Ella había ido enlazando
temas que la ponían contenta, sentimiento potenciado por la cerveza de miel.
Rememoraba recuerdos. No era de esas personas que ataban para siempre las
canciones a momentos del pasado, inamoviblemente. Había excepciones, claro. Un
mínimo de respeto era imprescindible −y recomendable− pero, ¿por qué no seguir
prolongando una sensación positiva aunque ésta cambiase el reparto original? No
tenía por qué renegar de ella. Sería injusto limitarla. Sobre todo por lo
difícil que era encontrar esa magia y porque un instante de felicidad, no era
exclusivo de un entorno.
Por eso las puso, esperando
llenar de recuerdos nuevos la música. Fue algo espontáneo que, rápidamente,
tuvo el deseo de ser contagioso: una epidemia que nivelase sus estados de
ánimo. Algo presente. Importante.
No contaba con la
impermeabilidad que conceden las pantallas y su capacidad de lanzar lejos a los
que pueden tocarnos. Estaban juntos pero cada uno imbuido de sentimientos que
ni se intuían. Encapsulados y ajenos, haciendo que aunque no había sido algo
preparado, las expectativas breves, se dieran de bruces contra el
suelo.
Llegaron al final de Ryan Adams
en ausencia del otro. La luz azul alumbraba ambas caras, resaltando la
dirección de la atracción, que estaba lejos de ser la misma. Kilómetros de
distancia donde conectar con los no presentes, los desconocidos y los que iban
a mantener su mensaje, idéntico, mañana. Ésa era la diferencia, que no se
trataba de una divergencia de intereses. Tan solo que −se decía ella−, mañana
será lunes y habrá tiempo para preocuparse. Y como ya no se podía hacer nada (o
ya se había hecho todo), ¿por qué dejar que robasen, también, esa noche de
domingo? Sobre todo cuando, los dos, la necesitaban tanto.
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