La primera
vez que vi a Ronda, ella ya me había visto a mí. Sentí sus ojos en mi espalda y
pese a estar inmersa en unas circunstancias que la aterrorizaban, me sonrió. Se
encontraba dentro de un chenil (una
jaula típica de las perreras), junto a un Samoyedo blanco llamado Búnker, mucho
más vistoso y acorde nuestros cánones del perfecto peluche. Pero una vez
superada la primera impresión, esos segundos prejuiciosos, quien se ganó mi
corazón fue ella.
Yo llevaba
varias semanas siendo voluntaria en Valle Colino cuando la vi. Ronda no era una
perra expresiva ni confiada, de esas que prodigan cariño a cualquiera. Sin
embargo, conmigo conectó. No sé por qué, no hice nada especial para ganarme su
reservado afecto pero imagino que se debió a esa percepción única que tienen
los perros, a esa capacidad de adelantarse a los acontecimientos y de ver más
allá. De algún modo supo que yo no me rendiría, que estábamos destinadas a
estar juntas. Porque verdaderamente sé, que ninguna hubiese podido encontrar
compañera mejor.
Su caso era complicado.
La habían abandonado a su suerte en Vía de Ronda (de ahí su nombre), una
autovía donde los coches cruzan con prisas en ambas direcciones. Desorientada y
asustada, fue incapaz de esquivar el tráfico, sin que nadie la socorriera. Creen
que agonizó, arrastrándose por la cuneta durante varios días hasta que alguien
la encontró, una (o varias) de esas personas que compensan la mezquindad del
resto. Desconozco sus nombres pero fueron los primeros en salvarla. Porque a
Ronda la salvaron muchas veces pero pese a esa desgracia, siempre tuvo su
reverso de suerte.
Ronda en Valle Colino vs Ronda unos años de cariño después |
Volviendo a ser un perro
El accidente
le dejó una cadera rota y una operación que trató de arreglársela. Tampoco supe
que veterinario la atendió en aquel momento pero le estaré eternamente
agradecida, hizo un trabajo insuperable. Tal vez en ese momento no lo parecía
pues Ronda tardó varios meses en volver a caminar y cada paso le dolía. Varios
voluntarios se hicieron cargo de ella durante este proceso, momento en el que
se hizo evidente su ansiedad y, aunque ésta descendió con el tiempo, nunca se
desharía completamente de ella. Es lo que se conoce como “ansiedad por
separación” un problema que cuesta corregir pues ocurre cuando el dueño no está
delante.
Pese a ello, Ronda
fue la mejor perra del mundo. Lista como ninguna, lo aprendía todo en el acto y
parecía leer a las personas con una maestría que muchos envidiarían. Yo la
llamaba “mi perra E.T.”, porque era tanta la sintonía, que su ánimo parecía
acoplarse siempre al mío. Era sensible y me buscaba con la mirada, como
esperando mi asentimiento ante cualquier encuentro o circunstancia nueva.
También le tenía miedo a los hombres, consecuencia de un maltrato anterior, y
desconfiaba en los comienzos. Era evidente que había sufrido pero, poco a poco,
consiguió salir de ese estado que la reprimía y le impedía incluso ladrar o
perseguir una pelota.
Su cariño era
silencioso, interrumpido sólo por el traqueteo de sus patas mientras me seguía
por la casa. Estar a mi lado le daba seguridad pero con el tiempo aprendió a no
estresarse con el resto de la familia y le bastaba nuestra compañía para estar
en calma. Era tanta la quietud y paciencia que mostraba a nuestro lado, que
pasaba desapercibida, acurrucada bajo las mesas. Ésa fue su única petición: no
estar sola. Y en 6 años, nunca lo estuvo, gracias a los malabarismos que
hicimos entre todos. Fue duro y hubo momentos angustiosos donde temía que
llegase un día en que no pudiéramos coordinarnos pero tenía claro que no íbamos
a dejarla. Porque el compromiso con un perro debe ser irrompible, ya sea solamente,
por devolver una parte de esa lealtad que nos profesan.
A Ronda ya la
habían intentado adoptar tres veces con idéntico resultado: ser devuelta al
albergue. Es algo comprensible pero ni yo ni mi familia elegimos esa vía y
puedo garantizar que compensó el esfuerzo. Debido a esto, fue una perra que nos
acompañó más de lo acostumbrado. La llevábamos a todas partes y su compañía
mejoraba cualquier experiencia. Te daba un motivo para levantarte por la
mañanas y los rápidos vistazos al retrovisor, te mostraban una sonrisa
agradecida y unos ojos ilusionados, haciéndote apreciar los pequeños matices de
la vida. Seguramente Ronda haya
recorrido más rincones de esta isla que la mayoría de la gente; y no sólo ha
estado en ellos, se ha deleitado. No podía hablar pero sus miradas y sus gestos
parecían dar muestra de un mundo interior que a nosotros se nos escapa.
Como esas
pesadillas, que nunca la abandonaron del todo. Sus gemidos nocturnos me ponían
en alerta pero bastaban unas palabras para sacarla de ese trance y ver
transmutar su cara del desconcierto al alivio. Nunca olvidaré esa expresión.
Una que ojalá ningún perro tuviera que experimentar pero que no deja de ser una
señal del avance −lento, pero avance− de nuestra sociedad. Hoy se debate
cambiar la legislación para proteger los derechos de los animales (#AnimalesNoSonCosas),
concediéndoles el respeto que merecen. Y sí, ojalá ningún perro volviese a
tener pesadillas pero la realidad me dice que, con cada sueño angustioso de un
animal, aparece un ser humano dispuesto a comprometerse.
Una dura despedida
Ronda murió
el 14 de febrero, el día de San Valentín. No soy de creer en señales pero haré
una excepción con ésta. Cuando apareció en mi vida, yo estaba en un momento
delicado, de transición, y ella llegó para convertirse en un punto de anclaje.
Me hubiese gustado disfrutarla unos años más de su compañía pero parece que
siguió conmigo hasta que sintió que mis afectos estaban encauzados, que ya no
estaba sola. Y se fue. Se fue el día de los enamorados dejando un vacío inmenso
pero a la vez recordándome, que aún quedan motivos por los que estar agradecida.
A la mañana
siguiente de su muerte, llovía. La niebla lo ocupaba todo y enfatizaba el
vacío, esa nada interior que parecía haberse expandido fuera. Un abismo que
continúa, entorpeciendo la actividad diaria, sobre todo, porque ésta estaba
llena de hábitos donde Ronda estaba presente: sacarla a pasear, ponerle de
comer, verla tumbarse a mi lado mientras escribía... Su falta aumenta el
sinsentido de las cosas porque, ¿para qué continuar con las rutinas si lo que
nos espera es esto? Pero ese derrotismo jamás lo asumiría un perro. Para ellos
lo importante es el ahora y se esfuerzan en saborearlo. Si hay que buscar un
ejemplo en el que reflejarse, uno que imitar, es el suyo.
Sigo echando
de menos el sonido de sus pasos, sus suspiros y esa mirada que comunicaba más
que un millón de palabras. La echo de menos a ella y a todos sus rituales:
bajar las escaleras siempre por la derecha y subirlas por la izquierda,
duplicar los mordiscos de todo lo crujiente sólo por degustar su sonido, buscar
el mismo rincón del ascensor o dar un giro sobre sí misma cuando metía la
segunda llave en la puerta. Porque cuando un perro se va, no es sólo su
presencia la que desaparece sino una parte de ti, la parte de ti que eras con
él, que suele ser una que no muestras a nadie más. Los perros tienen esa magia.
Se abren paso y llegan a rincones que desconocías. Te permiten expresar un
cariño sin miedo ni dobleces, pues pocas veces surge un amor tan genuino y sin
fisuras como ése.
Habrá quien
piense que el vínculo con un perro es desigual, que nos agrada porque ansían
complacernos, como si su actitud respondiese a un tipo de servidumbre o
dependencia. Los que piensan así, seguramente no han tenido nunca un perro y
por eso no comprenden que su devoción es sincera. Es un amor tan puro que
escapa a nuestro entendimiento. Nosotros podemos expresarnos con palabras pero
ellos son más virtuosos sintiendo y lo hacen tan bien, que nos les influye el
egoísmo, la pereza o la desidia. Siempre se mostrarán agradecidos, siempre los
acompañará el optimismo. Uno no puede tener un mal día si lo comparte en algún
momento con un perro, ese instante bastará, para contagiarse de la energía que
desprende su callada compañía. Podemos sufrir pero ellos minimizarán el efecto.
Sin embargo,
despertar de madrugada −con la contradictoria claridad que dan esas horas− y
ver que no está a mi lado, y que nunca más volverá a estar, me derrumba. Esa
certeza es el mayor desconsuelo. No era el momento, o mejor dicho, lo era pero
no es justo que lo fuese. En mitad de ese tormento, me acuerdo de una escena de
A dos metros bajo tierra donde se
preguntan: “¿Por qué tenemos que morir?” Y la respuesta es: “Para que la vida
sea importante”. Los perros tienen un tiempo más corto que el nuestro pero sus
vidas engrandecen tanto nuestras vivencias, que la sensación temporal aumenta.
Hacen nuestro tiempo más valioso y como todo lo que es importante, su duración ha
de ser finita, injustamente limitada.
Ronda ya no
está. Son unas palabras demoledoras y pronunciarlas me cuesta. Pero aunque ya
no esté, tuve la suerte de coincidir con ella en esta vida, tan llena de azares
y posibilidades. En mi recuerdo siempre vivirá y compartiendo su historia,
espero que sobreviva también en la memoria de otros. Es mi pequeño tributo, a
ella y a todos los perros y animales que han sido nuestros compañeros de vida.
Gracias.
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