Son ya muchas
las generaciones que han crecido con los cuentos tradicionales presentados a
través del filtro de Disney, versiones que incluyen canciones pegadizas y finales
almibarados. Son, en resumen, fantasías bien amortiguadas donde la justicia y
los buenos actos terminan siempre por salir airosos, lo que deja un ambiente
sosegado que anticipa los más apacibles sueños. Sin embargo, no era éste el
efecto que los primeros cuentos pretendían. Siendo muchos más brutales en sus
narraciones primigenias, reflejo de la sociedad del momento. Porque si algo ha
caracterizado a los cuentos, es su maleabilidad; esa capacidad de adaptarse a
los tiempos para seguir cautivándonos.
Disney los
dulcificó y Pixar inició la costumbre de añadir capas a las historias, de modo
que tanto niños como adultos, puedan seguir una trama personalizada. Pero estas
variantes no son nuevas, sino que han ido sucediéndose desde que el cuento es
cuento. De ahí que se conozcan versiones de la Cenicienta en la China Imperial o de La Bella durmiente en la Dinastía XX de Egipto. Piezas que han ido
integrando −y evolucionando− el folclore y otras leyendas para adaptarse a las distintas
necesidades generacionales.
Sería al
pasar del formato oral al escrito donde parte de estos relatos se enfocarían al
público más joven. Anteriormente, los cuentos eran un entretenimiento adulto,
por lo que no era extraño que incluyesen pasajes violentos o sexuales. Tampoco
existían términos como “control parental” o “advertencias de sensibilidad”, ya
que primaban cuestiones más básicas; algunas tan evidentes como la propia
supervivencia, lo que no daba mucho margen a engendrar posibles traumas.
El francés Charles
Perrault, el italiano Giambattista Basile o los alemanes hermanos Grimm se
encargarían de recopilar y, en ocasiones crear, las historias que aún hoy
nutren nuestro cine y literatura. Eso sí, narradas en su versión más áspera y
sanguinolenta, donde las perdices del cierre brillan por su ausencia. Unos
autores que parecían plenamente consciente de que el mundo, ya incluya hadas y
princesas, no es un lugar fácil.
Caperucita Roja
La historia
de Caperucita fue narrada de generación en generación hasta que Charles
Perrault la transcribió en 1697. Su versión mantiene los elementos clave del
engaño y la usurpación de identidad, pero el escritor francés eliminó algunos
de los pasajes más crudos. Una de las escenas suprimidas describe un momento de
canibalismo por parte de Caperucita quien, engañada por el lobo, come carne y
bebe sangre de la Abuela.
Lo que no
censuró Perrault, fueron las intenciones libidinosas del lobo. Identificado
como el villano de la historia, sus deseos de carne son más eróticos que nutritivos
y su objetivo no es otro que terminar con la pobre Caperucita desnuda en la
cama. Algo que sucede, tal cual, en esta primera narración. De esta
circunstancia terminaría desembocando la expresión “avoir vu le loup”,
traducido por un “haber visto al lobo”, como sinónimo de perder la virginidad.
El lobo ejemplifica
al prototipo de embaucador, ése que se deja llevar más por sus instintos que
por la razón. Perrault, que escribía para entretener a los invitados de la
Corte de Versalles, parece querer advertir a las jóvenes de este peligro con su
moraleja:
“Las jovencitas elegantes, bien hechas y
bonitas
hacen mal en oír a
ciertas gentes,
y que no hay que
extrañarse de la broma
de que a tantas el lobo
se las coma.
Digo el lobo, porque
estos animales
no todos son iguales:
los hay con un carácter
excelente y humor afable,
dulce y complaciente,
que sin ruido,
sin hiel ni irritación
persiguen a las jóvenes
doncellas,
llegando detrás de ellas
a la casa y hasta la
habitación.
¿Quién ignora que Lobos
tan melosos
son los más peligrosos?”
Los hermanos
Grimm, en un intento de suavizar el final, incluyeron el personaje del cazador,
el cual termina liberando a Caperucita y su abuela. Éstas renacen −ajenas a las
consecuencias de la deglución previa− pero, originalmente, tanto la una como la
otra, terminan en el estómago del lobo sin que nadie las salve.
La Bella Durmiente
La historia
de la Bella Durmiente apareció por primera vez recogida en el libro de Giambattista
Basile, Pentameron, titulada: Sol, Luna y Talía. Pero en este cuento,
nada se desarrolla del cándido modo que Disney mostró en su película de 1959. Por
el contrario, está lleno de giros truculentos que alarmarían a los padres
actuales. Empezando, sin ir más lejos, por el famoso príncipe.
El príncipe
azul del Pentameron, poco tiene de
ensueño; ya que en lugar de seducir a la bella princesa, decide obviar
cualquier fase de cortejo. De hecho, su primer encuentro transcurre con una
Talía –llamada así en la versión de Basile− sumida en un profundo sueño. A
partir de ahí, terminan todas las similitudes, ocurriendo lo siguiente:
“Al verla el rey,
creyendo que dormía, la llamó. Pero como no despertaba por mucho que hiciese o
gritase, y habiendo quedado encandilado ante sus beldades, la llevó en brazos
hasta un lecho y allí recogió los frutos de amor, y, dejándola acostada,
regresó a su reino, donde no se acordó durante mucho tiempo de lo que le había
sucedido”.
La conducta
de este soberano, lejos de ser caballerosa, tiende más al perfil de delincuente
que, además, carece de remordimientos. Los versos del “eres tú, el príncipe
azul que yo soñé” se tornarían pesadilla en este cuento, pues no es lo mismo un
casto beso resucitador que una violación prácticamente necrófila.
De este
encuentro sin consentimiento nacieron dos niños: Sol y Luna. Los cuales
sobrevivieron gracias a la ayuda de unas hadas, que colocaron a los pequeños
junto al pecho de su madre. Una labor efectiva aunque poco mágica. Pero gracias
a este proceso, uno de los bebes terminó por sacarle la astilla del dedo.
Despertando Talía, frente al panorama de asumir que había sido madre (y por
partida doble).
Repentinamente,
el rey volvió a acordarse de la princesa dormida y fue a buscarla. Por lo que
podríamos añadir la reincidencia a los cargos:
“Contó entonces a Talía
quien era y cómo había pasado todo, surgiendo entre ambos una amistad y un
entendimiento grandes. Y, tras pasar unos días en su compañía, se despidió con
la promesa de llevársela”.
La
comprensiva −en exceso− Talía, pasó entonces de víctima a amante pues resultó
que el amnésico rey estaba casado y volvió a su reino con la lengua bien larga,
soltando anécdotas sobre sus recién descubiertos hijos. La reina, que ya
sospechaba de aquellas partidas de caza tan largas, envió buscar a los niños
con la secreta intención de cocinarlos y servirlos al rey. Perpetuando el mito,
una vez más, del canibalismo en las fábulas.
Al cocinero
–que resulta ser el más cabal en esta historia− le puede la compasión y esconde
a los niños, cocinando un par de cabritos en su lugar. El rey los degusta despreocupado
para regocijo de la despechada reina. Ésta, no satisfecha con el número de antropofagia,
hizo venir a Talía con la intención de vengar su, todavía maltrecha,
honorabilidad:
“¡Sed bienvenida, doña
Zorrilla! ¿Tú eres aquella fina pieza, esa hierba mala que goza de mi marido?
¿Tú eres la perra que me da tantas jaquecas? ¡Anda, que has llegado al
purgatorio, donde pagarás por el daño que me has hecho!”
Talía trató
de disculparse, a fin de cuentas, aquello había ocurrido estando ella dormida
pero la reina no atendió a razones y mandó quemarla. Ya prendía la hoguera
cuando el rey desmemoriado apareció y descubriendo aquello, terminó lanzando a
las llamas a su desdichada esposa.
“Tras entregar una buena
propina al cocinero y nombrarlo gentil-hombre de cámara, tomó a Talía por
esposa, la cual disfrutó de larga vida con su marido y con sus hijos,
constatando después de todas sus vicisitudes que a quien a Dios bien quiere,
durmiendo le llueven los bienes”
Un final
feliz, suponemos…
La Cenicienta
Este cuento
se remonta a la China del siglo IX con Ye
Xian como protagonista y un pez mágico en el papel de hada madrina. Pero el
mundo occidental tendría que esperar a 1634 para descubrir su propia versión de
mano de Giambattista Basile y bajo el título: “La Gata Cenicienta”.
Para el
italiano, Cenicienta se llama Zezolla y sufre el desprecio de su nueva
madrastra. La muchacha se desahoga hablando con su maestra, lamentando no tener
una madre tan buena como ella. Son tantas las veces que se lo repite, que ésta
termina por creer que aquel no sería un mal plan. Y juntas trazan lo siguiente:
“En cuanto tu padre
salga, dile a tu madrastra que quieres uno de esos vestidos viejos que están en
el baúl del desván para no gastar el que llevas puesto. Ella, que te quiere ver
pobre y zarrapastrosa, abrirá el baúl y dirá: «Sujeta la tapa». Y tú la
sujetarás y, mientras ella esté hurgando por dentro, vas y sueltas la tapa de
golpe, y así se partirá el cuello.”
A Zezolla la
espera previa al asesinato se le hace eterna −“le pareció que cada hora duraba
mil años”−, ansiosa como estaba, de despedirse de su odiosa madrastra. Pues a
diferencia de Disney, los personajes de Basile tienen una moralidad más dudosa
o, cuanto menos, cambiante. Alejada de aquella Cenicienta de personalidad
intachable, Zezolla no siempre actúa bien y la mueven sentimientos distintos al
altruismo.
Pero no
termina aquí el drama, y Zezolla, aunque en un principio recibe un trato predilecto
por parte de su maestra −y ahora madrastra−, ésta pronto se olvida del favor y
vuelve a desterrarla a los fogones. Y, por si fuera poco, se saca de la mano no
una ni dos, sino seis hijas que hasta el momento había mantenido ocultas.
Logrando, incluso, que su marido las quiera más que a su propia descendencia. Un
revés kármico que Basile no duda en enmendar.
Para ello
crea a la paloma de las hadas que vive en la isla de Cerdeña, una suerte de
hada madrina, que le dará a la Gata
Cenicienta una semilla de dátil de cuyo árbol brotarán todos sus deseos
(más natural y con menos bibidi babidi bú).
Así, Zezolla consigue ir al baile real con el vestido más lujoso, acaparando la
atención del príncipe.
Basile
mantiene la trama del zapato perdido, detalle que ya aparecía en el relato
chino: un calzado diminuto que solamente encajaría en el pie de su verdadera
dueña. Lo cual tenía su razón de ser en Oriente, consagrados como estaban al
culto de los pies minúsculos. Para ello, llegaron a aplicar vendajes a las
niñas de alta cuna, evitando así su crecimiento. Una atrocidad que fue
apreciada durante siglos, como símbolo de estatus y belleza.
Al encajar el
zapato en el pie de la joven, el escritor italiano da un cierre feliz a
Zezolla. En cambio, los hermanos Grimm añadirían un toque más siniestro a ese
instante, haciendo que las hermanastras, en su obsesión por encajar el pie en
el zapato, terminasen recurriendo a la amputación:
“Entonces, la madre,
tendiéndola un cuchillo, le dijo:
- ¡Córtate el dedo!:
cuando seas reina no necesitarás andar a pie.”
Y así lo
hicieron: una se cortó el dedo gordo y otra el talón. Siendo la sangre la señal
que desvelaría el engaño al −suponemos− cegato príncipe.
Como la
mutilación no les pareció suficiente castigo, los Grimm pusieron el broche de
oro a su Cenicienta con unas palomas atacando a sus hermanastras durante la
boda. Éstas les sacaron los ojos a picotazos, dejándolas ciegas para siempre. Y,
entonces sí: colorín, colorado, este
cuento se ha acabado.
[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora]
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