¿Recuerdan aquello de “es
mejor callar y parecer estúpido, que hablar y disipar toda duda”? Ni
siquiera necesitan conocer la fuente original (Mark Twain), basta con haber
visto Los Simpsons para reconocerla.
La frase tiene sus variantes en el refranero popular, esas pequeñas píldoras de
sabiduría que se traspasaban de padres a hijos; eran tiempos donde pocos sabían
leer o escribir, pero entendían el concepto y la importancia de llevarlo a
cabo. Ahora, con menores tasas de analfabetismo, la premisa parece tener una
reacción más afín a la de Homer Simpson: “Debo
decir algo o pensarán que soy idiota”. Un automatismo que se ha revestido
de derecho, amparándose en una confundida libertad de expresión.
Esta conducta solía verse frenada por los más cercanos pero
hoy en día, al ocurrir con una pantalla de por medio, el entornar masivo de
ojos no surte el mismo efecto. Por el contrario, “el ideólogo” se puede encontrar
jaleado por un séquito que representa fielmente aquello de “los que más hablan son los que menos tienen que decir”. Porque internet, y especialmente las redes
sociales, se han convertido en una ventana excepcional, un escaparate donde verter
lo primero que se nos pase por la cabeza y encontrar, en la inmensidad de la
red y gracias al hashtag adecuado, un gemelo de pensamiento que nos aliente.
Por eso, en pleno siglo XXI, hay un grupo cada vez mayor de
personas que cree, y afirma, que la tierra no es redonda. Poco importa el
historial de pruebas científicas, ni mucho menos, el material gráfico existente;
que la NASA envíe fotos y vídeos no significa nada, ¡podría ser todo un
montaje! Es una parte más de las teorías de conspiración que se remontan al alunizaje
de 1969, considerado el rey de los fraudes. “Hasta
que no lo vea con mis propios ojos, no lo creeré”, es el argumento más
repetido. De manera que la información debe convertirse en experiencia para ser
válida. Un sistema que es toda una contradicción en sí mismo.
Para dudar de la esfera terrestre, aplican el mismo juego de
la experiencia: miro al horizonte y veo una línea recta, por tanto, al final de
eso debe existir un precipicio donde habita el Kraken. Bueno, lo de los
monstruos medievales ha desaparecido de la historia, intercambiándose ahora por
una barrera de hielo que evita el desbordamiento de los océanos. Al menos así
lo defiende la Flat Earth Society, un
grupo de convencidos “terraplanistas” que afirma, sin titubeos, que lo mejor es
“confiar en los propios sentidos para discernir la verdadera naturaleza del mundo
que nos rodea”. Por lo que: si el mundo parece plano, tendrá que serlo.
El movimiento incluye gráficos y referencias históricas con
los que convencer a los más ingenuos, como una serie de animaciones de nuestro
planeta convertido en disco y sobre él, una cúpula que incluye la atmósfera, el
sol, la luna y las estrellas. Y así, a fuerza de implicar el escepticismo de
Descartes y citar algunos experimentos (ya refutados), ganan adeptos. Cuando sería suficiente con poner en
práctica la duda cartesiana a la que nos invitan para descubrir las mentiras
que los sustentan. Una rápida consulta en la red desmorona sus principales
credenciales científicos, como el experimento de los niveles de Bedford. Los terraplanistas se amparan en las
observaciones que Samuel Birley Rowbotham realizó en 1838 y que, efectivamente,
concluían que la Tierra no era redonda. Sin embargo, no incluyen que unos treinta
años más tarde, en 1870, el experimento se ajustó para evitar los efectos de la
refracción atmosférica. De esta manera, Alfred Russel Wallace encontró una
curvatura que demostraba la forma esférica del planeta.
Los terraplanistas presumen
de dudar de todo excepto de sus propias fuentes terraplanistas. Cuestionan el
consenso científico en favor de teorías de complot donde son ellos contra el
mundo y no hay eclipse (para el cual tienen una explicación alternativa, por
supuesto) que les haga cambiar de idea. Como dijo Neil deGrasse Tyson en Comedy Central: «Todo esto es un síntoma de un problema mayor. Hay un creciente
esfuerzo anti intelectual en este país que tal vez sea el principio del fin de
nuestra democracia informada. Por supuesto, en una sociedad libre puedes y
deberías pensar lo que quieras. Si deseas pensar que la Tierra es plana,
adelante; pero si piensas que el mundo es plano y tienes influencia sobre otros
(…), entonces, estar equivocado se convierte en dañino para la salud, la
economía y la seguridad de nuestros ciudadanos. Descubrir y explorar nos ha
sacado de las cavernas y cada generación se ha beneficiado de lo que las
generaciones previas han aprendido. Isaac Newton dijo: “Si he visto más lejos
que otros, es por estar subido a hombros de gigantes”. Por eso, cuando estás
sobre los hombros de aquellos que han estado antes que tú, deberías ver lo
suficientemente lejos como para darte cuenta de que la Tierra no es jodidamente
plana».
Duda, pero hazlo
científicamente
Ciertamente, preguntarse por el sentido de las cosas es una
habilidad humana de avance. Nuestra curiosidad cimienta nuestra inteligencia.
Por eso, dudar y querer saber cómo funciona algo es una cualidad positiva.
Gracias a ese impulso existe la ciencia que, a diferencia de los credos, no es
inmutable. El científico usa la experiencia medible y los datos observados para
explicar los acontecimientos, cuyas conclusiones pueden verse alteradas si
aparece nueva información que contraste o desmienta lo anterior. Pues al
contrario que los dogmas, la ciencia admite los cambios; cambios basados en la
observación y los experimentos, claro.
El problema de muchos preceptos científicos es que, a la
mayoría se nos escapan, pues necesitamos tener una base previa para asimilarlos
en toda su magnitud. Por eso el común de los mortales no llega a entender, por
ejemplo, los entresijos del Big Bang, pero basta una dosis pequeñita de
racionalidad para reconocer que, el hecho de que uno no lo entienda, no lo
convierte necesariamente en falso. Sin
embargo hoy parece que nuestras propias limitaciones son las que delimitan el
error del acierto, dejándonos un margen muy pequeño de evolución y crecimiento.
Es más fácil creer en la conspiración: Estados Unidos lo
creó, China quiere que pienses eso, el Club Bilderberg está detrás de aquello...
Una psicosis constante que emula, muy bien, el fundamento religioso: la fe
ciega. Y es que, a fin de cuentas, las teorías de conspiración son una nueva
secta. Oponerse a sus creencias es considerado herejía e implica, para los
nuevos creyentes, una inferioridad de discernimiento por nuestra parte. Cuando
desacreditarlas no niega la posibilidad de engaños, manipulaciones e intereses
ocultos. Por supuesto que los hay, pero también, hay muchas más personas con
los medios y la disposición de sacarlos a la luz. Existen infinidad de opciones
para contrastar. ¿Lo malo? También las hay para equivocarse.
Internet
siempre te dirá lo que quieres oír
Hagan un ejercicio. Pongan en marcha su imaginación y piensen
en algo rebuscado, inverosímil. Ahora búsquenlo en Google. Hasta la más
descabellada de las ideas encontrará, como mínimo, un par de ecos en la
vastedad de la web. Por eso, si nuestra predisposición inicial es la de
aferrarnos a cualquier pista que avale nuestra teoría, la encontraremos; pero ése
no es el método científico. La ciencia no parte de una premisa y se queda con
aquellos valores que la confirman, sino que tiene en cuenta aquellos que la
contradicen.
Internet es una herramienta maravillosa pero su buen o mal
uso es algo individualizado. Tiene la capacidad de acercar a los que comparten
una idea y eso, en determinados movimientos, es excelente. Pero no hay filtros.
Puede ayudar tanto al encuentro de buenas
causas como a la reunión de terroristas o pederastas. Ofrece un contacto
inmediato del que nacen los grupos, que son los que dan fuerza y añaden valor a
las ideas: ya no soy el único que
piensa así, por lo que no hace falta cuestionar la ética de mis actos. La
sociedad puede ir en mi contra pero en mi refugio puedo seguir a
contracorriente.
La inmediatez de la red ayuda a propagar bulos, a expandir la
desconfianza y a influenciar masivamente. Se sabe que un porcentaje elevado de
personas no lee más allá del titular y mucho menos investiga el origen de las
fuentes, sólo necesita ver la información publicada en internet para concederle
autenticidad. De manera que la información va saltando de un lado a otro, cada
vez más tergiversada, igual que en aquel juego que hacíamos de niños de irnos
pasando un mensaje al oído. Al terminar, la frase final no tenía nada que ver
con la del principio.
Se pueden dar fenómenos inocuos, como el de la sueca Shelley
Floryd, una adolescente de 17 años que, aburrida, propagó el bulo de que
Australia no existía. Según ella, el continente fue un invento del Imperio
Británico, una mentira con la que deshacerse de los presos que, realmente,
habrían sido lanzados al mar conformando “una
de las mayores masacres de la historia”. Casi 20.000 personas compartieron
el texto escrito por Floryd en Facebook donde ofrecía múltiples teorías que
convertían a Australia en un engaño.
Su primer post consiguió más de 40.000 comentarios y el
asunto se volvió tan viral que derivó en un montón de australianos fotografiándose
con el periódico del día y el Opera House
de Sidney de fondo como prueba; algunos sin tomárselo demasiado en serio pero
otros realmente ofendidos. Al final, Floryd admitió que todo formaba parte de
una broma que se le fue de las manos.
El caso de Australia quedó en anécdota pero hay otros
movimientos donde el humor no tiene cabida y cuyos efectos producen un daño muy
real. Están las asociaciones antivacunas, una corriente que ha traído de vuelta
enfermedades prácticamente erradicadas como el sarampión, la poliomelitis o la difteria.
O los negacionistas del cambio climático, estos últimos con el peligro añadido
de que cuentan entre sus filas con líderes como Vladimir Putin o Donald Trump, con
papeles clave a la hora de ejercer políticas que frenen unas consecuencias que
nos afectan a todos.
De hecho, no hay prueba más evidente de los efectos de la
desinformación que el actual presidente de los Estados Unidos. Un personaje de reality, sin carisma ni
méritos, pero con una boca muy grande para opinar de todo. A golpe de tuit,
miente y genera todo tipo de polémicas. Poco importa que los implicados
corran a desmentir sus palabras. Al final, no hay consecuencias. Sólo notas de
prensa y comunicados que tienen menos efectos de pirotecnia que las palabras del
presidente. Y el problema es ése, que Trump es presidente, de manera legal y
arropado por casi sesenta y tres millones de personas. Gente que vio en él, no
al candidato mejor preparado o al que defendería con más fuerza sus derechos;
no, esos millones de personas vieron en él su propio reflejo. Trump, pese a tener su casa alicatada en
oro, es como ellos; y esa es la victoria de la ignorancia. Algo normal en
un tiempo donde se confunde la libertad de expresión con el “todo vale”. Donde
ser experto en algo no te da superioridad sobre la incultura. Tus conocimientos
no te diferencian “porque mi opinión
también cuenta”. Confundiendo el derecho a expresarse con una posterior
garantía de valor.
La libertad, por contradictorio que parezca, tiene límites. Es
lo que se conoce como la paradoja de la
tolerancia, una reflexión que el filósofo Karl Popper describió en 1945:
«La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto como ellos, de la tolerancia. Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente. Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede suceder que no estén destinadas a imponérsenos en el plano de los argumentos racionales, sino que, por el contrario, comiencen por acusar a todo razonamiento; así, pueden prohibir a sus adeptos, por ejemplo, que prestan oídos a los razonamientos racionales, acusándolos de engañosos, y que les enseñan a responder a los argumentos mediante el uso de los puños o las armas. Deberemos reclamar entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes»
Para Popper, ningún poder debía ser ilimitado, ni siquiera la
libertad o terminaría por degenerarse. Hoy, las palabras del filósofo
encontrarían infinidad de ejemplos de esa tolerancia a los intolerantes. Porque
hemos olvidado que la libertad va unida a la responsabilidad y que es nuestro
deber protegerla. En cambio, transigir los mensajes que llevan adherido el
abuso, la represión o la desigualdad, por sentir que así no coartamos el
pensamiento (o las intenciones) de los que son diferentes, es condenarla; ya
que, cuando los extremismos triunfen, entonces sí que no habrá lugar para la
discrepancia.
[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora]
No hay comentarios:
Publicar un comentario