Al pensar en los pioneros nos viene a la mente la imagen de
aquellos hombres y mujeres dispuestos a cruzar el océano con la esperanza de fundar
un mundo nuevo. El problema era que aquel “nuevo mundo” ya existía y había
estado habitado durante generaciones por los nativos del lugar: Cherokees,
Apaches, Quapaws, Siouxs... infinidad de tribus que aprendieron a adaptarse a la
salvaje Norteamérica. De hecho, si muchos de estos colonos sobrevivieron fue
gracias a las enseñanzas de los indios; un gesto que obtuvo una contrapartida
menos generosa (enfermedades, exilio…) y que redujo drásticamente su población.
La colonización del siglo XIX difícilmente podrá deshacerse de
su oscuro legado, pero centrándonos en el punto de vista de los recién
llegados, resulta tentador imaginar las sensaciones de aquellos pioneros. El
sobrecogimiento de atravesar las llanuras de Nebraska o la impresión de divisar
las Montañas Rocosas. El continente norteamericano era inmenso y lleno de
contrastes, pero sobre todo, no se parecía a nada de lo que habían visto antes.
El impacto de aquellos paisajes tuvo, sin ninguna duda, que emocionarles;
aunque no por ello el más ordinario de los días estuviera exento de dureza.
En 1850 comenzaría la travesía de la familia Oatman, a la que
no movía el afán de aventura, sino los designios divinos de su pastor, James C.
Brewster. Éste, tras varias disputas, se desvinculó de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y se dispuso
a liderar su propia fe. Brewster creía que el lugar sagrado para los mormones no
se encontraba en Utah, sino en California, y convencido de ello, condujo a sus
seguidores a través del desierto. Al llegar a Santa Fe, casi un año después, la
caravana volvió a dividirse. Algunos decidieron asentarse allí, otros
continuaron hacia el norte, y los Oatman decidieron alcanzar la desembocadura
del Colorado en solitario.
A la familia se le advirtió que aquel tramo era estéril y
peligroso, pero como suele decirse en estos casos: la fe mueve montañas (y camufla
bastante bien los impulsos suicidas). Aquella elección pronosticaba la tragedia,
pero Royse Oatman decidió continuar el camino junto a su mujer y sus siete
hijos. Para evitar las altas temperaturas, los Oatman viajaban de noche, pero
eso no impidió que los bueyes fueran cayendo, a la par que las provisiones,
cada día más escasas. Aquel era un
páramo seco y sin vegetación, donde ondeaba el aire y la cordura se desvanecía.
La situación comenzaba a ser desesperada cuando un grupo de nativos alcanzó el
carruaje. Los indios querían comida y tabaco pero la familia no podía
prescindir de nada. Sorpresivamente, la negociación derivó en ataque y los yavapais apalearon a los pioneros hasta
la muerte. A todos salvo a dos: las hermanas Olive y Mary Ann, de 13 y 8 años,
respectivamente.
Lorenzo, el hermano mayor, fue dado por muerto pero
milagrosamente sobrevivió a los golpes. Las niñas, en cambio, se creían
completamente solas: sin familia, ni testigos de la masacre. Sus opciones parecían
pocas y ahora, además, eran prisioneras de los yavapais. Con ellos recorrieron el desierto durante días, quedando
muy debilitadas a causa de la deshidratación y los golpes. El maltrato sufrido
durante el trayecto las convencería de su nueva realidad: eran esclavas de los
indios.
La aparición
de los Mohave
Las hermanas pasarían un año en cautividad, tratando de
sobrevivir a las extremas condiciones del desierto de Arizona. Los yavapais se alimentaban de carne de
venado, ardillas o serpiente hervida, pero ellas debían conformarse con los brotes
de yuca, raíces o tunas que encontraban. Cualquier queja era rápidamente
reprendida, Olive explicaría como “se
deleitaban dándonos latigazos injustificados más allá de nuestras fuerzas”.
Afortunadamente, la suerte de las niñas cambiaría cuando una
tribu vecina, los mohave, apareció
para hacer negocios con ellos. A los recién llegados les llamó la atención la
presencia de las dos niñas blancas y movidos por la compasión, pactaron un
intercambio. Un par de caballos y mantas sirvieron para trasladar a las
hermanas a su nuevo destino.
Los mohave vivían
en un valle donde los bosques de álamo y los pequeños campos de trigo
contrastaban con las tierras baldías de los yavapais.
Olive y Mary Ann pasaron a formar parte de la familia de Espanesay y Aespaneo, un
matrimonio que las crió como a sus propias hijas. Para demostrar su unión con
la comunidad, se les tatuó en la barbilla, brazos y piernas, unos dibujos a
base de gruesas líneas azules. Con este diseño tradicional, los mohave aseguraban el reencuentro de sus
miembros en el más allá, y suponía una prueba de su compromiso con las niñas. De
hecho, el término que éstos utilizaban para describirlas era “ahwe” que
significa “extraño” y no “esclavo” o
“cautivo”.
Mujer Mohave con los tatuajes tradicionales |
Aparentemente, las hermanas Oatman se integraron totalmente
en la comunidad hasta el punto de que, en
febrero de 1854, no dijeron nada cuando aparecieron más de cien hombres
blancos. Eran topógrafos que estudiaban el terreno buscando trazar una ruta para
el ferrocarril desde el río Misisipi hasta el Pacífico. El equipo pasó una
semana con los mohave, que fueron
descritos como amistosos y serviciales, siempre dispuestos a echar una mano. Puede ser que las niñas, al creer que no les
quedaban parientes vivos, hubiesen abandonado por completo la idea de escapar.
Pero el afecto con el que Olive siempre relató a su familia mohave pone en duda esta teoría.
Las chicas continuaron llevando una vida pacífica entre los nativos
hasta que una hambruna terminó con la vida de Mary Ann. Su muerte −junto a la
de muchos otros miembros de la tribu− fue consecuencia de una inundación que
destrozó las cosechas. Olive trató de conseguir comida para su hermana, incluso
fue con varios de los mohaves a
buscar alimento a las montañas pero Mary Ann, que nunca se había recuperado totalmente
de sus marchas forzadas a través del desierto, falleció a su regreso. La
comunidad se dispuso a preparar la ceremonia de cremación cuando Olive los
detuvo. Quemar a los muertos suponía una atrocidad según sus creencias
mormonas, por eso pidió enterrarla y aunque esta idea contradecía las
costumbres del poblado, la dejaron hacerlo. Olive eligió para ello una zona del
jardín, aquel que su nueva familia les había regalado, justo a su llegada.