lunes, 14 de noviembre de 2016

Trump: cuando el reality mató a la realidad

Nada más despertar, me llegó la noticia de que Trump había ganado las elecciones. El corazón me dio un vuelco pero como aún estaba en ese estado de semiinconsciencia, propio de los primero minutos, me aferré a la idea de que todo aquello fuese el resultado de un mal sueño. Pero no. Ésta es nuestra realidad ahora, la realidad que la gente ha decidido.

Entonces noté el peso sobre mi cuerpo, que se ralentizó, sobrecargado por la pena. Había vuelto a pasar: otra decisión democráticamente dictatorial. Como el Brexit, el gobierno del PP... y sigue sumando. Decisiones libres todas pero pensadas para satisfacer a unos pocos. De nuevo, otro retroceso, y sin necesidad de imponer nada. La humanidad es su propio kamikaze.  

A lo mejor ha llegado el momento de que todo se acabe, pensé. A lo mejor es lo que nos merecemos. Desde luego, es lo que las últimas noticias transmiten, un celebrado “¡hundamos el barco!”, donde el mundo se presenta voluntario para desfilar a ciegas por el borde del precipicio.



La pesadumbre crece cuando recuerdo que vivimos un momento sin precedentes, con la mayor tasa de universitarios de la historia y con el conocimiento a solo un clic de distancia. Lo cual no parece reflejarse en las decisiones de la gente, más movidas por impulsos que por una verdadera reflexión. A esto hay que sumarle la desidia, que lo contamina todo y atrapa incluso a los más jóvenes, que no han tenido ni tiempo real de desencantarse. Los millenials (como le gusta a la prensa etiquetarnos), no votan. Si hubiera una app para hacerlo, tal vez se lo plantearían, pero mientras se permiten el lujo de mantenerse al margen.

En Estado Unidos ha ganado un homófobo, misógino, racista, corrupto y bocazas porque el grupo que se ha visto reflejado en su patriotismo de pega, ese que culpa al vecino de todos sus males, ha dedicado unos minutos de su vida a algo tan simple como ejercer su derecho al voto. Han decidido por el resto, porque los demás han preferido ocuparse de otra cosa, asumiendo una rendición anticipada.

Algunos creyendo, ilusamente, que así daban una lección… como si las consecuencias no fueran a afectarles. Otros, como ocurre en España, porque no les interesa. Para ellos la vida es un estado pasivo y distorsionado por el filtro sus redes sociales. Ahí sí se suman a las causas pero con un activismo de sofá que pocos efectos tiene. Tristemente y pese a lo que se podría esperar, internet no sólo no te abre la mente −que diría Bauman− sino que es un instrumento fabuloso para cerrarte los ojos. Así, los días pasan, inmersos en un entretenimiento anestesiante y conmovidos por el reality y sus quince minutos de fama. Una estancia blindada donde, ovillados frente a la luz azul de las pantallas, se mantienen encapsulados; creyendo, falsamente, estar sanos y salvos.


Ahora un personaje de reality gobierna el mundo pero pronto se darán cuenta de que, esta vez, no es posible cambiar de canal. 

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