sábado, 4 de febrero de 2017

Los secretos de Andrew Wyeth



A Andrew Wyeth le gustaba pasear por las praderas y bosques próximos a su casa de Chadds Ford, Pensilvania. Los paseos eran una simple excusa para poder estar a solas, así de grande era su necesidad de abstracción. Su mayor deseo era un imposible: poder pintar sin estar presente, que sólo sus manos formasen parte de la realidad, dejando al resto de su ser al margen. Un sueño inalcanzable pero al que conseguía aproximarse recorriendo aquellos prados: “Cuando estoy solo en el bosque, caminando a través del campo, me olvido de todo lo relacionado conmigo mismo. Dejo de existir”.

Se podría pensar que estos paseos fueron la fuente de inspiración de su obra, pero él no quería motivos forzados. “Trato de salir de mí mismo mientras camino, estar en blanco; ser una especie de caja de resonancia, muy abierta a todo, todo el tiempo, para ser capaz de captar una vibración, un tono de algo o de alguien”. Su mujer, Betsy James, compartía esta opinión: “Él no es un artista bucólico que camina alrededor de las granjas en busca de paredes agrietadas. Es una cosa muy diferente. Va al límite”.

Ciertamente, las pinturas de Wyeth desprenden algo que supera las meras apariencias, sensaciones profundas irradian de sus retratos y paisajes. Una quietud misteriosa que obliga al espectador a detenerse y a indagar sobre los interrogantes que se agolpan en su cabeza. Suscita muchas preguntas acercarse a cualquiera de sus imágenes, tantas como las que el mundo se planteó en 1986, cuando el pintor hizo pública una serie −que llevaba realizando en secreto durante quince años− con una única protagonista: Helga Testorf. Una mujer desconocida, secreta, como siempre lo fue una parte de la vida de Wyeth.


Christina's World


Un campo dorado al atardecer llena el espacio. En él, una figura femenina parece arrastrarse, retorciéndose sobre la hierba, mientras alza la vista hacia la vieja granja del fondo. ¿Quién es esa mujer? ¿Qué le ocurre? ¿Necesita ayuda? ¿En qué piensa? Las preguntas se amontonan en la que es, sin duda, la pintura más reconocible de Wyeth: Christina's World.

En 1948, logró vender el cuadro al director del MoMa, Alfred Barr, por 1.800 dólares; éste ha permanecido allí desde entonces, viendo crecer su popularidad hasta terminar por convertirse en un icono de la pintura norteamericana. Hoy en día no es difícil encontrar una copia del mismo en cualquier casa, muestra de la acogida popular de su trabajo. Sin embargo, en su momento generó cierta controversia.

Invierno, 1946
Por aquel entonces, su estilo se diferenciaba en extremo de otros más en alza, como el expresionismo abstracto y, posteriormente, el Pop Art. Esta contraposición tan clara con las corrientes imperantes, le valió la descalificación de muchos críticos. Para ellos, su pintura resultaba anacrónica, las escenas rurales se calificaban como “imágenes de almanaque”, tachadas de conservadoras y provincianas. Henry Geldzahler, especialista en arte del siglo XX del Museo Metropolitano de Nueva York, diría con desprecio: “Sus cielos no tienen rastros de humo y sus personajes no llevan relojes de pulsera”.

Su debut, por tanto, fue complicado pero nunca traicionó su estilo. Una exigente figuración que mezclaba sutilmente algunas abstracciones, una especie de realismo mágico: escenas cotidianas impregnadas de misterio poético. Su paleta captaba el silencio, la esterilidad del paisaje y el tenue dolor de las figuras. Christina's World personifica todo esto, capaz de sublimar la angustia sin perder atractivo por ello.

La mítica escena sucedió realmente, pues Christina existía. Wyeth la vio desde su ventana, arrastrándose por el campo de camino a casa. Se trataba de su vecina Christina Olson. Sus piernas habían quedado paralizadas por la polio,  lo que la hacía moverse alrededor de la granja −que compartía con su hermano− impulsada por sus brazos. La imagen cautivó a Wyeth, su fortaleza e independencia merecían un tributo; aunque Christina Olson no llegó a posar para él en esa ocasión. Cuando se conocieron, ella tenía 55 años, nada que ver con la muchacha joven que terminaría inmortalizando. Lo que Wyeth haría, sería utilizar los movimientos de Christina pero adaptándolos al cuerpo de su mujer Betsy. “No le gusta que sus modelos hablen, no busca personalidades –diría su esposa− pero saca a la luz tus mejores cualidades, te dirige sutilmente, como haría un extraordinario director del estilo de Bergman”.

 Anna Christina Olsen, 1967
“El reto para mí era hacer justicia a su extraordinaria conquista de una vida que, la mayoría de la gente consideraría sin esperanza”, explicaría el artista. “Si de alguna manera he sido capaz de transmitir con mi pintura al espectador, que su mundo puede estar limitado físicamente, pero de ningún modo espiritualmente, entonces he logrado lo que me propuse hacer”.

Christina's World marcaría el inicio de las leales relaciones que Wyeth establecía con sus modelos. Esto se debía, según sus propias palabras, a que “cuanto más estoy con un objeto, sea un modelo o un trozo de paisaje, más empiezo a ver lo que no apreciaba”. Esa búsqueda detallada de nuevos aspectos que resaltar, lo llevaría a utilizar a los hermanos Olson y su granja como motivo central de su obra.

Al igual que el jardín de Giverny había sido un tema inagotable para Monet, Wyeth encontró el mismo efecto en sus vecinos. Desde la década de 1940 hasta la muerte de Christina en 1968, representó la casa y sus habitantes en cerca de 300 dibujos y pinturas, capturando el cambio de estaciones y el transcurrir de los años.

La Casa Olson pintada por Wyeth vs la Casa Olson real
La casa representaba para él una extensión del alma de Christina, “para mí, cada ventana es una parte diferente de su vida”. Esta devoción terminó por convertir la Casa Olson en Monumento Histórico Nacional en 2011. Un lugar al que acuden en peregrinaje todos aquellos que quedaron atrapados por la obra de Wyeth.


El desnudo de Siri

Durante su extensa carrera (70 años en activo), Wyeth plasmaría únicamente dos lugares en sus pinturas: su pueblo natal, Chadds Ford en Pensilvania y el sur de Cushing en Maine, donde la familia de su esposa tenía una casa. En ellos se centraría principalmente en dos familias, los Kuerners en Chadds Ford y los Olson en Cushing. En ese entorno produciría muchas pinturas importantes pero las más polémicas estarían asociadas a mujeres.

Éste sería el caso de los retratos de Siri, la hija del granjero George Erickson, cuya controversia fue posar desnuda siendo menor. Para Wyeth, conocerla fue una explosión de vida, “como la primavera que viene a través del suelo, un renacimiento de algo recién salido de la muerte”. La niña tenía apenas 14 años cuando tuvieron lugar los primeros posados, de ahí que el pintor ocultase los cuadros hasta que Siri fue mayor de edad. En la treintena, ésta confesó no haberse sentido incómoda posando para él: “Se concentraba totalmente en su trabajo, era como si una fuera un árbol”, aseguró.


Esta relación se alargó casi una década. Para Wyeth había algo de sagrado en el vínculo modelo-artista, consciente de la dificultad de alcanzar un estado donde estuviese cómodo, se veía incapaz de romper este vínculo para convertirlo en algo más. “Le encanta el reto”, diría su mujer, “pero nunca pierde el control”.  Pero sus defensas serían puestas en duda por gran parte del público, incapaz de creer en una unión tan pura. Especialmente cuando era algo que ocurría a escondidas, dada la reclusión a la que se sometía el pintor.

Era célebre el cartel en la puerta de su estudio que decía: “Estoy trabajando; por favor, no molestar. No firmo autógrafos”. En 1965 confesó a la revista Life que su creatividad se frenaría si alguien lo observaba mientras pintaba. “Nunca dejo que nadie me vea pintando”, contaría. “No quiero ser consciente de mí mismo. Creo que sería como si alguien me observara teniendo relaciones sexuales, así de personal es pintar para mí”. 


La serie oculta de Helga

En 1986, Wyeth consiguió un hito histórico, acaparar las portadas de las revistas Time y Newsweek durante la misma semana. Ni siquiera Picasso logró jamás una atención así. El motivo de que una noticia propia de la sección cultural saltase a primera plana, fue lo fascinante del suceso: Andrew Wyeth acababa de vender −por varios millones de dólares− 240 trabajos inéditos a un coleccionista de Pensilvania. En ellos aparecía retratada siempre la misma mujer, una rubia de rasgos germanos identificada sólo por un nombre de pila: Helga. El reportaje revelaba que la desconocida modelo había posado para Wyeth durante quince años, desde 1970 a 1985. Una labor tan oculta que ni siquiera la mujer del pintor conocía los encuentros.


El artista mantenía la impresionante colección oculta en el desván de un antiguo molino en Chadds Ford. Un año antes de conocerse la noticia, fue cuando Wyeth confesó a su mujer que existía esta serie, temiendo que la gripe que padecía se complicase y muriese con él su secreto. Desde luego era una historia suculenta para la prensa, ya que contenía: engaño, dinero y, tal vez, romance. Pues, una vez más, todos señalaron a la modelo como posible amante del pintor. Los múltiples desnudos realizados a hurtadillas del mundo, tenían que ser la tapadera de un idilio amoroso.

Andrew y Betsy
Cuando se le preguntó a Betsy sobre la motivación de estos cuadros, ella respondería avivando el fuego: “Amor”, diría. “¿Por qué pintar algo que no conoces, que no amas?”. Los periodistas asediaron la pequeña zona rural de los Wyeth tratando de encontrar a la, ya famosa, Helga, pero ninguno de sus vecinos la delató, incluso Wyeth se negó a dar ningún dato sobre ella. Cuando por fin la encontraron, perpetuó el silencio escudándose tras un marido enojado y sus perros.

Las pesquisas concluyeron que los posibles amantes se habían conocido a través de la hermana de Wyeth, Caroline, quien había contratado a Helga como empleada doméstica años atrás, pero seguía sin conocerse cualquier otro detalle sustancioso que calmase el hambre de los medios. Éstos tendrían que esperar hasta 2013, cuando Michael Palin – ex Monty Python e historiador de arte aficionado− logró convencer a Helga para hablar de su relación durante su programa de la BBC: Michael Palin in Wyeth's World.


Helga abandonó por fin las sombras y con una serenidad abrumadora, narró a su entrevistador los matices que la unían al artista. Aunque envejecida, el sosiego de sus palabras revelaba parte de su atractivo: la calma que tanto perseguía Wyeth. Hija de inmigrantes alemanes, soñaba con ser modelo o estrella de cine pero la vida la había relegado al papel de ama de casa. Por eso, cuando el pintor la eligió se sintió privilegiada y se involucró completamente. El compromiso incluía sesiones de hasta ocho horas diarias de posados: tumbada, boca abajo, de rodillas, junto a una ventana, vestida y otras veces, efectivamente, desnuda.
  
“Se esperaba de él que hiciera cuadros como quien hace tortitas” contaría a Michael Palin, “y ningún artista quiere estar controlado por la producción; como si las obras fuesen postales: una tras otra”. Al parecer, Wyeth se sentía presionado −en muchas ocasiones, por la propia Betsy− a seguir un ritmo que mantuviese candente su nombre. Se sentía atado y juzgado, necesitado de un espacio propio donde poder seguir aprendiendo y avanzando; uno que no dependiera del juicio de los críticos, ni del de su esposa. Y ese refugio fue Helga. 

Para ella, conocer a Wyeth dio sentido a una existencia solitaria y frustrante, convirtiéndose en un salvoconducto para ambos.  “Volví a la vida”, exclamaría. El pintor le prometió que las obras no aparecerían hasta después de su muerte, “pero supongo que la madre naturaleza tenía otros planes”, explicaría. Ante la pregunta ineludible sobre su supuesta aventura, Helga es clara: “El sexo no tenía nada que ver con ello”, y añadiría: “Nosotros no nos relacionábamos de esa manera. Hablábamos del amanecer o de lo bonita que había estado la luna la otra noche”. Tanto Helga como Wyeth entendían la magia del proceso creativo, al que dotaban de una envoltura casi mística. “El desnudo es lo más sagrado”, terminaría por narrar Helga, “estás sin defensas”.

Su esposa comparte esta creencia, consciente de que su marido requería de esas parcelas de intimidad para sobrevivir, sin que tal secretismo implicase oscuridad o traiciones. “Él no se mete en mi vida y yo tampoco en la suya”, diría, “y ha valido la pena”. 

Andrew y Betsy

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