El orgullo, ¿sirve
para algo? ¿O es un bonito autoengaño con el que nos remendamos los idiotas? Me
engañó, me estafó, me atropelló con el coche y se llevó a mi perro pero cuando
me pidió volver, le dije que no, por orgullo. Porque, desdramatizando, el
orgullo es la consecuencia final de un gran desastre (o lo intangible que
arrebata) y, casi siempre, la gente que traga, termina ganando y el que da la
cara y se mantiene fiel a sus valores, se queda con expresión de tonto y con
todos sus valores, intactos y juntitos, para jugar. Solo pero eh, orgulloso.
¿Vale la pena?
El que se vende,
miente y traiciona seguramente tenga una casa más grande, un trabajo mejor y
una mujer más guapa. ¡Cosas materiales!
¡Ella no lo quiere!, dirá el coro de vocecillas orgullosas. Lo sé. Pero ser
honrado, coherente y cumplidor no te da ningún premio kármico, tu mujer se irá
con otro, tu jefe te puteará y tu integridad no te dejará cobrar por debajo de
la mesa. El siembra y recogerás vale
para los cuentos de navidad y para las películas en blanco y negro, ah, y para
el orgullo, el lamer de heridas de los desechos.
Tantos encierros
voluntarios, tantos enfrentamientos inservibles; tantas oportunidades y tantas
personas, denegadas, por fidelidad y por rendir cuentas con uno mismo… por
orgullo y para nada. He cambiado,
puedes decir. Cambiar se asocia con algo positivo, es la excusa perfecta, el
eufemismo enmascarador más fiable, porque se recubre de crecimiento y mundo
interior y no importa la medida, prima la libertad. Cambia cada día, cada hora,
está aceptado. Pero qué le vamos a hacer, en el fondo soy una subespecie romántica
que le ve las orejas al lobo, la peor combinación. Así que mejor que nadie me
haga caso aunque seguiré esperando, justamente, lo contrario.