Apresurarse a decir
aquello de ‘el libro es mejor’, se ha
convertido en un cliché. Una frase manida que resulta pretenciosa, cargante y propia
de un Sánchez Dragó que se aferra con pedantería a aquello de ‘cualquier tiempo pasado fue mejor’. Por
eso a los tópicos es mejor no hacerles caso pero, ya sea por simple
estadística, en ocasiones tienen razón. Y en el caso de los libros, adaptación
y expectativas no suelen ir de la mano.
No es un
prejuicio. Así como desconfío de los que sólo citan libros que tienen su
equivalente cinematográfico (sospechoso, cuanto menos), suelo ser optimista con
las adaptaciones en formato serie. Porque es imposible condensar cientos de
página en una hora y media, pero en una temporada (o dos), las posibilidades
mejoran; y nadie se opone a prolongar un entretenimiento.
Tampoco se trata
de equipararlos tal cual, pues televisión y libros llevan ritmos diferentes. En
los últimos, el tiempo juega a su favor; ya que leer es un proceso pausado que,
sin perder emoción o intriga, permite un acercamiento más profundo a la trama. Y
cuenta con el punto extra de dejar una parte a la libre imaginación del lector.
El cine, por su parte, tiene todo lo demás: música, iluminación, efectos
especiales, actores… Ingredientes que, bien combinados, dan mucha más ventaja.
Sin embargo, tanto la pequeña como la gran pantalla tienden a subestimar al
espectador, abusando de las aclaraciones y el posterior regurgitado, que da
como resultado un puré bastante irreconocible.
Presuponen que
vamos a perdernos y por eso nos llevan de la mano, señalando todos los puntos y
retomándolos de nuevo (con explicaciones alternativas), “sólo por si acaso”. En
este sentido, los libros suelen ser más generosos. Si no los entiendes, asumen
que puedes cerrarlos, pero no van a degradar la experiencia en favor de unos
pocos. Y este es el caso de El cuento de
la criada, un libro que Margaret Atwood publicó en 1985, y del que Hulu ha
querido hacer su versión televisiva.
La República de Gilead
La serie,
inicialmente, tenía buena pinta. Estrenada el 26 de abril, cuenta con los
productores Warren Littlefield (Fargo) y Bruce Miller (Urgencias, Los 100), y con
Reed Morano (Amores asesinos, Dentro del dolor) como directora de los tres
primeros episodios. Entre los actores encontramos también cara conocidas:
Elisabeth Moss (Mad Men), Alexis
Bledel (Las chicas Gilmore) o Samira
Wiley (Orange is the New Black). Incluso
la propia Atwood aparece haciendo un breve cameo en una de las escenas. Y sin
embargo, para cualquiera que haya leído el libro, ver esta serie supone correr
el riesgo de enfrentarse a una mezcla de ira, confusión y decepción superpuestas
(solamente con el primer capítulo).
En el proyecto
de Hulu, la trama original ha sido despedazada y vuelta a unir con prisas y
barnices extraños. Alterar el orden de algunos de los acontecimientos sería
algo comprensible, pero en este caso, el nuevo planteamiento anula todo el
misterio que desprende el libro. Porque hay puntos clave que requieren un
recorrido, hace falta un contexto para comprender los matices de lo que está pasando. O
de lo contrario se convierte en una versión bastante libre de la idea de
Atwood. Empezando por sus personajes, que son jóvenes y guapos cuando no toca, lo
que resta turbiedad a las escenas.
Las historias
que en la novela se van descubriendo a lo largo de cuatrocientas páginas,
aparecen condensadas en los primeros 57 minutos de la serie. Destruyendo toda
la intriga y negando al espectador cualquier posibilidad de teorizar. Cuando uno
de los atractivos del libro es, precisamente, ese ‘querer saber más’. Siendo
imposible no devorar las páginas para descubrir el origen de la distopía. Algo
que, por otro lado, da verosimilitud, y consigue uno de los efectos perseguidos
por la autora: que no parezca ciencia ficción, sino algo que podría pasar.
De esta forma, encontramos
un escenario donde Estados Unidos ha pasado a ser una teocracia fanática. Tras
asesinar al presidente y disolver las Cámaras, los nuevos líderes irán
reduciendo progresivamente los derechos de las personas hasta establecer un
nuevo sistema de clases. La sociedad que origina este golpe de estado será
bautizada como República de Gilead y en ella, se limitará el papel de las
mujeres, dejando a aquellas que no son esposas de los Comandantes, relegadas a
las labores del hogar (las Martas) y la reproducción (las Criadas). Aquellas
que por edad o rebeldía no encajan en ninguno de estos dos servicios, pasan a
ser consideradas No-mujeres y son desterradas, usadas como mano de obra en un
entorno contaminado que disminuye su esperanza de vida.
La historia es
narrada por Defred, una de las Criadas que, envuelta en su hábito rojo, es
sometida a violaciones revestidas de ceremonia. Las mujeres son ahora un medio y
carecen de la libertad de decidir, incluso sobre sus propios cuerpos.
Un nuevo mundo de represión
La autora empezó
a escribir la novela cuando vivía en Berlín. Era 1984 y todavía existía el Muro
que dividía Alemania. En la introducción del libro, Atwood cuenta como durante
sus visitas al otro lado del Telón de Acero experimentó “la cautela, la sensación de ser objeto de espionaje, los silencios,
los cambios de tema, las formas que encontraba la gente para transmitir
información de manera indirecta”. Esa atmósfera opresiva y a ratos
psicótica, donde las intenciones de todos son puestas en duda, es uno de los
aspectos que El cuento de la criada retrata.
En él se percibe la angustia y el anhelo de lo que fue, pero sobre todo, Atwood
describe con maestría como el ser humano es capaz de adaptarse y terminar por
asumir una realidad injusta.
Siento que la
serie no ha conseguido transmitir esto de un modo tan efectivo como el libro. Pese
a contar con recursos para ello, a los creadores les han podido más las prisas
que el conseguir la ambientación adecuada. Obvian el hecho de que estas mujeres
apenas puedan tener contacto visual o como hace años que nadie las toca, cuando
es esa mezcla de falta de piel y sensación de invisibilidad lo que más las daña.
“¿Quién me censuraría por desear un
cuerpo verdadero para rodearlo con mis brazos? Sin él también yo soy incorpórea”,
se plantea su protagonista. Una necesidad primaria pero vital que se vuelve
algo anecdótico en la serie, donde la represión parece más un protocolo a
elegir que una verdadera imposición.
Es más, mientras
que el personaje original de Defred cuenta lo sucedido desde su papel de
observadora, como una historiadora que fue testigo de los hechos, la Defred
televisiva adopta un papel más activo. Su actitud huele a heroicidad desde el
minuto uno. No hay más que ver la escena del macaron, un gesto que se limita a transmitir la condescendencia con
que las Señoras tratan a las Criadas, y que adquiere en la adaptación varias
licencias impensables. Aquí Defred acepta la galleta para luego ir al baño a
escupirla. Va sola, algo totalmente prohibido, y entra en el de las Señoras,
como si las restricciones fueran algo arbitrario. Luego se mira al espejo (otro
lujo) desafiante, una pista más de su desobediencia.
Aún quedan
capítulos por emitir pero se intuye que los creadores han querido darle un giro,
fieles a esa manía tan americana de autoproclamarse salvadores del mundo.
Atwood no necesitó héroes. Su historia la protagoniza una persona normal, que
no sobresale ni por su valentía, ni por su decisión. Es una voz anónima que
lidia con la situación de la mejor forma que puede. Añora a su hija pero no va
a buscarla. Elucubra hipótesis sobre el paradero de su marido pero admite que,
de haberse desarrollado los acontecimientos de otro modo, posiblemente él no
habría sido el último: ‘la persona’ que mitifican los romances. No hay planes
de grandeza en sus días, porque en su austera realidad, el pensamiento también está
racionado. Una lucha que no será revolucionaria, sino más bien una batalla
contra el tiempo, con “la cantidad de
tiempo desocupado, los largos paréntesis de nada”.
Capacidad de adaptación
Otro de los
puntos que la novela trata, y en la serie pasan de puntillas, es la certeza de
que hasta el horror más terrible puede volverse cotidiano. Esto no quiere decir
que los personajes no sufran, lo hacen, pero la resiliencia (esa capacidad humana
de sobreponerse a la adversidad) termina por revertir de normalidad lo anómalo.
“El cerebro es un afanoso constructor de certidumbres”,
que diría Rosa Montero. Un mecanismo de supervivencia que ha sido parte de
nuestro éxito como especie y, al mismo tiempo, un augurio de sumisión masiva.
La historia de
la humanidad está repleta de casos que prueban nuestra adaptación a lo
impensable, desde guerras a gobiernos tiránicos; pero lo llamativo de la
versión de Atwood, es que la historia transcurre en un tiempo y en un lugar
reconocible por todos, lo que subraya ese ‘podría pasar’ que la escritora no
pierde de vista: “Como nací en 1939 y mi
conciencia se formó durante la Segunda Guerra Mundial, sabía que el orden
establecido puede desvanecerse de la noche a la mañana. Los cambios pueden ser
rápidos como el rayo”, explica. “No
se podía confiar en la frase: «Esto aquí no puede pasar». En determinadas
circunstancias, puede pasar cualquier cosa en cualquier lugar”.
Así, la autora describe
como acontece esa negación consensuada, basada en la fe ciega de creernos
intocables: “Las noticias de los
periódicos nos parecían sueños o pesadillas soñadas por otros”, cuenta
Defred en la novela. “Qué horrible,
decíamos, y lo era, pero sin ser verosímil. Sonaban excesivamente
melodramáticas, tenían una dimensión que no era la de nuestras vidas. Éramos
las personas que no salían en los periódicos. Vivíamos en los espacios en
blanco, en los márgenes de cada número”. Y esa desvinculación propiciará que
la nueva realidad se abra paso.
Lo que convierte
esta obra en algo tan actual, pese a ser una historia de ficción, es que no
cuenta nada que no haya ocurrido antes. “El
cuento de la criada se nutrió de muchas facetas distintas”, explica la
escritora. “Ejecuciones grupales, leyes
suntuarias, quema de libros, el programa Lebensborn de la SS y el robo de niños
en Argentina por parte de los generales, la historia de la esclavitud, la
historia de la poligamia en Estados Unidos… La lista es larga”. Momentos
devastadores pero reales, recopilados en el mismo plano temporal. Por eso, en
estos días donde los nacionalismos se disfrazan de solución y vence la
desconfianza con los movimientos de Trump o el Brexit; donde el cuerpo de la
mujer sigue siendo objeto de debate a causa del aborto o los vientres de alquiler;
y donde el estado del bienestar se difumina a golpe de privatización y
recortes, es importante volver a El
cuento de la criada. Tal vez la serie de un vuelco subversivo a sus
protagonistas, pero la novela de Atwood, aunque no tiene la intención de ser
profética, lanza una advertencia mucho más real. Ninguno querríamos que algo
así pasase y confiamos en ese pensamiento, pero se trata de una creencia
envuelta en deseo. La misma que otros muchos antes que nosotros, tuvieron y
para los que reaccionar, llegó demasiado tarde.
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