Sólo hay que remontarse
un par de generaciones para encontrar el origen de la ciencia ficción tal y
como la conocemos. El género se abriría paso a través de las revistas, las
primeras en apoyarlo y en ponerle nombre; pues el término “ciencia ficción” se
popularizaría tras aparecer en la portada de Amazing Stories, un magacín que editaba Hugo Gernsback en 1926. Hasta
entonces, el compendio de relatos de esta temática se venía etiquetando como “narrativa
especulativa”, por recoger un tipo de historias que jugaban a vaticinar el
futuro, centrándose en el impacto que los avances científicos, sociales o tecnológicos
tendrían en la humanidad.
Algunos
encuentran atisbos de ciencia ficción en relatos anteriores como los de Julio
Verne, Arthur Conan Doyle o Edgar Allan Poe y discuten sobre a quién otorgar el
primer puesto, si al Frankenstein de Mary
Shelley o a La máquina del tiempo de
H.G. Wells. Sin embargo, aunque estas narraciones puedan contener algunos de
sus elementos identificables, su concreción y depuración no llegaría hasta el
siglo XX.
Entre 1938 y
1960, la ciencia ficción alcanzaría el estatus de género literario, consagrando
a grandes nombres: Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Philip K. Dick, Ray Bradbury
o Frederik Pohl, entre otros. Generadores de novelas consagradas que mostraban futuros
distópicos donde el hombre era –muchas veces− el principal problema del hombre;
y si atendemos al cambio climático, a los países en guerra y a las armas de
destrucción masiva, vemos que no iban muy desencaminados.
Poderes adivinatorios
Al hacer una
comparativa, asombra descubrir la capacidad de predicción de estos autores.
Inmersos como estaban en una sociedad analógica, que sólo podía permitirse
soñar con los viajes espaciales y otros avances técnicos, dieron bastante bien
en la diana. Las apuestas respecto a la sociedad del mañana mostraban una
humanidad lobotomizada, abstraída por un ocio −en ocasiones− macabro. Consumidos
por grandes pantallas y con un zumbido de distracciones en los oídos. ¿Les
suena?
En un mundo feliz, Aldous Huxley profesaba que la
sociedad renunciaría a su libertad, quedando narcotizada a voluntad para así
poder vivir en un estado más agradable donde no sería necesario tomar
decisiones. Para Bradbury, los bomberos provocarían incendios en Fahrenheit 451, con la finalidad de
carbonizar los últimos libros. Una forma de adocenar al ciudadano que veía
restringidas sus opciones de tener una línea de pensamiento propia.
Mantener
dominada a la población era un aspecto coincidente en este tipo de literatura,
donde parecía existir siempre un poder encargado de mantener el control −su
control− sobre el individuo, que dejaba de ser tal, al fundirse en una masa
homogénea de entretenimiento. Una clave acertada, pues realmente no harían
falta medidas totalitarias evidentes para apartar a la gente del conocimiento y
ahuyentarla del pensamiento crítico, bastaría con desviar la atención
proporcionando un ocio de satisfacción inmediata.
A día de hoy,
los proveedores de ocio conocen el perfecto cóctel disuasorio. Éste incluye
personas de a pie, con las que el espectador pueda sentirse identificado pero aderezándolo
con escenas de culebrón barato. Ya saben: traiciones, desengaños,
reencuentros... Con algunos toques de romance moderado que nos aceleren el corazón.
Repetir la secuencia alternando gritos y fingidos desaires, es la fórmula de la
pasión en su versión más mediocre.
Los
personajes se pueden sustituir, es más, es recomendable que esto ocurra. Las
nuevas caras evitarán percibir que se trata todo el tiempo de la misma historia.
Aunque se dejarán algunas fijas, para no perder el factor emocional; fieles a
la máxima de que el roce hace el cariño. Esto crea un vínculo irrompible que
genera equipos enfrentados, de modo que los hooligans de ambos bandos puedan
sentir correr la sangre por sus venas.
Administrando
diariamente su dosis, se conseguirá el estado de letargo adecuado. Lo
importante es no parar, omitiendo cualquier silencio que invite a la reflexión.
“Fóllate a una cerda por televisión”
Con esa
explícita petición al Primer Ministro de Inglaterra, abría su emisión Black Mirror, un 4 de diciembre de 2011.
La trama de aquel primer capítulo recogía la herencia crítica de los
predecesores del género, ahondando en el poder de difusión de las redes y en su
potente despersonalización. El público pide carnaza, convirtiendo en
espectáculo hasta la decisión más controvertida.
La
serie terminaría convirtiéndose en un referente de la ciencia ficción en
televisión, gracias a sus cuidados guiones, siempre dispuestos a señalar la
distopía de un futuro no tan lejano. Sin
necesidad de vestir a sus personajes con atuendos extraños, ni de otorgarles
viajes espaciales o portales de teletransporte, se centran en el uso de las
nuevas tecnologías y analizan sus posibles consecuencias.
Es
una invitación a la reflexión que teoriza sobre nuestro avance. Su magia
consiste en proponer un debate sobre problemas o situaciones que no parecen tan
inverosímiles o distantes en el tiempo. Va sólo unos pasos por delante,
ubicándonos en un futuro sin definir pero que aún podemos reconocer. En él la
humanidad ha incorporado mejoras a su cuerpo, como los “Ojos Z”, un implante
añadido a nuestras córneas mediante el cual podemos tomar fotografías con la
mente y otras acciones propias de los smartphones.
Como una versión más avanzada de las Google
Glass.
Los
“Ojos Z” permiten incluso bloquear −en el sentido más estricto de la palabra− a
cualquiera que nos moleste. Como si fuera una extensión del blacklist pero aplicado a la vida real,
pudiendo hacer desaparecer a cualquiera de nuestra vista. Su imagen pasa a ser,
gracias a nuestros modificados ojos, una silueta codificada de grises y su
intento de hablarnos nos llegará como un zumbido inteligible. Simplemente
pulsando un botón, erradicamos a cualquiera.
La innovación del desastre
En otra escena de este hipotético mañana,
se nos muestra el final de la que parece una habitual entrevista de trabajo. El
entrevistado deja atrás la sala de reuniones sintiendo que no ha ido todo lo
bien que podría y rememora, sentado en el taxi, el encuentro. La novedad es,
que en el futuro propuesto por Black
Mirror, contamos con el implante de un diminuto grano que graba el 100% de
nuestras vivencias. La tecnología se incorpora al nacer, permitiéndonos
revisionar incansablemente lo que ya pasó. Basta con elegir el recuerdo y se
desplegará un vídeo que proyectaremos a través de nuestros ojos, incluyendo opciones
avanzadas de zoom o de lectura de labios.
Todo archivado y a buen recaudo en nuestro
disco duro mental. ¡El sueño de nuestra era! Afanada en inmortalizar y
compartirlo todo. De ahí que la idea resulte tan atractiva: es perfecta para
regresar a nuestros momentos felices pero igual de eficaz para torturarnos con
nuestros errores.
Al protagonista de este episodio le
sirve para obsesionarse con una posible infidelidad de su mujer y, sin
necesidad de investigador privado, revisiona todos los momentos sospechosos en
busca de pistas: su mirada, sus gestos, sus comentarios… Empieza a comparar sus
versiones: cómo habló de él aquella primera vez (cuando apenas se conocían), aquel
otro detalle que reveló más adelante o su lenguaje corporal durante aquella
cena donde coincidieron todos. Puede regodearse en el martirio tanto como
quiera.
Romper, como consecuencia de la
desconfianza, ha ocurrido siempre. La diferencia con nuestro tiempo es que
tenemos la opción de estar siempre disponibles, pudiendo acercarnos a
cualquiera con unos pocos pasos digitales, lo que hace disparar la paranoia de
muchos. El fondo de este problema sigue siendo la falta de confianza pero, ¿no
nos ha hecho la tecnología más inseguros? Desde luego, el uso generalizado de
teléfonos móviles es una herramienta de control para los más celosos.
En el mercado existen apps fugaces −ya
que tienden a desaparecer rápidamente− destinadas al espionaje, prometiendo
acceder a los correos, conversaciones de chat, videos e imágenes de nuestra
pareja; e incluso, a la geolocalización del usuario, pudiendo seguir sus
movimientos. Hackers mediáticos como Chema Alonso se quejan de recibir
peticiones constantes −y remuneradas− de
personas que ansían acceder, sin trabas, a la intimidad de sus allegados. Prueba
de que la fiebre ya está aquí. Lo que da veracidad a las teorías de Black Mirror, ya más cerca de la ciencia
que de la ficción.
[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora]
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