La escritora Virginia Woolf recibió el
encargo, en 1928, de elaborar una serie de conferencias que tratasen la
relación de la mujer con la novela. Por aquel entonces, Woolf había publicado
ya varias de sus obras más importantes, como Orlando o La señora Dalloway,
siendo la candidata perfecta para analizar dicho tema. Encontrando, a su vez, una oportunidad de oro para servir de
ejemplo a las estudiantes que estaban abriéndose paso en la educación superior.
Como todos los inicios, la vida
universitaria de las mujeres estaba llena de contradicciones. Empezaban a poder
estudiar una carrera, cierto, pero no eran miembros de pleno derecho en las
instituciones. Los contados centros que
las admitían poseían recursos más que limitados, lo que se reflejaba en todo:
desde los alimentos que consumían hasta los libros a su alcance. Si bien podían
visitar el campus de las grandes universidades masculinas, seguían necesitando
un justificante para poder acceder a la biblioteca. Algo tan sencillo como
descansar en el césped, era también una actividad vetada, restringida a
profesores y estudiantes destacados. Todos varones, por supuesto.
Un reglamento duro pero acorde con los
tiempos, donde convivían a la vez movimientos progresistas y posturas de
rechazo. El mismo año que Woolf defendía la igualdad de derechos, Cecil Gray −estudioso de la música− afirmaba con orgullo:
“Una mujer que compone es como un perro
que anda sobre sus patas traseras. No lo hace bien pero ya sorprende que pueda
hacerlo en absoluto.” Así de grande era el contraste en una sociedad que, a
juicio de la escritora, estaba dividida por el miedo: “Cuando los hombres insisten con demasiado énfasis sobre la
inferioridad de las mujeres, no es la inferioridad de éstas lo que les preocupa,
sino su propia superioridad”. Pensar así proporcionaba una garantía de
seguridad, de seguridad en sí mimos. Una
cualidad que tiende a ser incierta a lo largo de la vida pero que logra
anclarse cuando se da por sentada, asumiéndose como propia por el arbitrario
hecho de pertenecer a un género determinado. Asegurarse de que la mitad de
la humanidad está por debajo −aunque sea un espejismo−, da tranquilidad y
alienta.
“Durante
todos estos siglos, las mujeres han sido los espejos dotados del mágico y
delicioso poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble del natural”,
declararía Woolf durante la conferencia. Ésta terminaría convirtiéndose en un
libro de título anticipatorio: Una
habitación propia. O lo que es lo
mismo, la necesidad de autonomía de la mujer a la hora de escribir. Una
libertad que, según el discurso de la autora, se ve reflejada en dos cosas:
1) Contar con una habitación privada donde
poder trabajar.
2) Y quinientas libras al año con las que
subsistir.
A día de hoy pueden resultar peticiones
lógicas pero no era tan evidente por aquel entonces. La mayoría de las mujeres
que escribían, lo habían hecho en mitad del salón familiar, intercalando el
trabajo con otras tareas y al reclamo de cualquiera que se presentase. Así lo
hizo Jane Austen quien, además de no
contar con un espacio privado en el que poder concentrarse, debía estar
pendiente del chirriar de la puerta que anticipaba las visitas y le concedía el
tiempo justo para esconder sus manuscritos.
Escribir no era una actividad apropiada
para las mujeres. De ahí los pseudónimos, la incomprensión, la avalancha de
críticas y el ostracismo. Todos esos
libros clásicos que hoy adornan con orgullo nuestras estanterías, nacieron de
las fuertes convicciones que estas mujeres tenían de su trabajo; de como
lucharon contra una negativa constante, que se debilitaba frente a sus ansias
de expresarse. Porque cualquier vocación está cargada de necesidad: es
obligatorio liberarla para que no te consuma. Si autoras tan valiosas como las Brontë se hubieran dejado vencer por
las presiones, haciendo sólo lo que se esperaba de ellas, nuestra realidad de
hoy sería muy distinta. Pues aun perdiendo por el camino, sentaron las bases
que servirían de impulso al resto.
No todas consiguieron que sus nombres
perdurasen en el tiempo, algunas porque ni siquiera se permitieron tantear un
espacio que consideraban impropio. El hecho de que una mujer se plantease
escribir un libro era tachado, incluso entre ellas mismas, de absurdo; un
síntoma claro de trastorno o perturbación mental. De ahí que estremezca tanto
el escuchar el testimonio de Lady Winchilsea,
una poetisa nacida en 1661, que difería en pensamiento para su propio lamento:
«¡Qué bajo hemos caído!, caído por reglas injustas, necias por Educación más que por Naturaleza; privadas de todos los progresos de la mente; se espera que carezcamos de interés, a ello se nos destina; y si una sobresale de las demás, con fantasía más cálida y por la ambición empujada, tan fuerte sigue siendo la facción de la oposición que las esperanzas de éxito nunca superan los temores.»
La mujer debía ser invisible, como ya
anunciaba Pericles: “la mayor gloria de
una mujer es que no hablen de ella”; o, en todo caso, exclusivamente
decorativa. Entendiendo que escribir, leer, pensar o estudiar nublaría la
belleza de la dama y, por tanto, la alejaría de su verdadero fin. Propiciar, en cambio, cualquier talento que
superase la superficialidad más frívola, terminaba por convertirse en un
castigo, en una lucha sin descanso contra sí mismas.
“Escribir una obra genial es casi una proeza de una prodigiosa dificultad. Todo está en contra de la probabilidad de que salga entera e intacta de la mente del escritor. Las circunstancias materiales suelen estar en contra. Los perros ladran; la gente interrumpe; hay que ganar dinero; la salud falla. La notoria indiferencia del mundo acentúa además estas dificultades y las hace más pesadas aún de soportar”, reflexionaría Virginia. “Pero la indiferencia del mundo que Keats, Flaubert y otros han encontrado tan difícil de soportar, en el caso de la mujer no era indiferencia, sino hostilidad. El mundo no le decía a ella como les decía a ellos: “Escribe si quieres, a mí no me importa nada”. El mundo le decía con una risotada: “¿Escribir? ¿Para qué quieres tú escribir?”
La hermana de Shakespeare
Al preparar su conferencia Woolf indaga
en el pasado, a la busca y captura de sus predecesoras, obteniendo como
resultado muy pocos nombres. Lo que la lleva a preguntarse por qué no hay un
Shakespeare o un Proust femeninos. ¿Es eso suficiente prueba para establecer la
superioridad artística del hombre? La costumbre del momento se habría
apresurado a contestar que sí, que evidentemente, pero la visión analítica de
Virginia no se contentaba con las apariencias.
En aquel momento, hacía sólo nueve años
que las mujeres podían votar y acababan de obtener el derecho a gestionar sus
ingresos y patrimonio –tarea históricamente adjudicada a los maridos−; en tal
entorno Woolf se atrevió a señalar la auténtica raíz del problema. No es que las mujeres no pudieran escribir,
componer o investigar, lo que ocurría es que no habían tenido las mismas
oportunidades. La imaginación necesita tiempo, no solo minutos robados entre la
cocina y los niños. De ahí la importancia de recalcar aquellos dos mínimos:
un sueldo y una habitación propia.
La escritora, para dar aún más fuerza a
su argumento, imagina una hipotética hermana de Shakespeare, Judith, partícipe
de sus mismas inquietudes y pulsiones pero cuyo destino estaría excesivamente limitado,
prácticamente sellado. Obligada a casarse a la fuerza a los catorce años, se
habría visto abocada al cuidado de los hijos, negándosele toda una gama de
experiencias que pudieran nutrir su escritura (suponiendo que hubiese tenido el
privilegio de romper la norma y no ser una analfabeta). Imposible trasladarse
sola a Londres, como su hermano, con la intención de acercarse al teatro. Sin
libertad de movimiento y, si me apuras, de pensamiento; pues cualquier
tentación creativa se hubiese puesto en entredicho por su entorno, siendo
constantemente disuadida. Si pese a todo,
hubiese cedido a sus impulsos internos, sería incapaz de firmar su propia obra.
Carcomida por la ausencia de reconocimiento pero atormentada por las posibles
consecuencias, su futuro se pronosticaría, si no breve, demasiado angustioso.
“Cualquier mujer nacida en el siglo dieciséis con un gran talento se habría vuelto loca, se hubiera suicidado o hubiera acabado sus días en alguna casa solitaria en las afueras del pueblo, medio bruja, medio hechicera, objeto de temor y de burlas. Porque no se necesita ser un gran psicólogo para estar seguro de que una muchacha muy dotada que hubiera tratado de usar su talento para la poesía hubiera tropezado con tanta frustración, de que la demás gente le hubiera creado tantas dificultades y la hubieran torturado y desgarrado de tal modo sus propios instintos contrarios que hubiera perdido la salud y la razón”, explicaría Woolf.
Mujer de ficción
Contradictoriamente, la mujer llevaba
siglos siendo un tema central en la novela. “Somos
el animal más discutido del universo”, diría Woolf. En referencia a lo
habitual que resultaba encontrar protagonistas femeninas en las historias;
ficciones donde ellas aparecían llenas de carácter y personalidad: Cleopatra,
Fedra, Lady Macbeth, Rosalinda, Ana Karenina, Emma Bovary...
“Si la mujer no hubiera existido más que en las obras escritas por los hombres, se la imaginaría uno como una persona importantísima; polifacética, heroica y mezquina, espléndida y sórdida, infinitamente hermosa y horrible a más no poder, tan grande como el hombre, más según algunos. Pero ésta es la mujer de la literatura. En la realidad la encerraban bajo llave, le pegaban y la zarandeaban por la habitación. De todo esto emerge un ser muy extraño, mixto. En el terreno de la imaginación, tiene la mayor importancia; en la práctica, es totalmente insignificante. Reina en la poesía de punta a punta de libro; en la Historia casi no aparece. En la literatura domina la vida de Reyes y conquistadores; de hecho, era la esclava de cualquier joven cuyos padres le ponían a la fuerza un anillo en el dedo. Algunas de las palabras más inspiradas, de los pensamientos más profundos salen en la literatura de sus labios; en la vida real, sabía apenas leer, apenas escribir y era propiedad de su marido”
Era como si, en el inconsciente de los
hombres hubiese existido siempre un tipo de mujer aspiracional, que se
contradecía con la moral y las normas que ellos mismos habían impuesto. Una ilusión de feminidad que concentraba
los grandes valores o, cuanto menos, destacaba rasgos que nada tenían que ver
con la docilidad o el sometimiento. Heroínas en las tragedias griegas, estrellas
de las obras isabelinas y protagonistas en el romanticismo. Personajes, todos,
que hacían ensombrecer a los hombres imaginados por otros hombres. Toda una
paradoja.
Quinientas libras al año
Virginia era consciente de que sacar a
relucir el aspecto material en relación con el arte suponía empañar el halo de
misticismo que caracteriza a escritores y creadores, como si tener o no un
lugar donde resguardarse, o comida suficiente que llevarse a la boca, fuesen
minucias imperturbables del espíritu creador. El genio no atiende a
circunstancias sociales y las musas no miran la cartera; o, al menos, esa era
la visión poética de los espectadores. Acostumbrados a recibir la historia de
los vencedores, de aquellos que, pese a todo, habían logrado salir adelante.
Ignorando que una mala situación económica, poco tenía de enriquecedor para el
arte, siendo más un obstáculo añadido a la ya difícil tarea de crear.
“La libertad intelectual depende de cosas materiales”, defendería Woolf, y las mujeres habían sido pobres hasta entonces. El
cambio empezaba a tener lugar, de ahí la importancia de instarlas a tomar parte
activa en él, de hacerlas responsables. La escritura podía convertirse en el
inicio perfecto pero también una excusa para ir más allá. Ya que una de las virtudes del escritor es ser más consciente de la
realidad. Su responsabilidad es recogerla y comunicarla al resto, otorgando
una visión más intensa de la vida a quien lo lee.
“De modo que cuando os pido que ganéis dinero y tengáis una habitación
propia –le diría Woolf a las mujeres−, os pido que viváis en presencia de la
realidad, que llevéis una vida, al parecer, estimulante, os sea o no os sea
posible comunicarla”. En definitiva: vivid, participad, sed reales. Compensad
las ausencias que hemos tenido en la historia y poned voz a la acumulación de
vidas sin contar.
Austral acaba de sacar una edición preciosa de "Una habitación propia", en tapa dura y con marcador.
Así que éste es el mejor momento para hacerse con una versión impresa y no prorrogar más la lectura de este excelente libro.
[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora]
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