Quiero
reconciliarme con 2017, de verdad que sí, pero insiste en ser agotadoramente
desquiciante. No para de entreabrirme puertas para luego pillarme los dedos con
sadismo desmembrante. ¡Ya está bien de falsas esperanzas! Todas esas luces al
final del túnel se apagan con la corriente porque, al parecer, no hay salida.
Persigo falsas pistas y me pierdo cada vez más adentro. ¡Te odio, 2017!
No es
fatalismo. Son hechos, uno tras otro, que se salen de la estadística de la
probabilidad y caen en el conjuro. Aunque siendo sincera, tampoco creo en el
mal de ojo, así que no tengo a quién culpar. Sé que no hay un plan y es una lástima.
En estos casos, la fe y la superstición llevan a la gente a creer que hay una
lógica y, en consecuencia, una solución; o por lo menos, un ritual que llevar a
cabo para apaciguar la mente. Yo no tengo esos recursos. Reconozco mi
importancia infinitesimal en el universo y ya, mi mala racha ni se percibe. Así
que no puedo encender una vela, hacer promesas con implicación sádica o
simplemente conversar mentalmente con esperanza de recepción. Podría, pero la eficacia
de estos actos depende de la credibilidad que tú mismo le asignes…
No es que
esté esperando grandes cosas (no hay euromillones de por medio), son,
simplemente, básicos de la vida y que para más colmo se me presentan a modo de
retrato robot. Sé que encajo ahí, sé que tengo posibilidades; pero todo queda
en un dos más dos que no termina de dar cuatro. Y esa es la injusticia. Es
como: si cuando se me presenta la oportunidad más real de todas y doy todos los
pasos correctos hacia ella, y ni aun así sale. ¿Para qué seguirlo intentando?
Todo lo demás son apuestas de riesgo, con mil variables incontrolables y una
incertidumbre que abruma.