Antiguamente,
cuando alguien te gustaba o creías que gustaba, porque sólo os habías cruzado una
vez en, no sé, el baile del estampado, lo cual era suficiente en una sociedad
con tiempo y predisposición a la fascinación; donde un tobillo era obsceno y el
baile del estampado, repito, el evento del siglo (y tu abuela va a revivirlo en
consecuencia). Una época donde había una estrategia, sin pérdidas, consistente
en acercarte a la carabina de turno, con pose de buen muchacho y expresión de
confianza que, con años de práctica, no requería necesariamente ser buen
muchacho ni de confianza. De acuerdo, la carabina o, generalmente, la tía
soltera, era un obstáculo importante, curtida en años de amargura por no haber
alcanzado lo que se esperaba de ella (casarse, de blanco y por la iglesia), podía
tomar represalias para sectarizar sobrinas y asegurarse compañía en el futuro pero
eh, un intermediario amortiguaba la sensación de rechazo. No es ella, es su malvada tía Eufrasia; aún puedo luchar por su amor.
Normalmente no había lucha, ni prueba, ni nada, porque nuestros abuelos también
eran dispersos, así como Romeo se olvidó de Rosalina por encontrar un 0,2% más
receptiva a Julieta.
Pero era bonito,
pedirle bailar, pañuelo en mano para que la traspiración del inusual roce no
restase romanticismo al momento: te suda
la mano, querido, a borbotones. Todo estaba previsto para relatar, debidamente,
la historia a los nietos. ¿Qué contaré yo a los míos, en cambio? Y cuando digo
nietos, digo gatos (o gatos robot).
Por mi parte,
padezco un desfase considerable en esto del cortejo, con una importante divergencia
de velocidades, focalizado en la planificación: fases, fases y más fases. Avances
imperceptibles y mucho de creación propia, fantasía que empieza por pequeños retoques
y termina escenificando Lo que el viento
se llevó que, claro, en contraste con la realidad, termina siendo
forzosamente decepcionante.
A falta de
carabinas que medien por nosotros, tenemos internet. Si es descuidado, puedes
descubrir si tiene intereses sexuales extraños, como lamer sobacos mientras
mira puentes; o a su alter ego de los foros, furioso y bronquista. También
puedes analizar sus listas de spotify y buscar el patrón recurrente de exnovias,
recorriendo todas las fotos a las que tienes acceso. Todo bastante psicópata
pero oye, mejor que la tronada seas tú y no él.
Y luego está
instagram, ah instagram. Ese diario de comidas, mascotas y autorretratos de
baño y probador. Un consejo, hacerle un te
gusta a sus fotos, aunque se realice mediante un corazón enorme que
parpadea en pantalla, cual declaración natural de TE AMARÉ POR SIEMPRE, no
funciona. ¿Por qué? Porque a diferencia de nuestros abuelos, no tenemos un
protocolo de conquistas. Así, si te pisa repetidamente en un bar o te echa una
copa por encima, significa que te quiere, aunque parezca lo contrario. Es más,
si hace como que no le importas, también te quiere. O realmente es que no le
importas pero cómo vas a saberlo tú, en un mundo que hace un uso indiscriminado
de corazones y donde reina la satisfacción inmediata de usar y tirar. Tampoco
pretendo que Jude Law me cuele una foto suya en un libro, en modo postmortem-granulado-sepia, y que eso lo haga esperarme 4 años, con guerra e
insinuaciones de Natalie Portman de por medio, no. Sé que el Jude Law actual se
parece más al Daniel Wool de Closer, que se encapricha de Julia Roberts y no
sabe lo que quiere, obligándonos a nosotras, pequeñas Alices de la vida, a rehacerlo
todo; sólo que sin cámaras lentas, ni Damien Rice que nos ambiente, por las calles
de nuestro barrio en lugar de la Quinta Avenida y tirando de mp3, con el kinki
aleatorio como único fan que se volteé a mirarnos.
Moraleja: Ignoremos
la realidad, viva la esquizofrenia autoinducida.