Una de las
lecciones que nos dejó la burbuja inmobiliaria, fue comprender la insensatez de
hipotecarse a treinta o cuarenta años para conseguir la, entrecomillada, casa
de nuestros sueños. Más que nada porque esta fantasía tiende a cambiar con el
tiempo, junto a los vecinos y al propio entorno. Nos esforzamos en tener una
casa en propiedad tras la jubilación (si llega) que nada tiene que ver con
nuestro proyecto de vida reciente. Cambiamos nosotros y el ambiente, que se ha
vuelto insoportable por el escándalo del 3ºB y donde ni las vistas compensan ya,
sepultadas por el mastodóntico bloque construido justo enfrente. Con el
transporte público lejos y los paseos (bajo prescripción médica) en pendiente, sólo
nos queda enclaustrarnos. Un encierro domiciliario voluntario donde observar el
paisaje de un inexpresivo tabique de piedra mientras el reggaetón de los
vecinos se filtra por las paredes. Pero eso sí, en NUESTRA casa (recalcando
mucho el pronombre posesivo).
Por supuesto,
éste no es un destino fijo e invariable, también existen los propietarios
felices. Lo que realmente ha conseguido esta historia es abrir las opciones. Vamos
sacudiéndonos prejuicios y ya no resulta tan temerario vivir de alquiler; lo
que nos acerca al resto de europeos quienes, rara vez, compran casa. Se rompe
el mito: no es tirar el dinero, es ganar en libertad. La compra siempre estará
ahí pero dejando de ser una imposición que nos adapte al molde de ciudadano de
provecho.
Sin embargo,
si conseguimos anteponernos a la inestabilidad laboral reinante y damos el paso
de abandonar el nido, aún nos quedará sortear el gran obstáculo que continúa
enraizado en el mercado de alquiler: PROHIBIDO MASCOTAS. Lo cual es legal pero,
me parece a mí, no tan lícito.
A estas
alturas todos conocemos los beneficios de tener animales: sus dueños viven más
años, tienen un mejor sistema inmunológico y son, de media, más felices.
Compartir con ellos nuestras vidas nos entrena en solidaridad, tolerancia y responsabilidad.
En definitiva, la experiencia debería contar como un punto extra a la hora de
cribar inquilinos y, no tanto, como un repiquetear de trompetas que anuncia el
apocalipsis.
Sintiéndolo
mucho por los fóbicos, la lógica pet-friendly
está destinada a imponerse y eso es bueno, créanme, hasta para los que sueñan
con la erradicación de los cuadrúpedos. La integración, unida a la buena
educación, facilitará el superar los miedos. Y reducir terrores será siempre un
progreso, personal y colectivo, resultado de una sociedad más sana.
Además, podemos
compartir espacio entre todos sin necesidad de sobrepasar los límites de cada
uno. Hay un amplio margen entre invadir el espacio personal y aparecer en el
campo visual del otro; estoy segura de que en todo ese gradiente es posible
encontrar un consenso. De hecho, está ocurriendo. En Barcelona se permite a los
perros viajar en metro desde 2014 (y en Madrid desde julio de este año). Yo
misma fui testigo en verano del encuentro entre un galgo, un cochecito de bebé
y una bicicleta, los tres en el mismo vagón y con cero altercados. El resto de
pasajeros tampoco corrió a quemarse a lo bonzo por temor a la catástrofe. Es
suficiente con seguir trabajando las normas de cortesía que nos permiten vivir
en sociedad. Lo que consigue no volvernos inflexibles y presas de la amargura, sino
todo lo contrario, nos hace más tolerantes y, por tanto, mejores personas.
Si cada vez
son más los servicios y comercios que aplican políticas integradoras, es hora
de que los arrendadores dejen de discriminar por sistema. Una mala experiencia
no es la norma. Y más importante aún: deja de fomentar un modelo que plantea la
transitoriedad y el abandono de nuestros seres queridos. Puede ser que un
propietario prefiera alquilar su casa a parejas sin hijos pero jamás se le
ocurrirá proponer a unos padres la posibilidad de dejar a los niños en “otro
lado”. Aceptamos que el pack es irrompible y las mismas normas tendrían que
aplicarse a otros modelos de familia.
Vamos, hagan
la prueba, les reto.