone en duda esta teoría. 

Las chicas continuaron llevando una vida pacífica entre los nativos hasta que una hambruna terminó con la vida de Mary Ann. Su muerte −junto a la de muchos otros miembros de la tribu− fue consecuencia de una inundación que destrozó las cosechas. Olive trató de conseguir comida para su hermana, incluso fue con varios de los mohaves a buscar alimento a las montañas pero Mary Ann, que nunca se había recuperado totalmente de sus marchas forzadas a través del desierto, falleció a su regreso. La comunidad se dispuso a preparar la ceremonia de cremación cuando Olive los detuvo. Quemar a los muertos suponía una atrocidad según sus creencias mormonas, por eso pidió enterrarla y aunque esta idea contradecía las costumbres del poblado, la dejaron hacerlo. Olive eligió para ello una zona del jardín, aquel que su nueva familia les había regalado, justo a su llegada.

lunes, 22 de mayo de 2017

Antártida: observador a bordo


Charles Darwin sólo tenía 22 años cuando embarcó, en diciembre de 1831, en el Beagle. El viaje duraría prácticamente cinco años y recorrería el Atlántico (pasando por Tenerife, por cierto, pero sin posibilidad de bajarse por la cuarentena de cólera) hasta alcanzar Sudamérica. Se detendría en Brasil, Chile y Galápagos, para terminar cruzando el Pacífico y llegar a lugares como Australia o Nueva Zelanda. La envidia de cualquier trotamundos. Y como todo viaje de importancia, tuvo la capacidad de transformar al viajero. En el caso de Darwin, no sólo sería una transformación en lo personal, sino que marcaría un antes y un después para la humanidad. De sus observaciones a bordo del Beagle nacería El origen de las especies, donde aparece por primera vez la teoría de la evolución. Con ella, el hombre se desprende de su origen divino, interconectándose con el resto de animales que habitan la Tierra. No era cuestión de pedestales o dioses creativos, sino de selección natural.

Actualmente, a los científicos no les queda geografía por descubrir pero emprenden una labor igual de importante: conservar el planeta. Así, los investigadores modernos se embarcan en largas travesías, donde recogen datos que convertirán la actividad humana en sostenible. Ofreciendo la posibilidad de aprovechar los recursos del planeta sin necesidad de explotarlos, pues más que nunca se tiene en cuenta la importancia de la interdependencia ecológica. Algo que ya empezaba a vislumbrar Darwin y que hoy en día es una realidad.

Una labor activa y en crecimiento que emprenden personas como Juan Manuel Martínez Carmona y Juan Agulló García. Ambos son biólogos y han compartido travesía en el Tronio, un barco de 55 metros de eslora que recorre el océano Antártico pescando róbalo, un pez que puede alcanzar los 2 metros de largo y superar los 110 kilos. En este buque, los biólogos ejercen la función de observadores científicos, profesión que empieza a imponerse en los distintos barcos de pesca, dado el éxito que reporta.


Junto a una tripulación que congrega a gente de todos los continentes y razas (chilenos, portugueses, indonesios, namibios…), el investigador se integra como parte del equipo para recoger información sobre las capturas, extraer muestras y tomar nota de los avistamientos (cetáceos, focas y otras especies). Si hay suerte, hasta puede descubrir algún espécimen nuevo, como el pogonophryne tronio, bautizado así en honor al barco. Pero sobre todo, su misión es controlar que se cumplan las normativas. Aunque Juan Manuel prefiere ver su trabajo como una labor de concienciación, más que policial. “No hay que exigir, sino negociar con ellos, razonar”, explica. “Para que sean capaces de ver los beneficios y ganen conciencia. Porque lo importante es que sean conservacionistas por ellos mismos, no sólo cuando estemos nosotros en el barco”.

Sensibilizar a los pescadores es el objetivo prioritario y la Antártida es el escenario perfecto parar probar este modelo piloto. Un lugar que alberga los mayores recursos marinos del planeta necesita, irremplazablemente, una gestión sostenible.  Únicamente en la Antártida se aplica un control tan estricto, el cual se inicia limitando el número de licencias de pesca. En 2017, sólo 18 barcos  tuvieron acceso a la zona, incluyendo en su tripulación a dos biólogos de distinta nacionalidad. “Es una forma de tener las 24 horas cubiertas y que no se te escape nada”, aclara Juan Manuel, “En el Tronio, por ejemplo, íbamos un biólogo español y otro ucraniano”.

Los científicos supervisan que los buques cumplan toda la normativa, desde el uso de pajareras (unas líneas con dispositivos que evitan que las aves marinas queden enganchadas en los anzuelos) hasta el reciclaje y control de residuos (está prohibido tirar nada al mar). Además del marcaje de peces y la recogida de datos sobre el peso, la edad o el crecimiento, que permiten conocer el estado del caladero.


El Tronio realiza una pesca manual que, a diferencia de la alternativa automática, es más respetuosa con el medio porque es selectiva. Con esto se consigue no sobrepasar el límite de las especies que se pescan de manera accidental, como los corales, estrellas y esponjas; o las aves, limitadas a tres por zona. Antes de que se incluyeran normas de disuasión como el uso de pajareras, había mucha mortandad de albatros y pardelas. “Pero hace 15 años que ningún ave marina queda atrapada en este tipo de anzuelos” advierte Juan Manuel. Ya que no sólo se trata de conservar la especie que se pesca, sino de conservar todo el ecosistema.

Gracias a esta iniciativa se ha recuperado mucha fauna y los biólogos creen que es un modelo extrapolable al resto de océanos. De momento, en España las grandes pesquerías empiezan a estar más reguladas y ya es obligatorio que todos los atuneros lleven sus propios observadores.



Un beneficio global

En cuanto se indaga un poco en la llamada “pesca sostenible”, es inevitable preguntarse por los conflictos y tensiones que este tipo de mediación genera.  “Hay que tener mano izquierda”, responde Juan. “Yo estudié bilogía y acabé de psicólogo”, bromea. “Estás en medio de todo: entre  lo que te pide el Oceanográfico, que sería la parte científica; la normativa que hay que cumplir por parte de la Comisión; y los intereses del barco, que son económicos fundamentalmente. A veces hay conflictos pero generalmente se resuelven bien”. Hay un interés mutuo, pues los barcos no quieren un informe negativo que les haga perder la licencia.


“Era más complicado al principio, cuando abundaban los barcos piratas”, comentan. Entonces se daba la contradicción de que unos cumplían las normas mientras otros saqueaban el mar. Producía mucha impotencia y los marinos veían injusto que los organismos internacionales no aplicasen medidas contundentes para vetar a los ilegales. Por suerte, este último año no hubo ni rastro de los piratas. Los activistas consiguieron lo que, como bien expresó Juan Manuel, “deberían hacer los Gobiernos”. “Este año cogieron miedo por la persecución y por el trabajo de la policía desarticulando la mafia gallega”, explica Juan. Refiriéndose a la persecución que los Sea Shepherd, una organización ecologista, mantuvo contra el Thunder, un barco pirata. Este tipo de embarcaciones carecen de permisos y cambian continuamente de nombre y bandera para dificultar su identificación. Además, utilizan redes que resultan mortíferas y que quedan abandonadas a su suerte en el mar, convirtiéndose en cementerios flotantes que atrapan todo tipo de animales.

Tras 110 días a la fuga desde la Antártida, la huida terminó con el hundimiento del Thunder en aguas sudafricanas. Un naufragio sospechoso pues, al parecer, las escotillas estaban abiertas, algo nada común si se quiere garantizar la flotabilidad del barco. Los ecologistas creen que el hundimiento fue intencionado para destruir posibles pruebas, pero lo positivo es que ha servido para disuadir a los asaltantes.

“Se puede explotar el recurso y conservar el medio”, explica Juan que, cada vez más, encuentra a capitanes concienciados que no intentan el menor regateo. “Estamos en el cambio de chip. Antes era ‘vamos a coger todo lo que pueda y a cogerlo ya’ y ahora es más un ‘vamos a coger lo que pueda mantenerse y que haya un equilibrio’”. Cada día, crece la cooperación entre biólogos y marinos, así como la colaboración de las Administraciones y los empresarios.


Se ha demostrado que cumplir la normativa, a la larga, ofrece una pesca de mayor calidad. Pues un caladero bien gestionado es beneficioso para todos: para la especie, que se estabiliza gracias a las cuotas; para el ecosistema, que ve minimizado su impacto; y para los pescadores, que ganan muchísimo dinero. Por último, se garantiza la pesca a largo plazo, en lugar de agotar los recursos en unos pocos años.

“En la Antártida están bastante concienciados”, matiza Juan. “En otros mares y en otras pesquerías a mí me han intentado comprar. En plan: ‘te doy mil dólares si miras para otro lado’. Y yo siempre digo lo mismo: ‘Te voy a hacer un cálculo de lo que me tienes que pagar. Este es el tiempo que me queda para jubilarme, pues tantos meses multiplicados…’. Y les digo una burrada de dinero. Porque si yo hago mal mi trabajo, no vuelvo a embarcar”.

Hay que tener presente que este tipo de pesca, junto al atún rojo, es la más lucrativa. Un barco puede ganar 7 millones de euros en 4 meses, no por nada al róbalo se lo conoce como “oro blanco”. Éste se comercializa en Estados Unidos y Japón, donde llegan a pagar 20 euros el kilo. Un manjar caro que, al tratarse de pesca sostenible, le da un valor añadido. “Es un sello de calidad”, añade Juan Manuel. “Una rodaja en un restaurante puede costar 40 ó 50 euros. Es un mercado muy elitista”.

Al ser una pesca tan rentable, prevalece el cumplimiento de las normas y, al mismo tiempo, al haber limitación de licencias, se convierte en una pesca exclusiva, lo que encarece el precio de venta. Una restricción que se fundamenta en el tiempo de crecimiento del róbalo, que tiene un metabolismo lento. Tarda 10 años en alcanzar su madurez sexual o, lo que es lo mismo, en poder reproducirse. Por lo que un pescado de 60 kilos puede tener 50 años o más.


Los 40 rugientes y 50 tronantes

Las latitudes donde navega el Tronio son peligrosas. “Cada dos días tienes un frente borrascoso e intentas sortearlo”, explica Juan Manuel. Las condiciones climáticas a las que se enfrenta la tripulación rozan lo temerario, llegando a poner en riesgo sus propias vidas. Especialmente cuando se acercan a zonas que los marinos han bautizado como “los cuarenta rugientes y cincuenta tronantes”, en relación a los fuertes vientos y grandes olas que azotan a los barcos. Ocurre cuando se adentran entre los 40° y 60° de latitud austral, donde los aullidos se vuelven atronadores y no escasean los accidentes.

No olvidemos que el Océano Antártico es el único que da la vuelta completa al globo sin verse interrumpido por ningún continente, conectando el Océano Indico con el Pacifico Sur y el Océano Atlántico. Al no existir masas de tierra que lo interrumpan, la velocidad no disminuye y los vientos no se debilitan.  De ahí que las condiciones climáticas sean tan adversas.


Pero no es sólo el clima lo que juega en su contra. En travesías tan largas, de 4 ó 5 meses sin tocar tierra y en un mar dominado por el hielo, cualquier pequeño accidente se magnifica: un corte o un dolor de muelas son incidentes que en altamar se agravan. Es cierto que el capitán y los oficiales tienen conocimientos sanitarios pero no cuentan con un médico a bordo. “Si te da una apendicitis puedes acabar mal, porque a lo mejor estás a una semana del próximo puerto”, comenta Juan Manuel. Están tan aislados que ni siquiera un rescate aéreo sería posible. “Los helicópteros tienen un límite de 200 millas y los barcos están a unas 500, y rodeados de hielo, por lo que no pueden navegar a marcha libre”, explica Juan. 

Y sin embargo, los barcos cada vez se arriesgan más. Influidos por el llamado “sistema olímpico de pesca”, en el que se fija una cuota global para la totalidad de los barcos, de modo que todos compiten entre ellos, luchando por llegar los primeros o encontrar el mejor caladero. Incendios y hundimientos nunca están descartados. “El Tronio tiene la mejor clasificación. Es el mejor barco europeo en su categoría y aun así llega con muchos golpes”, analiza Juan Manuel quien, una noche, se cayó de la cama tras sentir un choque. ¿La causa? Un iceberg: “Me asomé y vi el enorme bloque de hielo que había quedado con la silueta del barco dibujada”.


Para llegar al mar de Ross, el barco tiene que cruzar 400 kilómetros de hielo, atravesando témpanos y placas. Para ello utilizan la información de satélite. “Hay que saber leer los datos pero también necesitas un poco de suerte”, matiza Juan Manuel. De hecho, la pesca antártica sería imposible sin tecnología: radares, satélites y mejoras de construcción. El biólogo nos recuerda que la primera expedición en alcanzar el Polo Sur fue en 1911, “menos de sesenta años de diferencia con la llegada del hombre a la Luna”.

Este año, en cambio, hubo poco hielo y se pudo acceder a caladeros que antes eran inaccesibles. “No se sabe si fue una cosa puntual o no, pero fue bastante atípico, con temperaturas altas de 10 y 12 grados”, reflexiona Juan Manuel. Una consecuencia buena para la pesca pero no tanto para el planeta. El tipo de pruebas que evidencian la urgencia de iniciar planes de sostenibilidad en todas las industrias y a nivel global.


Convivencia a bordo

“No todo el mundo vale”, comenta Juan. “Es duro, sobre todo psicológicamente. Estás fuera de casa, con gente que no conoces y conviviendo. No todos aguantan. De la quinta nuestra, y que se hayan mantenido, sólo quedamos tres”. Resulta evidente que es un trabajo que requiere una personalidad especial, capaz de reponerse y, sobre todo, de encontrar el reverso positivo a las cosas. No sé si es el barco el que transforma o son ese tipo de personas las que se sienten atraídas por él, pero durante la charla, tanto Juan Manuel como Juan, transmiten serenidad y demuestran una gran generosidad. Les gusta su profesión y quieren compartir la experiencia para que se conozca el valor del proyecto. Conservan el idealismo que no se queda en mera pose, sino que actúa acorde a sus valores. Quieren hacer del mundo un lugar mejor y están contribuyendo a ello.

Ambos defienden que la convivencia en el Tronio suele ser buena. “Las personas cuanto peor estamos, mejores somos”, afirma Juan Manuel. Explican que se tiende a adoptar una actitud constructiva. “Difiere del trabajo en tierra en que, en el barco, cualquier pieza es fundamental”, explica Juan. “Cada puesto depende del otro y se notan más las deficiencias. Todo va muy medido. Y unos a otros se controlan durante las maniobras. Profesionalmente se cumple, pero luego hay riñas personales como en todas partes”.

Sobre la presencia de mujeres a bordo, sigue habiendo pocas que se embarquen en trayectos tan largos. “Y eso que a las mujeres las miman mucho”, comenta Juan. “Cuando están ellas, cambian hasta los marineros; que de pronto se duchan y se peinan”, bromea. Éstos tienden a echarles una mano, sobre todo a la hora de cargar peso, y ninguno recuerda situaciones de acoso o altercado similar. Al contrario, apuestan a que con el tiempo aumentará el número de observadoras.

“A los tres meses hay una barrera psicológica”, explica Juan. “Pero si te gusta la lectura…”, responde Juan Manuel. “Cierto, yo me he leído hasta veinte libros por campaña”. Gracias a las nuevas tecnologías pueden llevar una biblioteca en la maleta sin ocupar espacio, sin embargo, admiten que una parte social se ha perdido como consecuencia de esto mismo. “Antes veíamos películas juntos después de cenar”, rememora Juan. “Se hablaba, se jugaba a la cartas… Ahora como todos tienen ordenador, se meten en su camarote con el portátil”.


Pese a estos cambios, el viaje en el Tronio supone un reinicio vital. “Vuelves con más tolerancia y tranquilidad”, dice Juan Manuel, que lo que más valora de la experiencia es la autonomía, “el trabajar para ti”. Estar cuatro meses embarcado, lejos de resultar agobiante, le produce el efecto contrario: “Yo disfruto con un iceberg. Si eres capaz de ver belleza en un amanecer, en el hielo… hasta en el mar cuando está mal. Hay un montón de momentos que te llenan. Me agobiaría más estar encerrado en una oficina de ocho a tres. Me comerían los nervios.” Juan resalta que “al embarcarte descubres tus propios límites y consigues sorprenderte a ti mismo”.

Y es que al final, engancha. “Ahora que llevo un año sin embarcar, empiezo a tener el mono”, admite Juan. “Se ve la vida distinta. Cuando vuelves y observas la sociedad, te das cuenta de que está metida en otra dinámica. Porque estando allí, parece que estás fuera del planeta pero resulta que estás más conectado con la realidad”. Es, en definitiva, un acto que te cambia las escalas y te da una nueva perspectiva. Aunque vuelvas a habituarte y a perderte en las rutinas, siempre queda ese recuerdo que, de vez en cuando, se activa y te alerta: hay algo más.


Parece que sus impresiones, a pesar del tiempo, no difieren de las del propio Darwin, quien en 1839 escribió: 

«Ejercitan estos viajes la paciencia, borran todo rastro de egoísmo, enseñan a elegir por uno mismo y a acomodarse a todo; en una palabra, dan las cualidades que distinguen a los marinos. También enseñan los viajes un poco a desconfiar, pero permiten descubrir que hay en el mundo muchas personas de corazón excelente, dispuestas siempre a serviros aun cuando no se las haya visto jamás ni deban volverse a encontrar nunca.»



[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora]