Era un vuelo
de tres horas desde Barcelona. Los malabares económicos de la escapada me
habían obligado a hacer noche en el aeropuerto, una experiencia que tiendes a
minimizar con el tiempo pero que, cuando toca, te hace valorar todas las
comodidades diarias y entras en el mismo trance que atrapa a Tom Hanks en Náufrago, apagando y encendiendo la luz
al final de la peli, como bendiciendo los detalles a los que no solemos dar
importancia.
Porque las noches
en el aeropuerto son frías aunque sea agosto. El suelo se hiela y los cafés están
a precio de tinta de impresora. Las horas transcurren entre cabezadas y libros,
tratando de esquivar al tipo que habla solo y no deja de entrar y salir del
baño, entre portazos y murmullos que me alegro de no entender.
Pasadas las
horas y superados todos los controles, llego al avión y me cunde el pánico. No
es aerofobia, son los niños que rodean mi asiento. Tengo una niña delante,
apenada por no tener ventanilla y cuya decepción comparto (catástrofes del
primer mundo), y una parejita de hermanos justo detrás. Cuando parecía que el
escenario no podía volverse más agorero, una madre con un bebé de meses hace
aparición. Todos listos y en sus puestos, preparados para interpretar un papel
que sorprenda por su civismo o que perpetúe el estereotipo que todos tenemos en
mente.
Todavía no
hemos despegado y los hermanos situados en el asiento trasero vociferan sus
pensamientos con un prodigio de gargantas. Lo entiendo, son niños y es la
emoción del vuelo, tal vez sea su primera vez. La niña de delante, en cambio,
pese a la decepción de quedarse sin vistas, aguanta estoica, arropada por unos
padres que hablan entre susurros, predicando con el ejemplo. El bebé duerme en
silencio y yo me preparo para hacer lo mismo, en la medida que el minúsculo
espacio del que dispongo me permita contorsionarme. Aspirando a que la noche en
vela que llevo encima, haga el resto.
Cierro los
ojos y todo se sacude. No son turbulencias, es la primera patada de la que será
una lluvia; una tormenta de tormento. Intermitentes y coordinadas a la
perfección con la esperanzada caída de párpados. Los hermanos patean y dejan
caer con furia la bandeja que respalda los asientos. Están poseídos y no por el
demonio, ni por cualquier otro espíritu malévolo. Actúan así como consecuencia
del desentendimiento de sus padres.