La vida sin
Ronda continúa. Han pasado dos meses, aunque el tiempo ahora se mide de un modo
distinto. Uno que convierte los minutos en algo más denso y pesado. Como si la
sensación temporal se duplicase, viviendo el doble de horas por día. Pero no,
sólo han pasado dos meses. Dos largos y extenuantes meses con sus insómincas
noches.
Espero volver a dormir bien algún día. Sin sobresaltos ni desvelos. Porque esos momentos de la noche son los peores. No sé qué tienen esas horas para dar tan clarividencia, pero es ahí cuando los miedos se vuelven más puros. La angustia aparece desnuda y dispuesta a mostrar todos sus rincones; enfrentándote a todo lo que llevas evitando durante el día (dicho así suena muy poético pero es una mierda, punto)
Es devastador querer huir de tus propios pensamientos, tener
que ahogarlos con cualquier cosa porque el silencio no es una opción. ¡Agotador!
Silenciar mi propia conciencia me ha regalado un par de canas. Es mi regalo de
bienvenida a la vejez: tome usted, un motivo más por el que preocuparse. Aunque
ahora mismo éste ocupa un lugar bastante bajo en mi ranking de tragedias, pero
aspiraba a volverme canosa cuando pagar una peluquería no fuese un problema.
Pese a todo, he empezado a recuperar ciertos hábitos y creo que consigo aparentar bastante bien una normalidad que no incomode al resto: de puertas para fuera, nadie lo diría. Lo que sí percibo es una mecha más corta en general. Una ultrasensibilidad que me hace menos tolerante con la estupidez y las faltas de respeto. A lo mejor vivir en el monte me está haciendo más huraña pero no soporto las faltas de educación, la desconsideración y la invasión de mi espacio. Si pudiera ir haciendo desaparecer gente con un botón, lo desgastaría. Por otro lado, vuelvo a valorar los pequeños momentos, como el paisaje desde el coche o una conversación inesperadamente interesante. Quiero acumular más de todo eso, lo cual es un buen síntoma que me aleja del ostracismo.
Pese a todo, he empezado a recuperar ciertos hábitos y creo que consigo aparentar bastante bien una normalidad que no incomode al resto: de puertas para fuera, nadie lo diría. Lo que sí percibo es una mecha más corta en general. Una ultrasensibilidad que me hace menos tolerante con la estupidez y las faltas de respeto. A lo mejor vivir en el monte me está haciendo más huraña pero no soporto las faltas de educación, la desconsideración y la invasión de mi espacio. Si pudiera ir haciendo desaparecer gente con un botón, lo desgastaría. Por otro lado, vuelvo a valorar los pequeños momentos, como el paisaje desde el coche o una conversación inesperadamente interesante. Quiero acumular más de todo eso, lo cual es un buen síntoma que me aleja del ostracismo.
Lo que no se
me va (y tal vez no lo haga nunca), es el pensar constantemente lo que a Ronda
le habría gustado estar ahí, cómo lo habría disfrutado y lo mucho que su
presencia mejoraría el momento. Lo sé, es devaluar la realidad en favor de un
imposible pero no puedo evitarlo. A los creyentes les reconforta pensar que el
otro sigue ahí de algún modo (con las terribles consecuencias para la intimidad
que conlleva eso) pero mi realidad no es compatible con este tipo de fantasías.
Ya no está y no volverá a estar nunca más. Asumir este infinito inalterable es
lo más duro, pues no deja de ser un derivado más del miedo a la muerte. Qué
pena que nada de esto tenga sentido y que todo esté destinado al más absoluto
de los olvidos.