A Andrew
Wyeth le gustaba pasear por las praderas y bosques próximos a su casa de Chadds
Ford, Pensilvania. Los paseos eran una simple excusa para poder estar a solas, así
de grande era su necesidad de abstracción. Su mayor deseo era un imposible: poder
pintar sin estar presente, que sólo sus manos formasen parte de la realidad,
dejando al resto de su ser al margen. Un sueño inalcanzable pero al que
conseguía aproximarse recorriendo aquellos prados: “Cuando estoy solo en el bosque, caminando a través del campo, me
olvido de todo lo relacionado conmigo mismo. Dejo de existir”.
Se podría
pensar que estos paseos fueron la fuente de inspiración de su obra, pero él no quería
motivos forzados. “Trato de salir de mí
mismo mientras camino, estar en blanco; ser una especie de caja de resonancia,
muy abierta a todo, todo el tiempo, para ser capaz de captar una vibración, un
tono de algo o de alguien”. Su mujer, Betsy James, compartía esta opinión: “Él no es un artista bucólico que camina
alrededor de las granjas en busca de paredes agrietadas. Es una cosa muy
diferente. Va al límite”.
Christina's World
Un campo
dorado al atardecer llena el espacio. En él, una figura femenina parece
arrastrarse, retorciéndose sobre la hierba, mientras alza la vista hacia la
vieja granja del fondo. ¿Quién es esa mujer? ¿Qué le ocurre? ¿Necesita ayuda?
¿En qué piensa? Las preguntas se amontonan en la que es, sin duda, la pintura
más reconocible de Wyeth: Christina's
World.
En 1948,
logró vender el cuadro al director del MoMa, Alfred Barr, por 1.800 dólares; éste
ha permanecido allí desde entonces, viendo crecer su popularidad hasta terminar
por convertirse en un icono de la pintura norteamericana. Hoy en día no es
difícil encontrar una copia del mismo en cualquier casa, muestra de la acogida
popular de su trabajo. Sin embargo, en su momento generó cierta controversia.
Invierno, 1946 |
Por aquel
entonces, su estilo se diferenciaba en extremo de otros más en alza, como el
expresionismo abstracto y, posteriormente, el Pop Art. Esta contraposición tan
clara con las corrientes imperantes, le valió la descalificación de muchos
críticos. Para ellos, su pintura resultaba anacrónica, las escenas rurales se calificaban
como “imágenes de almanaque”, tachadas de conservadoras y provincianas. Henry
Geldzahler, especialista en arte del siglo XX del Museo Metropolitano de Nueva
York, diría con desprecio: “Sus cielos no
tienen rastros de humo y sus personajes no llevan relojes de pulsera”.
Su debut, por
tanto, fue complicado pero nunca traicionó su estilo. Una exigente figuración
que mezclaba sutilmente algunas abstracciones, una especie de realismo mágico:
escenas cotidianas impregnadas de misterio poético. Su paleta captaba el
silencio, la esterilidad del paisaje y el tenue dolor de las figuras. Christina's World personifica todo esto,
capaz de sublimar la angustia sin perder atractivo por ello.
La mítica
escena sucedió realmente, pues Christina existía. Wyeth la vio desde su
ventana, arrastrándose por el campo de camino a casa. Se trataba de su vecina Christina
Olson. Sus piernas habían quedado paralizadas por la polio, lo que la hacía moverse alrededor de la
granja −que compartía con su hermano− impulsada por sus brazos. La imagen
cautivó a Wyeth, su fortaleza e independencia merecían un tributo; aunque Christina
Olson no llegó a posar para él en esa ocasión. Cuando se conocieron, ella tenía
55 años, nada que ver con la muchacha joven que terminaría inmortalizando. Lo
que Wyeth haría, sería utilizar los movimientos de Christina pero adaptándolos
al cuerpo de su mujer Betsy. “No le gusta
que sus modelos hablen, no busca personalidades –diría su esposa− pero saca a la luz tus mejores cualidades,
te dirige sutilmente, como haría un extraordinario director del estilo de
Bergman”.
Anna Christina Olsen, 1967 |
“El reto para mí era hacer justicia a
su extraordinaria conquista de una vida que, la mayoría de la gente
consideraría sin esperanza”,
explicaría el artista. “Si de alguna
manera he sido capaz de transmitir con mi pintura al espectador, que su mundo
puede estar limitado físicamente, pero de ningún modo espiritualmente, entonces
he logrado lo que me propuse hacer”.
Christina's World marcaría el inicio de las leales relaciones
que Wyeth establecía con sus modelos. Esto se debía, según sus propias
palabras, a que “cuanto más estoy con un
objeto, sea un modelo o un trozo de paisaje, más empiezo a ver lo que no
apreciaba”. Esa búsqueda detallada de nuevos aspectos que resaltar, lo
llevaría a utilizar a los hermanos Olson y su granja como motivo central de su
obra.
Al igual que
el jardín de Giverny había sido un tema inagotable para Monet, Wyeth encontró
el mismo efecto en sus vecinos. Desde la década de 1940 hasta la muerte de
Christina en 1968, representó la casa y sus habitantes en cerca de 300 dibujos
y pinturas, capturando el cambio de estaciones y el transcurrir de los años.
La Casa Olson pintada por Wyeth vs la Casa Olson real |
La casa
representaba para él una extensión del alma de Christina, “para mí, cada ventana es una parte diferente de su vida”. Esta
devoción terminó por convertir la Casa Olson en Monumento Histórico Nacional en
2011. Un lugar al que acuden en peregrinaje todos aquellos que quedaron
atrapados por la obra de Wyeth.
El desnudo de Siri
Durante su
extensa carrera (70 años en activo), Wyeth plasmaría únicamente dos lugares en
sus pinturas: su pueblo natal, Chadds Ford en Pensilvania y el sur de Cushing
en Maine, donde la familia de su esposa tenía una casa. En ellos se centraría principalmente
en dos familias, los Kuerners en Chadds Ford y los Olson en Cushing. En ese
entorno produciría muchas pinturas importantes pero las más polémicas estarían
asociadas a mujeres.
Éste sería el
caso de los retratos de Siri, la hija del granjero George Erickson, cuya
controversia fue posar desnuda siendo menor. Para Wyeth, conocerla fue una
explosión de vida, “como la primavera que viene a través del suelo, un
renacimiento de algo recién salido de la muerte”. La niña tenía apenas 14 años
cuando tuvieron lugar los primeros posados, de ahí que el pintor ocultase los
cuadros hasta que Siri fue mayor de edad. En la treintena, ésta confesó no
haberse sentido incómoda posando para él: “Se
concentraba totalmente en su trabajo, era como si una fuera un árbol”,
aseguró.
Esta relación
se alargó casi una década. Para Wyeth había algo de sagrado en el vínculo
modelo-artista, consciente de la dificultad de alcanzar un estado donde estuviese
cómodo, se veía incapaz de romper este vínculo para convertirlo en algo más. “Le encanta el reto”, diría su mujer, “pero nunca pierde el control”. Pero sus defensas serían puestas en duda por
gran parte del público, incapaz de creer en una unión tan pura. Especialmente
cuando era algo que ocurría a escondidas, dada la reclusión a la que se sometía
el pintor.
Era célebre
el cartel en la puerta de su estudio que decía: “Estoy trabajando; por favor, no molestar. No firmo autógrafos”. En
1965 confesó a la revista Life que su
creatividad se frenaría si alguien lo observaba mientras pintaba. “Nunca dejo que nadie me vea pintando”, contaría.
“No quiero ser consciente de mí mismo.
Creo que sería como si alguien me observara teniendo relaciones sexuales, así de
personal es pintar para mí”.
La serie oculta de Helga
En 1986,
Wyeth consiguió un hito histórico, acaparar las portadas de las revistas Time y Newsweek durante la misma semana. Ni siquiera Picasso logró jamás
una atención así. El motivo de que una noticia propia de la sección cultural
saltase a primera plana, fue lo fascinante del suceso: Andrew Wyeth acababa de
vender −por varios millones de dólares− 240 trabajos inéditos a un
coleccionista de Pensilvania. En ellos aparecía retratada siempre la misma
mujer, una rubia de rasgos germanos identificada sólo por un nombre de pila:
Helga. El reportaje revelaba que la desconocida modelo había posado para Wyeth
durante quince años, desde 1970 a 1985. Una labor tan oculta que ni siquiera la
mujer del pintor conocía los encuentros.
El artista
mantenía la impresionante colección oculta en el desván de un antiguo molino en
Chadds Ford. Un año antes de conocerse la noticia, fue cuando Wyeth confesó a
su mujer que existía esta serie, temiendo que la gripe que padecía se
complicase y muriese con él su secreto. Desde luego era una historia suculenta
para la prensa, ya que contenía: engaño, dinero y, tal vez, romance. Pues, una
vez más, todos señalaron a la modelo como posible amante del pintor. Los
múltiples desnudos realizados a hurtadillas del mundo, tenían que ser la tapadera
de un idilio amoroso.
Andrew y Betsy |
Cuando se le
preguntó a Betsy sobre la motivación de estos cuadros, ella respondería avivando
el fuego: “Amor”, diría. “¿Por qué pintar algo que no conoces, que no
amas?”. Los periodistas asediaron la pequeña zona rural de los Wyeth
tratando de encontrar a la, ya famosa, Helga, pero ninguno de sus vecinos la
delató, incluso Wyeth se negó a dar ningún dato sobre ella. Cuando por fin la
encontraron, perpetuó el silencio escudándose tras un marido enojado y sus
perros.
Las pesquisas
concluyeron que los posibles amantes se habían conocido a través de la hermana
de Wyeth, Caroline, quien había contratado a Helga como empleada doméstica años
atrás, pero seguía sin conocerse cualquier otro detalle sustancioso que calmase
el hambre de los medios. Éstos tendrían que esperar hasta 2013, cuando Michael
Palin – ex Monty Python e historiador de arte aficionado− logró convencer a
Helga para hablar de su relación durante su programa de la BBC: Michael Palin in Wyeth's World.
Helga
abandonó por fin las sombras y con una serenidad abrumadora, narró a su
entrevistador los matices que la unían al artista. Aunque envejecida, el
sosiego de sus palabras revelaba parte de su atractivo: la calma que tanto
perseguía Wyeth. Hija de inmigrantes alemanes, soñaba con ser modelo o estrella
de cine pero la vida la había relegado al papel de ama de casa. Por eso, cuando
el pintor la eligió se sintió privilegiada y se involucró completamente. El compromiso
incluía sesiones de hasta ocho horas diarias de posados: tumbada, boca abajo,
de rodillas, junto a una ventana, vestida y otras veces, efectivamente,
desnuda.
“Se esperaba de él que hiciera cuadros
como quien hace tortitas”
contaría a Michael Palin, “y ningún
artista quiere estar controlado por la producción; como si las obras fuesen
postales: una tras otra”. Al parecer, Wyeth se sentía presionado −en muchas
ocasiones, por la propia Betsy− a seguir un ritmo que mantuviese candente su
nombre. Se sentía atado y juzgado, necesitado de un espacio propio donde poder
seguir aprendiendo y avanzando; uno que no dependiera del juicio de los
críticos, ni del de su esposa. Y ese refugio fue Helga.
Para ella,
conocer a Wyeth dio sentido a una existencia solitaria y frustrante, convirtiéndose
en un salvoconducto para ambos. “Volví a la vida”, exclamaría. El pintor
le prometió que las obras no aparecerían hasta después de su muerte, “pero supongo que la madre naturaleza tenía
otros planes”, explicaría. Ante la pregunta ineludible sobre su supuesta
aventura, Helga es clara: “El sexo no tenía
nada que ver con ello”, y añadiría: “Nosotros
no nos relacionábamos de esa manera. Hablábamos del amanecer o de lo bonita que
había estado la luna la otra noche”. Tanto Helga como Wyeth entendían la
magia del proceso creativo, al que dotaban de una envoltura casi mística. “El desnudo es lo más sagrado”, terminaría
por narrar Helga, “estás sin defensas”.
Su esposa
comparte esta creencia, consciente de que su marido requería de esas parcelas
de intimidad para sobrevivir, sin que tal secretismo implicase oscuridad o
traiciones. “Él no se mete en mi vida y
yo tampoco en la suya”, diría, “y ha
valido la pena”.
Andrew y Betsy |
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