lunes, 28 de noviembre de 2016

El oráculo de las canciones

Hay quien lee los horóscopos o busca designios divinos en los posos del té, yo soy más de usar la radio como oráculo. Es un pronóstico que me aplico sólo si sale positivo, claro, un vicio tonto con el que infundirme ánimos. Enciendo la radio y trato de encontrar, en la canción que suene, una respuesta más o menos clara a mi pregunta. A veces rebusco en la letra y otras me baso en mi afinidad con el tema. Si suena un Life on Mars de Bowie, el día se presentará favorable pero si es el Live is Life de Opus, las perspectivas serán peores. Pero como he dicho, lo aplico sólo si me interesa. Si el resultado no va a ser bueno, pruebo con otra emisora y si ni con esas funciona, me vuelvo completamente racional y me olvido del asunto. Es la dinámica básica, ¿no? Por eso los echadores de cartas sólo te dicen lo que quieres oír (y lo mío, al menos, sale gratis).


Supongo que estos augurios relacionados con las canciones tienen su razón de ser, ya que una azarosa relación de temas puede verdaderamente influir en el estado anímico. Habrá quién se tome la música como un hilillo de fondo que rellena asépticamente los silencios pero no es mi caso. Para mí, las canciones son importantes y traen incorporadas sus propias emociones, de ahí que no soporte su uso indiscriminado en publicidad. Porque esa música no se compuso para eso, sino que tenía un propósito mayor que vender seguros o refrescos.

Antes los anuncios tenían sus propias sintonías, unas que se te incrustaban en el cerebro para siempre; como aquel icónico “Vuelve, a casa vuelve, por Navidad”, que te incitaba a comer turrón o el de “Las muñecas de famosa se dirigen al portal” y su ortopédica coreografía en blanco y negro. 


Algunas hasta se volvían expresiones del día a día, como “Toma flan Danone”. Cierto es (o así me gusta pensarlo) que, actualmente, hemos refinado nuestras coletillas (Burt Lancaster y Stevie Wonder están a salvo ya), pero aun reconociendo el desfase, al menos eran un concepto original.



Además, daban trabajo a otro tipo de músicos. Dudo que les diera para comprarse una casa en Malibú (según ficciones que implican a Charlie Sheen) pero por lo menos nacían de una intención creativa y no como producto del corta-pega. Y si se hacía bien, ocuparían para siembre un trocito de nuestra memoria.

Diría que fue en los noventa cuando la música empezó a pervertirse. Momento en el que los publicistas explotaron a muerte el recurso fácil de cambiar las letras en favor del anunciante. Así, el Give it up de la Steve Miller Band se convirtió en: Por eso dame Kas, 24 horas Kas. O El Pozo, que se apropió del YMCA de los Village People para vender chóped.



Pero las últimas tendencias son aún peores porque ya no tienen compasión ni se molestan en maquillar el asunto, utilizando a Queen para los antigripales y a Blondie para los cereales de dieta. Condenando a generaciones a pensar que, cuando Amy Winehouse decía aquello de “No, no, no”, era para criticar a todos los que no fueran de la Mutua.



Y no sólo afecta a los más jóvenes. Una vez subí a mi coche a un chico con cierto potencial romántico. Al encender la radio para escuchar (secretamente) los augurios en clave que me ofrecía la emisora, sonó el Come together de los Beatles. Emití un sonido exclamativo que escondía otras esperanzas para recibir, a cambio, una demoledora respuesta: Ah sí, la canción de Telefónica. Quedando así desterrada, cualquier incipiente atracción. Por lo que admitamos que (por verle un lado positivo), como criba en el cortejo, tiene su utilidad.



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