Los dibujos
de la pequeña Laurie Lipton no eran los garabatos típicos de los niños de su
edad. En aquellas hojas de papel, Laurie dibujaba cuerpos que se retorcían y
adquirían muecas siniestras. Sus gustos siempre fueron peculiares: prefería
quedarse en casa a salir fuera a jugar y de todos los colores, elegía siempre el
negro. Un lápiz era todo el color que necesitaba el particular mundo que
producía su cabeza. Uno cuyos padres mostraban con orgullo, desconcertando a
las visitas, que no llegaban a entender como una niña era capaz de crear algo
tan escalofriante.
Los señores
Lipton, lejos de adquirir actitudes represivas o de psicoanálisis, la alentaron
a seguir dibujando. “Yo era una niñita
angelical y mi imaginación era brutal y sangrienta. Por suerte, mis padres nunca
me censuraron. Siempre me animaron a hacer exactamente lo que quería
artísticamente. En todo lo demás yo era educada y obediente. ¿Será tal vez por
eso que mi estilo es salvaje pero mi técnica es extremadamente controlada?”,
se pregunta la artista.
Apoyada por
sus padres, Laurie estudiaría Bellas Artes pero la universidad no le reportaría
el conocimiento que necesitaba. Eran los tiempos de la conceptualidad, donde el
marketing personal medía la calidad del artista. La obra se envolvía de
narraciones difícilmente observables, en lugar de dejar que ésta hablase por sí
misma. Y si hay algo que caracteriza el trabajo de Lipton, es la emanación
constante de impresiones. Sus dibujos son incapaces de dejar indiferente a
nadie: perturban, intrigan, entusiasman... Algunos los adoran y otros los
rechazan, pero no necesitan de un discurso previo para producir efecto.
Su obra habla
y lo hace en detalle. Un laberinto de microscópicas partes compone cada pieza.
Si alguna vez se sintió obligado a permanecer un tiempo extra delante de un
cuadro para fingir apreciación, con Lipton no necesitará hacerlo. Cada
centímetro del papel esconde un detalle, ya sea una sombra o el reflejo en una
pupila: “Hay mucho oculto en mi obra y
hay mucho oculto en mí”, suele decir. Su minuciosidad fuerza la observación
e invita a perderse en una atmósfera hipnótica que no tiene más modelos ni
referencias que las que hay en su imaginación.
“Todo era abstracto y conceptual cuando
estudiaba”, explica. “Solía saltarme las clases y sentarme durante
horas en la biblioteca a hacer copias de Durero, Memling y Van Eyck. Así que
aunque fui a una de las mejores universidades de arte de los Estados Unidos,
soy autodidacta. Mi extraña manera de dibujar consume una cantidad de tiempo
inmensa, pero me permite alcanzar la misma calidad luminosa que alcanzaron los
Maestros del Renacimiento.” Una declaración así podría sonar presuntuosa
pero, ciertamente, su técnica es asombrosa: una superposición de líneas y finos
trazos con los que recrea sombras y consigue un realismo fotográfico.
Lipton no
dejar de repetir que dibujar es lo único que sabe hacer y que es buena por
simple dedicación. El tiempo y la constancia son su receta para el éxito, no
hay atajos. “Me impongo tareas imposibles:
miles de rostros, una ciudad donde se ve cada ventana, un paisaje con cada
brizna de hierba... si me fuera a preocupar por el tiempo que necesito, jamás
me podría a ello. Tampoco soy masoquista. Abordo cada dibujo con un sentimiento
de "¿Podré?", y a la mierda con el tiempo y las consecuencias. Así que
cuando la gente me pregunta −como inevitablemente sucede− cuánto tiempo me
lleva cada dibujo, les miento y me invento un número. En realidad no tengo ni
idea”.
Una artista sin envolturas
Como le
ocurría de pequeña, la Laurie Lipton adulta sigue sin encajar; ahora en el
perfil de artista extravagante. Trabaja como nadie, dedicando sesiones
maratonianas a cada pieza, pero le basta con eso: dibujar. “Vivo en la hoja de papel, y lo que sucede entre el papel y yo, es toda
mi vida”. Ignora cualquier tipo de atrezo adherido al personaje, no se
envuelve de excentricidad y reserva toda su creatividad para su trabajo. “La gente siempre se decepciona cuando me
conoce, porque piensa: ‘Oh Dios mío, eres muy normal”, comenta con
sarcasmo, “Tienes pinta de hornear
galletas”.
La confusión
es comprensible. Sus dibujos son tan únicos que se espera encontrar detrás a
alguien igual de llamativo. Cuesta creer que algo así nazca de alguien tan,
aparentemente, corriente y, sin embargo, Lipton continua rompiendo normas. “Es como si hubiera otro ser dentro de mí y
toma el control. He llegado a aceptarlo. Antes solía luchar contra él y
pensaba: ¿por qué estoy en este cuarto sola desperdiciando mi vida? Pero ese es
mi papel. Me pusieron en la Tierra para dibujar, básicamente. Algunas personas
están aquí para hacer cosas más importantes pero lo mío es apretar el lápiz”.
Y a ello se
dedica en cuerpo y alma. Sus intentos de agitar se reducen al papel. Es ahí
donde puede transmitir un mensaje contundente. Es su revolución y será su
legado, una serie que ha ido creciendo con el tiempo del pequeño formato al
monumental. Sus dibujos miden ya varios metros, por una cuestión de necesidad. “Cuando pones agua en un recipiente, se
expande para adaptarse a él”, dice durante el documental biográfico Love bite, “Pues ahora mi imaginación mide dos metros y hacer una obra más pequeña
me restringiría mucho”.
Enfrentando la muerte
La felicidad de
Lipton se reduce a crear un mundo de la nada, coger un papel en blanco y verter
en él su universo, con un estilo que ella misma define como “una mezcla entre Bosch, Breugal, Goya, Van
Eyck y Woody Allen”. Un peculiar cosmos donde la muerte suele estar
presente. Los esqueletos son uno de sus personajes recurrentes pero tiende a
intercambiar los papeles: muestra a los muertos en su forma humana y convierte
a los vivos en huesos. Una especie de recordatorio. “Dibujo las cosas que me perturban en la vida y la muerte empezó a
perturbarme a los 6 ó 7 años”, aclara.
“Fue un gran shock cuando murió mi
madre. No sólo el hecho de su muerte, sino la forma en que las personas que me rodeaban
trataban el tema. Era una vergüenza, y el vocabulario que utilizaban para expresar
sus condolencias apestaba a tarjetas de felicitación. Me di cuenta de que no
tenemos palabras para la muerte en nuestra sociedad. Todo se centra en ser
joven y en mantener a raya las arrugas, y en estar saludable y libre de olores”
se queja. La artista
quedaría fascinada al descubrir como los
mejicanos celebran el famoso Día de
Muertos, en un ambiente festivo con música, cantos y bailes. “Sentí envidia por su forma de abordar la
muerte” diría, “Mi cultura huye de ella.
Vivimos en la ilusión de tener todo el tiempo del mundo mientras nos sometemos
a liftings y botox. Nos engañamos pensando que es algo que le sucede al resto,
que sólo los perdedores mueren”.
Enfatizar la
muerte en sus dibujos es, por tanto, una forma de rebeldía pero también una
llamada de atención. Las calaveras se integran en paisajes apocalípticos,
acercando al espectador a un futuro distópico donde reina el abandono: el
fracaso de una civilización representado con meticulosidad. Cuando sus
personajes no están muertos parecen desquiciados. Es entonces cuando se detecta
otro de sus referentes: la crítica al consumo desmedido, al American way of life, donde amas de casa
de mirada psicótica sonríen mostrando sus alacenas atestadas y sus neveras al
borde del colapso.
Con su arte,
Lipton busca remover conciencias. ¡Despertemos!, gritan muchas de sus obras. A
Laurie le duelen las desigualdades, que la riqueza se acumule en unas pocas
manos o que la democracia parezca, muchas veces, un teatro con el que apaciguar
a las masas. Dibuja a los líderes convertidos en marionetas y plasma escenarios
derruidos mientras los poderosos se frotan las manos. Como siempre recalca,
dibujar es lo mejor que sabe hacer, y con su capacidad excepcional de
sobrecogimiento, intenta hacer llegar el mensaje.
Miradas asépticas
Los
personajes que observan pero sin decidirse a actuar, ocultos tras una cortina o
mirando de reojo, son una de las obsesiones de Lipton. Pero los observadores
que se convierten en cómplices son algo más que iconografía personal, escondiendo
un hecho traumático de la vida de la artista. Con cinco años, la pequeña Laurie
jugaba con sus amigos en la calle cuando un desconocido se acercó al grupo de
niños. “¿Queréis ver mi cachorrito?”,
les preguntaría. Todos se negaron o ignoraron al extraño pero Laurie era
curiosa y acompañó al hombre al fondo del barranco. Sus amigos se quedarían
arriba, observando intrigados y aún sin entender el abuso que estaba teniendo
lugar ante sus ojos. Lipton describe el espeluznante suceso con una
tranquilidad insólita: “Fue sólo un
incidente loco, una colisión de este hombre y yo, que cambió toda mi vida y mi
percepción”.
El suceso transformaría
su visión de las cosas y la recluiría, conformando el dolor en blanco y negro que
destilan sus dibujos. “Sé que suena muy
extraño pero le estoy agradecida por ello”, explica en Love bite. “No estoy
agradecida por lo que sufrió aquella niña”, matiza, “Sufrí. La pequeña Laurie sufrió pero ahora, en este momento, estoy
agradecida. Es extraño, ¿verdad? Nunca se sabe, nunca sabes qué tipo de don
nace del sufrimiento”.
De esa
indefensión con asépticos espectadores nacen algunas de sus obras más
impactantes donde realiza una crítica a la generalizada anestesia emocional,
como si la sobreestimulación de imágenes hubiese dado lugar a una sociedad que
consume guerras, asesinatos y todo tipo de atrocidades sin inmutarse. En
ocasiones existe el estremecimiento pero es breve y no impide que sigamos
comiendo sin apartar la vista de la masacre. La pantalla nos protege de la turbación,
ofreciendo un aire de irrealidad a la tragedia que se entremezcla con los
cortes publicitarios.
“Vivimos a través de pantallas y
existimos a través de pantallas. Sociabilizamos a través de pantallas e interactuamos
entre nosotros en soledad. Todas esas
cosas a las que estamos enchufados nos desconectan de nosotros mismos, de
nuestras emociones y de nuestro conocimiento”. Laurie no rechaza la tecnología pero
sí su mal uso. Internet le ha permitido llegar a muchísima más gente y admite
que puede servir para denunciar injusticias. No obstante, reconoce que la continua
monitorización de estados no es buena. Crea una ilusión de cercanía pero al
final nos despersonaliza, manteniéndonos al margen los unos de los otros.
Móviles,
ordenadores y pantallas son sus últimos temas de batalla pero no serán los
últimos. Pese a haber cumplido los sesenta, Lipton mantiene vivo su espíritu
creativo y ansía seguir retándose: “Mi
pieza favorita es siempre la siguiente. En el proceso siento que mi próximo
dibujo será fabuloso, pero cuando está terminado ya no tiene ningún interés
para mí. Supongo que eso es lo que me levanta por la mañana: la emoción y la
exploración de una nueva obra de arte”. Su afán es tan incansable que
cuando se le pregunta sobre su propia muerte, rechaza cualquier detalle
funerario en favor de una hipotética criogenización: “Si tuviera el dinero me congelaría con la esperanza de que la ciencia
llegue a erradicar la muerte y me reanimé. Quiero dibujar durante otros cien
años”.
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