De pequeña me gustaba
colarme en la mesa de los mayores y escuchar sus conversaciones. En mi familia
fui la primera hija-nieta-sobrina y a esas edades tan tempranas, las
diferencias de años se vuelven abismales. Esto, unido al hecho de que la
sección completa de hermanos y primos es íntegramente masculina, aumentó la
sensación de lejanía: no quería ponerme con los niños.
Recuerdo ser
tremendamente feliz cuando llegó el año en que por fin decidieron dejar de
separarnos en bodas, Navidades y otros eventos. Los demás tuvieron la opción
mucho antes que yo, y sin batallas, pero ésta es una constante en la vida de
los hermanos mayores. Nos toca allanar el terreno.
Con el celebrado cambio
accedí, por fin, a un trocito del universo adulto donde podía empezar a ser yo
misma; lo que básicamente consistía en dejar salir a la señora mayor que llevo
dentro. Sí, sé que en estos tiempos de idolatría a la juventud, ésta es una
confesión que suena terriblemente mal pero es una percepción que no ha variado
con el tiempo.
No dejaba de ser una niña
con, todavía, un largo camino por recorrer. Disfrutaba imaginando y jugando
como cualquiera pero también tenía una visión de las cosas, cuanto menos,
peculiar; un poco desintonizada con mi tiempo. Contradictoriamente, no tenía
ninguna prisa por crecer y traté de alargar mi parcela de infancia todo lo que
creí conveniente mientras mis amigas renegaban de sus muñecas y se rellenaban
el sujetador con papel higiénico. Pero por otro lado, quería alcanzar ese
momento en el que pudiera conversar sin dudar del significado de algunas
palabras, investigando y ampliando conocimientos por mi cuenta.
Todos los niños son
curiosos y manifiestan su inquietud de un modo u otro. Yo sabía que mi eje de
atracción se centraba en la palabra escrita y al principio leía a escondidas
las revistas de mis padres sin llegar a entender la mitad (pero eso era parte
del proceso) y aprovechaba cualquier oportunidad para ojear cuanto libro
pudiese.
Los libros me salvaron en
momentos duros. Fueron un refugio durante el período de acoso que viví en el
colegio. Un salvavidas que mejoró cuando le rogué a mi madre que me comprase un
diario. Al principio se negó achacando que era algo que iba a terminar por abandonar.
Si hubiese tenido algún modo de demostrar la fuerza de mi convencimiento, como
una radiografía de intenciones o un escáner de sueños, no lo habría dicho.
Porque yo estaba segurísima de que iba a escribir, que necesitaba escribir, y
que iba a hacerlo durante mucho tiempo.
De todas mis pasiones, ésta
ha sido la única que se ha mantenido con una intensidad constante. No es un
pasatiempo, es un mínimo imprescindible tan importante como respirar o comer.
Por eso, llegar a vivir de ello algún día es una aspiración que ya he empezado
a construir y que me esforzaré en levantar con la fuerza que conceden las
certezas del deseo.
Sé que tanto leer como
escribir son actividades en desuso, se están perdiendo pero todavía quedamos
algunas almas viejas por el mundo que sabemos darle el valor que corresponde.
Ojalá vayamos acercándonos y conectando. Desde luego yo y mi señora mayor
interna, no vamos a desistir por mucho que la tendencia sea otra. Es lo bueno
de haber tenido unas convicciones tan claras desde bien pronto. Los anclajes
son duros y están reforzados, por lo que se mantendrán fijos pese a la fuerza
de la corriente.
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