lunes, 22 de mayo de 2017

Antártida: observador a bordo


Charles Darwin sólo tenía 22 años cuando embarcó, en diciembre de 1831, en el Beagle. El viaje duraría prácticamente cinco años y recorrería el Atlántico (pasando por Tenerife, por cierto, pero sin posibilidad de bajarse por la cuarentena de cólera) hasta alcanzar Sudamérica. Se detendría en Brasil, Chile y Galápagos, para terminar cruzando el Pacífico y llegar a lugares como Australia o Nueva Zelanda. La envidia de cualquier trotamundos. Y como todo viaje de importancia, tuvo la capacidad de transformar al viajero. En el caso de Darwin, no sólo sería una transformación en lo personal, sino que marcaría un antes y un después para la humanidad. De sus observaciones a bordo del Beagle nacería El origen de las especies, donde aparece por primera vez la teoría de la evolución. Con ella, el hombre se desprende de su origen divino, interconectándose con el resto de animales que habitan la Tierra. No era cuestión de pedestales o dioses creativos, sino de selección natural.

Actualmente, a los científicos no les queda geografía por descubrir pero emprenden una labor igual de importante: conservar el planeta. Así, los investigadores modernos se embarcan en largas travesías, donde recogen datos que convertirán la actividad humana en sostenible. Ofreciendo la posibilidad de aprovechar los recursos del planeta sin necesidad de explotarlos, pues más que nunca se tiene en cuenta la importancia de la interdependencia ecológica. Algo que ya empezaba a vislumbrar Darwin y que hoy en día es una realidad.

Una labor activa y en crecimiento que emprenden personas como Juan Manuel Martínez Carmona y Juan Agulló García. Ambos son biólogos y han compartido travesía en el Tronio, un barco de 55 metros de eslora que recorre el océano Antártico pescando róbalo, un pez que puede alcanzar los 2 metros de largo y superar los 110 kilos. En este buque, los biólogos ejercen la función de observadores científicos, profesión que empieza a imponerse en los distintos barcos de pesca, dado el éxito que reporta.


Junto a una tripulación que congrega a gente de todos los continentes y razas (chilenos, portugueses, indonesios, namibios…), el investigador se integra como parte del equipo para recoger información sobre las capturas, extraer muestras y tomar nota de los avistamientos (cetáceos, focas y otras especies). Si hay suerte, hasta puede descubrir algún espécimen nuevo, como el pogonophryne tronio, bautizado así en honor al barco. Pero sobre todo, su misión es controlar que se cumplan las normativas. Aunque Juan Manuel prefiere ver su trabajo como una labor de concienciación, más que policial. “No hay que exigir, sino negociar con ellos, razonar”, explica. “Para que sean capaces de ver los beneficios y ganen conciencia. Porque lo importante es que sean conservacionistas por ellos mismos, no sólo cuando estemos nosotros en el barco”.

Sensibilizar a los pescadores es el objetivo prioritario y la Antártida es el escenario perfecto parar probar este modelo piloto. Un lugar que alberga los mayores recursos marinos del planeta necesita, irremplazablemente, una gestión sostenible.  Únicamente en la Antártida se aplica un control tan estricto, el cual se inicia limitando el número de licencias de pesca. En 2017, sólo 18 barcos  tuvieron acceso a la zona, incluyendo en su tripulación a dos biólogos de distinta nacionalidad. “Es una forma de tener las 24 horas cubiertas y que no se te escape nada”, aclara Juan Manuel, “En el Tronio, por ejemplo, íbamos un biólogo español y otro ucraniano”.

Los científicos supervisan que los buques cumplan toda la normativa, desde el uso de pajareras (unas líneas con dispositivos que evitan que las aves marinas queden enganchadas en los anzuelos) hasta el reciclaje y control de residuos (está prohibido tirar nada al mar). Además del marcaje de peces y la recogida de datos sobre el peso, la edad o el crecimiento, que permiten conocer el estado del caladero.


El Tronio realiza una pesca manual que, a diferencia de la alternativa automática, es más respetuosa con el medio porque es selectiva. Con esto se consigue no sobrepasar el límite de las especies que se pescan de manera accidental, como los corales, estrellas y esponjas; o las aves, limitadas a tres por zona. Antes de que se incluyeran normas de disuasión como el uso de pajareras, había mucha mortandad de albatros y pardelas. “Pero hace 15 años que ningún ave marina queda atrapada en este tipo de anzuelos” advierte Juan Manuel. Ya que no sólo se trata de conservar la especie que se pesca, sino de conservar todo el ecosistema.

Gracias a esta iniciativa se ha recuperado mucha fauna y los biólogos creen que es un modelo extrapolable al resto de océanos. De momento, en España las grandes pesquerías empiezan a estar más reguladas y ya es obligatorio que todos los atuneros lleven sus propios observadores.



Un beneficio global

En cuanto se indaga un poco en la llamada “pesca sostenible”, es inevitable preguntarse por los conflictos y tensiones que este tipo de mediación genera.  “Hay que tener mano izquierda”, responde Juan. “Yo estudié bilogía y acabé de psicólogo”, bromea. “Estás en medio de todo: entre  lo que te pide el Oceanográfico, que sería la parte científica; la normativa que hay que cumplir por parte de la Comisión; y los intereses del barco, que son económicos fundamentalmente. A veces hay conflictos pero generalmente se resuelven bien”. Hay un interés mutuo, pues los barcos no quieren un informe negativo que les haga perder la licencia.


“Era más complicado al principio, cuando abundaban los barcos piratas”, comentan. Entonces se daba la contradicción de que unos cumplían las normas mientras otros saqueaban el mar. Producía mucha impotencia y los marinos veían injusto que los organismos internacionales no aplicasen medidas contundentes para vetar a los ilegales. Por suerte, este último año no hubo ni rastro de los piratas. Los activistas consiguieron lo que, como bien expresó Juan Manuel, “deberían hacer los Gobiernos”. “Este año cogieron miedo por la persecución y por el trabajo de la policía desarticulando la mafia gallega”, explica Juan. Refiriéndose a la persecución que los Sea Shepherd, una organización ecologista, mantuvo contra el Thunder, un barco pirata. Este tipo de embarcaciones carecen de permisos y cambian continuamente de nombre y bandera para dificultar su identificación. Además, utilizan redes que resultan mortíferas y que quedan abandonadas a su suerte en el mar, convirtiéndose en cementerios flotantes que atrapan todo tipo de animales.

Tras 110 días a la fuga desde la Antártida, la huida terminó con el hundimiento del Thunder en aguas sudafricanas. Un naufragio sospechoso pues, al parecer, las escotillas estaban abiertas, algo nada común si se quiere garantizar la flotabilidad del barco. Los ecologistas creen que el hundimiento fue intencionado para destruir posibles pruebas, pero lo positivo es que ha servido para disuadir a los asaltantes.

“Se puede explotar el recurso y conservar el medio”, explica Juan que, cada vez más, encuentra a capitanes concienciados que no intentan el menor regateo. “Estamos en el cambio de chip. Antes era ‘vamos a coger todo lo que pueda y a cogerlo ya’ y ahora es más un ‘vamos a coger lo que pueda mantenerse y que haya un equilibrio’”. Cada día, crece la cooperación entre biólogos y marinos, así como la colaboración de las Administraciones y los empresarios.


Se ha demostrado que cumplir la normativa, a la larga, ofrece una pesca de mayor calidad. Pues un caladero bien gestionado es beneficioso para todos: para la especie, que se estabiliza gracias a las cuotas; para el ecosistema, que ve minimizado su impacto; y para los pescadores, que ganan muchísimo dinero. Por último, se garantiza la pesca a largo plazo, en lugar de agotar los recursos en unos pocos años.

“En la Antártida están bastante concienciados”, matiza Juan. “En otros mares y en otras pesquerías a mí me han intentado comprar. En plan: ‘te doy mil dólares si miras para otro lado’. Y yo siempre digo lo mismo: ‘Te voy a hacer un cálculo de lo que me tienes que pagar. Este es el tiempo que me queda para jubilarme, pues tantos meses multiplicados…’. Y les digo una burrada de dinero. Porque si yo hago mal mi trabajo, no vuelvo a embarcar”.

Hay que tener presente que este tipo de pesca, junto al atún rojo, es la más lucrativa. Un barco puede ganar 7 millones de euros en 4 meses, no por nada al róbalo se lo conoce como “oro blanco”. Éste se comercializa en Estados Unidos y Japón, donde llegan a pagar 20 euros el kilo. Un manjar caro que, al tratarse de pesca sostenible, le da un valor añadido. “Es un sello de calidad”, añade Juan Manuel. “Una rodaja en un restaurante puede costar 40 ó 50 euros. Es un mercado muy elitista”.

Al ser una pesca tan rentable, prevalece el cumplimiento de las normas y, al mismo tiempo, al haber limitación de licencias, se convierte en una pesca exclusiva, lo que encarece el precio de venta. Una restricción que se fundamenta en el tiempo de crecimiento del róbalo, que tiene un metabolismo lento. Tarda 10 años en alcanzar su madurez sexual o, lo que es lo mismo, en poder reproducirse. Por lo que un pescado de 60 kilos puede tener 50 años o más.


Los 40 rugientes y 50 tronantes

Las latitudes donde navega el Tronio son peligrosas. “Cada dos días tienes un frente borrascoso e intentas sortearlo”, explica Juan Manuel. Las condiciones climáticas a las que se enfrenta la tripulación rozan lo temerario, llegando a poner en riesgo sus propias vidas. Especialmente cuando se acercan a zonas que los marinos han bautizado como “los cuarenta rugientes y cincuenta tronantes”, en relación a los fuertes vientos y grandes olas que azotan a los barcos. Ocurre cuando se adentran entre los 40° y 60° de latitud austral, donde los aullidos se vuelven atronadores y no escasean los accidentes.

No olvidemos que el Océano Antártico es el único que da la vuelta completa al globo sin verse interrumpido por ningún continente, conectando el Océano Indico con el Pacifico Sur y el Océano Atlántico. Al no existir masas de tierra que lo interrumpan, la velocidad no disminuye y los vientos no se debilitan.  De ahí que las condiciones climáticas sean tan adversas.


Pero no es sólo el clima lo que juega en su contra. En travesías tan largas, de 4 ó 5 meses sin tocar tierra y en un mar dominado por el hielo, cualquier pequeño accidente se magnifica: un corte o un dolor de muelas son incidentes que en altamar se agravan. Es cierto que el capitán y los oficiales tienen conocimientos sanitarios pero no cuentan con un médico a bordo. “Si te da una apendicitis puedes acabar mal, porque a lo mejor estás a una semana del próximo puerto”, comenta Juan Manuel. Están tan aislados que ni siquiera un rescate aéreo sería posible. “Los helicópteros tienen un límite de 200 millas y los barcos están a unas 500, y rodeados de hielo, por lo que no pueden navegar a marcha libre”, explica Juan. 

Y sin embargo, los barcos cada vez se arriesgan más. Influidos por el llamado “sistema olímpico de pesca”, en el que se fija una cuota global para la totalidad de los barcos, de modo que todos compiten entre ellos, luchando por llegar los primeros o encontrar el mejor caladero. Incendios y hundimientos nunca están descartados. “El Tronio tiene la mejor clasificación. Es el mejor barco europeo en su categoría y aun así llega con muchos golpes”, analiza Juan Manuel quien, una noche, se cayó de la cama tras sentir un choque. ¿La causa? Un iceberg: “Me asomé y vi el enorme bloque de hielo que había quedado con la silueta del barco dibujada”.


Para llegar al mar de Ross, el barco tiene que cruzar 400 kilómetros de hielo, atravesando témpanos y placas. Para ello utilizan la información de satélite. “Hay que saber leer los datos pero también necesitas un poco de suerte”, matiza Juan Manuel. De hecho, la pesca antártica sería imposible sin tecnología: radares, satélites y mejoras de construcción. El biólogo nos recuerda que la primera expedición en alcanzar el Polo Sur fue en 1911, “menos de sesenta años de diferencia con la llegada del hombre a la Luna”.

Este año, en cambio, hubo poco hielo y se pudo acceder a caladeros que antes eran inaccesibles. “No se sabe si fue una cosa puntual o no, pero fue bastante atípico, con temperaturas altas de 10 y 12 grados”, reflexiona Juan Manuel. Una consecuencia buena para la pesca pero no tanto para el planeta. El tipo de pruebas que evidencian la urgencia de iniciar planes de sostenibilidad en todas las industrias y a nivel global.


Convivencia a bordo

“No todo el mundo vale”, comenta Juan. “Es duro, sobre todo psicológicamente. Estás fuera de casa, con gente que no conoces y conviviendo. No todos aguantan. De la quinta nuestra, y que se hayan mantenido, sólo quedamos tres”. Resulta evidente que es un trabajo que requiere una personalidad especial, capaz de reponerse y, sobre todo, de encontrar el reverso positivo a las cosas. No sé si es el barco el que transforma o son ese tipo de personas las que se sienten atraídas por él, pero durante la charla, tanto Juan Manuel como Juan, transmiten serenidad y demuestran una gran generosidad. Les gusta su profesión y quieren compartir la experiencia para que se conozca el valor del proyecto. Conservan el idealismo que no se queda en mera pose, sino que actúa acorde a sus valores. Quieren hacer del mundo un lugar mejor y están contribuyendo a ello.

Ambos defienden que la convivencia en el Tronio suele ser buena. “Las personas cuanto peor estamos, mejores somos”, afirma Juan Manuel. Explican que se tiende a adoptar una actitud constructiva. “Difiere del trabajo en tierra en que, en el barco, cualquier pieza es fundamental”, explica Juan. “Cada puesto depende del otro y se notan más las deficiencias. Todo va muy medido. Y unos a otros se controlan durante las maniobras. Profesionalmente se cumple, pero luego hay riñas personales como en todas partes”.

Sobre la presencia de mujeres a bordo, sigue habiendo pocas que se embarquen en trayectos tan largos. “Y eso que a las mujeres las miman mucho”, comenta Juan. “Cuando están ellas, cambian hasta los marineros; que de pronto se duchan y se peinan”, bromea. Éstos tienden a echarles una mano, sobre todo a la hora de cargar peso, y ninguno recuerda situaciones de acoso o altercado similar. Al contrario, apuestan a que con el tiempo aumentará el número de observadoras.

“A los tres meses hay una barrera psicológica”, explica Juan. “Pero si te gusta la lectura…”, responde Juan Manuel. “Cierto, yo me he leído hasta veinte libros por campaña”. Gracias a las nuevas tecnologías pueden llevar una biblioteca en la maleta sin ocupar espacio, sin embargo, admiten que una parte social se ha perdido como consecuencia de esto mismo. “Antes veíamos películas juntos después de cenar”, rememora Juan. “Se hablaba, se jugaba a la cartas… Ahora como todos tienen ordenador, se meten en su camarote con el portátil”.


Pese a estos cambios, el viaje en el Tronio supone un reinicio vital. “Vuelves con más tolerancia y tranquilidad”, dice Juan Manuel, que lo que más valora de la experiencia es la autonomía, “el trabajar para ti”. Estar cuatro meses embarcado, lejos de resultar agobiante, le produce el efecto contrario: “Yo disfruto con un iceberg. Si eres capaz de ver belleza en un amanecer, en el hielo… hasta en el mar cuando está mal. Hay un montón de momentos que te llenan. Me agobiaría más estar encerrado en una oficina de ocho a tres. Me comerían los nervios.” Juan resalta que “al embarcarte descubres tus propios límites y consigues sorprenderte a ti mismo”.

Y es que al final, engancha. “Ahora que llevo un año sin embarcar, empiezo a tener el mono”, admite Juan. “Se ve la vida distinta. Cuando vuelves y observas la sociedad, te das cuenta de que está metida en otra dinámica. Porque estando allí, parece que estás fuera del planeta pero resulta que estás más conectado con la realidad”. Es, en definitiva, un acto que te cambia las escalas y te da una nueva perspectiva. Aunque vuelvas a habituarte y a perderte en las rutinas, siempre queda ese recuerdo que, de vez en cuando, se activa y te alerta: hay algo más.


Parece que sus impresiones, a pesar del tiempo, no difieren de las del propio Darwin, quien en 1839 escribió: 

«Ejercitan estos viajes la paciencia, borran todo rastro de egoísmo, enseñan a elegir por uno mismo y a acomodarse a todo; en una palabra, dan las cualidades que distinguen a los marinos. También enseñan los viajes un poco a desconfiar, pero permiten descubrir que hay en el mundo muchas personas de corazón excelente, dispuestas siempre a serviros aun cuando no se las haya visto jamás ni deban volverse a encontrar nunca.»



[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora] 

viernes, 19 de mayo de 2017

El drama de buscar piso

En televisión, encontrar la casa de tus sueños parece un paseo por las nubes: blandito, delicado y aromatizado con olor a galletas. Los potenciales dueños, no sólo aparecen relajados cual sesión previa de SPA, sino que se permiten el lujo de listar requisitos con la especificad propia del idealismo: vistas panorámicas, grifería de oro, suelos de parquet reformado del siglo XVIII y un fantasma en el sótano, inicialmente terrorífico pero que termine por volverse entrañable y dar así el toque de excentricidad bohemia que la pareja interracial del reality necesita para definirse: porque un fantasma en el sótano, inicialmente terrorífico pero que se vuelve entrañable es TAAAAN nosotros


Al final, el agente inmobiliario gay les consigue una casa que cumple todos los puntos a excepción de la grifería, que es de plata en lugar de oro; y la diseñadora de interiores les reforma su antiguo hogar, incorporando todas las mejoras salvo el fantasma. Porque con ese presupuesto, las sesiones de ouija solamente alcanzaron a traer cacofonías; que ambientan, sí, pero no impactan tanto como una aparición espectral.

Entonces, la pareja se enfrenta al terrible dilema/decisión de Sophie de tener que renunciar a algo. Oh Dios, no podemos tenerlo todo, se lamentan. Y son americanos, por lo que rebajar sus expectativas les resulta especialmente duro, criados como están en creer que cualquiera puede llegar a ser presidente (una realidad incómoda, angustiosa y desconcertante estos días). En ese momento en el que los protagonistas se esfuerzan por interpretar una mueca de tristeza y llega el corte publicitario de diez minutos, es cuando me enrosco sobre mí misma y me convierto en una bola de decepción y desesperanza. ¿Qué realidad es esa donde cualquiera termina por vivir en la casa que siempre imaginó y al precio deseado? ¿Existe un lugar así sin una pantalla de por medio?


Últimamente los pisos de alquiler están carísimos pues, al parecer, nos hemos vuelto ricos todos (misteriosamente). Uno podría pensar que son sueños de grandeza, que los propietarios se han vuelto locos, pero cuando ves que ese piso de 35 metros, sin ventanas y de 850€ al mes desaparece de FotoCasa en tres días, te toca asumir que no. Realmente pueden permitirse inflar los precios que una horda desesperada y respaldada por avalistas millonarios, luchará a muerte por ser elegida.

Da igual que el anuncio saliese hace 3 minutos. Cuando llames, ya no estará disponible. Y si consigues que te den cita, cuando estés llegando a la calle para verlo, te avisarán de que acaba de alquilarlo el que tenía hora justo antes que tú. Y los que quedan libres, o bien son inhabitables (sin caer en una depresión profunda) o están infinitamente alejados de tus posibilidades económicas. Las alertas que te pongas y a los boletines que te suscribas, no marcarán la diferencia, porque siempre habrá alguien que llame antes que tú. Aunque no duermas y actualices la página cada 30 segundos, se te adelantarán. Y siempre será gente que cumpla todos los requisitos: contrato indefinido, nómina de dos mil euros, avales bancarios, belleza y modales victorianos.  



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lunes, 15 de mayo de 2017

Por 13 razones


«Hola, soy Hannah. Hannah Baker. Ponte cómodo, porque estoy a punto de contarte la historia de mi vida. Específicamente, por qué mi vida acabó. Y si estás escuchando esta grabación, eres una de la razones». Es la escalofriante advertencia de una chica muerta, y la protagonista de Por 13 razones.

El mensaje aparece grabado en una cinta de casete y es Clay Jensen quien lo escucha. Él, como la mayoría de compañeros de Hannah, se pregunta por qué una chica como ella querría suicidarse. Un enigma que suele quedar sin respuesta, pero no en este caso. Hannah ha dejado instrucciones y una narración que explica, a lo largo de trece cintas, sus motivos. Cada historia tiene un protagonista: otros chicos de su clase, que ya han escuchado la grabación y cuyos secretos irán saliendo a la luz. Pero ahora es el turno de Clay, quien recorrerá la ciudad guiado por la voz de Hannah, hasta descubrir su propia implicación en la muerte.


Con este planteamiento arranca Por 13 razones que, en poco tiempo, se ha convertido en el producto estrella de Netflix, llegando a registrar más de 3,5 millones de tuits la semana de su estreno.  Los motivos de su repercusión empiezan por el apadrinamiento de Selena Gomez, productora ejecutiva de la serie. La actriz y cantante es la reina indiscutible de las redes sociales, solo su cuenta de Instagram congrega 117 millones de seguidores. Un vídeo en su perfil bastó para iniciar el estallido mediático. Pero no ha sido este vínculo el único responsable de su vertiginosa fama.

La serie es capaz de mantener el interés por sí misma, dejando al espectador en vilo y con ganas de más tras cada episodio. Descubrir los misterios del Liberty High se ha vuelto adictivo. Un instituto donde los primeros besos se entremezclan con los rumores y las fiestas con el deseo de encajar. Sensaciones identificables pero actualizadas por internet y las nuevas tecnologías, donde las redes sociales demostrarán ser un arma de doble filo: con capacidad de acercar y condenar al mismo tiempo.


El origen fue un best seller

Por 13 razones es la adaptación de un libro de Jay Asher, que alcanzaría el primer puesto en las listas de ventas de The New York Times de 2007. El éxito pillaría al autor por sorpresa. Su aspiración en aquel momento era que la historia pudiese llegar a una sola persona, que alguien le dijese que aquel era su libro favorito, pero jamás pensó en conseguir un público tan amplio.

La idea de las cintas se le ocurriría después de visitar una exposición en las Vegas sobre la tumba de King Tut. El recorrido incluía un audio-tour que guiaba al visitante a través de la muestra y a Asher le pareció un modo interesante de estructurar una novela. Aquello quedaría en un mero apunte, una idea en la que trabajar en el futuro y pasarían varios años hasta volviese a retomarla. Sería a raíz de sufrir el suicidio de un pariente cercano −alguien de la misma edad de Hannah− cuando volvería a ella. Aquel suceso repentino e inesperado para todos, dejaría un gran impacto en el escritor. “Entonces tuve la estructura y el tema”, explicaría en una entrevista para Teen Vogue.


“Ocurrió un día mientras iba conduciendo. Inmediatamente sentí que ésa era la mejor manera de contar una historia así. De esta forma tienes su perspectiva, sus palabras, pero también el punto de vista de alguien que la conoció”. Y la fórmula funcionó. Pero para Asher, el éxito de esta obra esconde una cara amarga: “No creo que el libro se hubiera vendido tanto si estos temas no siguiesen siendo tabú”. Arrojar algo de luz en un asunto que está lejos de ser anecdótico es uno de los propósitos de Por 13 razones.

jueves, 27 de abril de 2017

2 meses sin

La vida sin Ronda continúa. Han pasado dos meses, aunque el tiempo ahora se mide de un modo distinto. Uno que convierte los minutos en algo más denso y pesado. Como si la sensación temporal se duplicase, viviendo el doble de horas por día. Pero no, sólo han pasado dos meses. Dos largos y extenuantes meses con sus insómincas noches.


Espero volver a dormir bien algún día. Sin sobresaltos ni desvelos. Porque esos momentos de la noche son los peores. No sé qué tienen esas horas para dar tan clarividencia, pero es ahí cuando los miedos se vuelven más puros. La angustia aparece desnuda y dispuesta a mostrar todos sus rincones; enfrentándote a todo lo que llevas evitando durante el día (dicho así suena muy poético pero es una mierda, punto)

ronda, valle colina, adopcion, lobo herreño, muerte, perro, perdida

Es devastador querer huir de tus propios pensamientos, tener que ahogarlos con cualquier cosa porque el silencio no es una opción. ¡Agotador! Silenciar mi propia conciencia me ha regalado un par de canas. Es mi regalo de bienvenida a la vejez: tome usted, un motivo más por el que preocuparse. Aunque ahora mismo éste ocupa un lugar bastante bajo en mi ranking de tragedias, pero aspiraba a volverme canosa cuando pagar una peluquería no fuese un problema.


Pese a todo, he empezado a recuperar ciertos hábitos y creo que consigo aparentar bastante bien una normalidad que no incomode al resto: de puertas para fuera, nadie lo diría. Lo que sí percibo es una mecha más corta en general. Una ultrasensibilidad que me hace menos tolerante con la estupidez y las faltas de respeto. A lo mejor vivir en el monte me está haciendo más huraña pero no soporto las faltas de educación, la desconsideración y la invasión de mi espacio. Si pudiera ir haciendo desaparecer gente con un botón, lo desgastaría. Por otro lado, vuelvo a valorar los pequeños momentos, como el paisaje desde el coche o una conversación inesperadamente interesante. Quiero acumular más de todo eso, lo cual es un buen síntoma que me aleja del ostracismo.


ronda, valle colina, adopcion, lobo herreño, muerte, perro, perdida

Lo que no se me va (y tal vez no lo haga nunca), es el pensar constantemente lo que a Ronda le habría gustado estar ahí, cómo lo habría disfrutado y lo mucho que su presencia mejoraría el momento. Lo sé, es devaluar la realidad en favor de un imposible pero no puedo evitarlo. A los creyentes les reconforta pensar que el otro sigue ahí de algún modo (con las terribles consecuencias para la intimidad que conlleva eso) pero mi realidad no es compatible con este tipo de fantasías. Ya no está y no volverá a estar nunca más. Asumir este infinito inalterable es lo más duro, pues no deja de ser un derivado más del miedo a la muerte. Qué pena que nada de esto tenga sentido y que todo esté destinado al más absoluto de los olvidos.

viernes, 21 de abril de 2017

Hans Christian Andersen: cuento de desamor


El cuento de la Sirenita está de aniversario. Se cumplen 180 años desde su publicación. Prácticamente dos siglos desde que el poeta y escritor danés, Hans Christian Andersen, lo incluyera en el tercer volumen de Cuentos de hadas contados para niños. Un relato que se aleja de la versión azucarada que Disney llevó a los cines, sin final feliz o perdices a la vista, pues la Sirenita fue concebida como el desahogo de un corazón roto. Un cuento donde la renuncia y la desesperanza lo ocupan todo, reflejo de la desdichada vida amorosa de Andersen, que vio frustrados todos sus intentos de enamorarse.

Sus cuentos serían el refugio de sus penas, un salvoconducto para la posteridad que no le ayudaría a experimentar aquello que tanto anhelaba: un amor correspondido. En su diario dejaría escrito este lamento: «Todopoderoso Dios, tú eres lo único que tengo, tú que gobiernas mi sino, ¡debo rendirme a ti! ¡Dame una forma de vida! ¡Dame una novia! ¡Mi sangre quiere amor, como lo quiere mi corazón!». Una petición desoída y que dejó a Andersen con una sexualidad frustrada. Sus deseos iban en ambas direcciones, llegando a declarar su amor tanto a mujeres como a hombres, pero obteniendo siempre como respuesta un desconsolado premio de consolación: amistad. Visto como un hermano, quedó privado de afecto.


Un patito feo que no llegó a cisne

Hans Christian Andersen creció siendo un muchacho desgarbado, con rasgos que no parecían encajar entre sí y con unos modales afeminados que no invitaban a la popularidad. No es de extrañar, entonces, que uno de sus primeros cuentos fuese El patito feo. Pero a diferencia de su protagonista, Andersen no llegó nunca a alcanzar la fase de cisne, ni tan siquiera cuando sus historias se recibían con entusiasmo entre los miembros de la Corte.

Tan poco agraciado era, que William Bloch, autor y director teatral danés, lo describiría así: «Extraño y bizarro en sus movimientos. Sus piernas y sus brazos son largos, delgados y fuera de toda proporción; sus manos, anchas y planas, y sus pies son tan gigantescos que nadie piensa en robarle las botas. Su nariz es, digamos, de estilo romano, pero tan desproporcionadamente larga que domina toda la cara; cuando uno se despide de él, su nariz es lo que más recuerda.»

Profesionalmente alcanzó un prestigio que se ha mantenido inalterable hasta nuestros días. En Dinamarca es considerado un héroe nacional y su figura corona varias plazas. Pero su imagen de patito feo nunca lo abandonaría, incapaz de traspasar el umbral de lo platónico. Como nunca se casó, ni llegó a mantener relaciones sexuales, su imagen quedaría asociada a la pureza. Un personaje blanco y angelical, adjetivos muy útiles para su asociación con el mundo de los cuentos. Este legado se mantuvo inmaculado hasta que Jackie Wullschlager se atrevió a profundizar en la parte más terrenal del autor quien, al parecer, tenía pulsiones humanas después de todo. En La vida de un narrador, Wullschlager destierra la idea de una castidad elegida por convicción, y más propiciada por el miedo y la culpabilidad religiosa.

Durante su estancia en París, Andersen visitaría varios burdeles pero su represión sólo le permitiría hablar con las chicas y hacer acopio mental de imágenes para su posterior desahogo, siempre a solas. Una actividad que practicaba con intensidad, hasta el punto de sentir dolor. De hecho, cada vez que se masturbaba añadía una cruz en su diario, un registro que solía incluir muchos más detalles, descritos con inesperada franqueza. Por lo que no parece que tuviera un verdadero afán de mantener intacta su inocencia, sino que se movía entre el deseo y la culpa como una condena.

lunes, 17 de abril de 2017

Westworld

En un futuro no tan lejano, la humanidad cuenta con un nuevo pasatiempo, una atracción sin precedentes bautizada como Westworld. Este parque de escala monumental ofrece a los usuarios la oportunidad de experimentar la vida del salvaje oeste, un mundo sin ley donde la supervivencia está a la orden del día. En este escenario, guiado por forajidos y prostitutas, los asistentes pueden dar rienda suelta a sus instintos más primarios. ¿Lo mejor? No hay lugar para el remordimiento pues aunque los personajes que dan vida a esta fantasía tienen una apariencia perfectamente humana, no son otra cosa que estilizados robots. Cuidadas inteligencias artificiales que reciben el nombre de “anfitriones” y que han sido diseñadas para atraer y complacer a sus invitados.


La atracción es anunciada como una oportunidad de autoconocimiento, de revelar tu verdadero ser y dar respuesta a la gran pregunta: ¿quién soy en realidad? Un acto de fe que se desmorona con la elección prioritaria de sus usuarios: sexo y violencia sin medida. Pues en Westworld, el visitante siempre gana. Los anfitriones, fieles a las leyes de la robótica de Asimov, no pueden infringir daño. Y es que la serie ha querido mantener los códigos propios de la ciencia ficción, haciendo constantes referencias a las teorías que su literatura ha alumbrado. Es el caso del escritor Isaac Asimov, quien concibió una serie de normas con las que regir el comportamiento de los robots del mañana. Descritas en sus novelas como “formulaciones matemáticas impresas en los senderos positrónicos del cerebro” o, lo que es lo mismo, líneas de código con las que establecer un manual de conducta. En compendio, serían tres leyes básicas:

1ª Ley: Un robot no hará daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
2ª Ley: Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la 1ª Ley.
3ª Ley: Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la 1ª o la 2ª Ley.

Asimov crea así el equivalente a una moralidad artificial, una especie de ética que guía las acciones de los robots, al tiempo que protege a los seres humanos. Pues uno de los miedos recurrentes de la ciencia ficción, es la posibilidad de que nuestra creación se nos vuelva en contra.




La creación puesta a prueba

El prodigioso creador de vida de Westworld es el doctor Robert Ford, interpretado por Anthony Hopkins, y de cuyo nombre se intuye una alusión al padre de la producción industrial: Henry Ford. Como su antecesor, Ford produce robots en cadena cada vez más perfectos. Los anfitriones, con sus personalidades definidas, son capaces de improvisar dentro de la pequeña narrativa que tienen destinada; y, pase lo que pase en el parque, a la mañana siguiente amanecen reconstruidos y con la memoria en blanco.


Esta amnesia frente a lo acontecido, concede a los visitantes el alivio que necesitan; convenciéndose de que todo el daño cometido, quedará en el olvido. Al fin y al cabo, los robots no sienten, sólo replican los dictados que Ford les ha dado. Un comportamiento pautado y un pasado hecho a medida, compuesto de recuerdos trágicos. Estas evocaciones, junto a sus relaciones familiares y de pareja, aportan mayor consistencia a la historia, enriqueciendo la experiencia de los visitantes. “Al principio me pareció cruel que los emparejasen” –comenta el personaje interpretado por Ed Harris− “pero luego comprendí que, para ganar, otro tiene que perder”.

Harris, que da voz al desalmado “Hombre de Negro”, es uno de los visitantes más veteranos del parque. Conoce todas las tramas y a todos sus personajes y, después de años de jugar, se ha cansado de ser Dios. Esa constante insatisfacción humana, será el motivo que llevará a Harris a explorar los límites de Westworld. Una búsqueda centrada en encontrar el laberinto, un nivel más profundo del juego, no apto para principiantes.


Mientras el Hombre de Negro avanza en su misión, los robots empezarán a salirse del bucle impuesto, saltándose el guión y recordando algunos de los incidentes acontecidos. La voluntad parecerá mover sus acciones, como si hubiesen alcanzado un grado más de evolución. ¿Están empezando a ser conscientes? ¿Cuánta autonomía real puede concedérsele a una inteligencia artificial? Éstas serán las preguntas que se desarrollarán a lo largo de toda la temporada. Diez episodios presentados con una calidad cinematográfica excelente pues, más que una serie, cada capítulo parece una película en miniatura.  No en vano HBO le dedicó un presupuesto de 100 millones de dólares, lo que equivale a unos 10 millones de media por episodio.

Todo este despliegue, concentrado en un proyecto que tardó varios años en gestarse, ha valido la pena. Porque Westworld cautiva por su escenografía y grandes nombres (como J. J. Abrams en la producción)  sin desmerecer por ello lo cuidado de su historia. Los capítulos enganchan e invitan a soñar y debatir sobre un futuro, no tan inalcanzable.

lunes, 20 de marzo de 2017

Ante la pérdida de derechos: ¡Revoluciónate!


Empezar un nuevo año trae consigo la ilusión de que todo es posible, nuevas oportunidades están al acecho, deseando dejarse atrapar por esta nueva versión de nosotros mismos. Atender los propósitos personales está muy bien, sin embargo, no hay que olvidarse de los objetivos colectivos; pues una puesta a punto totalmente individualizada puede hacernos ignorar el panorama completo, del que también somos parte. Es como esa viñeta que muestra una barca que empieza a hundirse por un extremo, obligando a las personas más próximas al agujero, a echar el agua fuera desesperadamente; mientras, el resto de pasajeros situados algo más lejos de la catástrofe, respiran aliviados: ¡qué suerte no estar en ese lado! Olvidando que comparten bote.

En esta línea, Jordi Évole abordó su primera columna de 2017. El periodista quiso hacer un recordatorio, una llamada de atención con el fin de evitar que volvamos a anestesiarnos. Así, Évole se pregunta en su artículo qué ha sido de la indignación: “Ves los informativos y parece que ya nadie protesta. ¿Ya no hay problemas? ¿Ya no hay crisis? ¿Ya no hay desahucios? ¿Ya no hay recortes? A ver si volvemos a estar en la Champions League de la economía y no me he enterado.”

El comentario de Évole apareció en pleno mes de rebajas, con los estantes de las tiendas arrasados y largas colas en formación. Una alegría que ya se anticipaba durante las ventas navideñas, las cuales crecieron un 5% respecto a diciembre del año pasado. Los parkings llenos y las zonas comerciales intransitables dieron muestra de ello. Unos datos que podrían ser positivos si, efectivamente, estuviesen teniendo lugar cambios importantes en la economía y, especialmente, en la maltrecha clase media. ¿Se están recuperando las familias o simplemente han empezado a conformarse? El crecimiento de las ventas, ¿indica recuperación o es el retorno de los malos hábitos?

Y es que parece cumplirse el pronóstico de Arturo Pérez Reverte: no hemos aprendido nada. El escritor lanzó esta predicción en octubre del año pasado durante una entrevista: «la gente quiere que acabe la crisis para volver a lo mismo: comprarse otro coche con hipoteca, irse a Cancún de vacaciones…» En definitiva, seguir igual pero sin análisis o lección mediante. Descorazonadoramente, parece estar en lo cierto. Salvo por el hecho de que, aunque para algunos la situación empiece a mejorar con la llegada de un nuevo contrato, lo hace en su versión más pobre con sueldos precarios, horarios imposibles y amenazas en caso de baja. Un nuevo trabajador que vive en una incertidumbre constante pero asumida, porque (ya conocemos el mantra): ¡ya es una suerte que te dejen trabajar! Pues resulta que las obligaciones son ahora privilegios.

lunes, 13 de marzo de 2017

Trabajando gratis


“Trabaje gratis”, dice el cartel. Unas luces de neón lo acompañan, parpadeantes, con la intención de hacerlo más vistoso, pues no es algo que haya que pedir con la boca pequeña. Quién sabe, a lo mejor el parpadeo de colores le aturde y pierde por fin todo el sentido y el valor de las cosas. Igual hasta se queda ciego de principios, derechos y convicciones, pasando a formar parte del engranaje de explotación que parece regir muchos de los puestos de trabajo en España.

Simplificando: la esclavitud ha vuelto; está de moda. Y esta vez sin necesidad de cadenas o latigazos intimidatorios, porque las cabezas gachas y la dignidad ausente vienen de serie. Una pandemia que a muchos interesa que no se erradique porque aumenta los ingresos de unos pocos, a costa del esfuerzo de la mayoría.

“Son las circunstancias” o “Es la situación”, son las excusas que legitiman estas propuestas deshonestas. Situación y circunstancias que sólo tienen en cuenta un lado, obviando la necesidad ajena. En unos pocos años hemos pasado de un escenario donde ser mileurista era estar mal pagado a convertir la misma cantidad en una meta aspiracional. ¿Qué ha pasado? El coste de la vida no se ha abaratado y la preparación de la gente ha ido en aumento. ¿Tan poderosa ha sido la crisis como para reprogramarnos enteros?

En mayo de 2016, el presidente de la CEOE, Juan Rosell, afirmó sin titubeos que  el trabajo “fijo y seguro” era “un concepto del siglo XIX”; en el futuro, matizó, habrá que “ganárselo todos los días”. Una reflexión a la que llegó después de asegurarse una subida de su sueldo como consejero de Gas Natural Fenosa −empleo arduo donde los haya−, de un 64% o, lo que es lo mismo, 208.000 euros brutos al año.

Si así se expresan los representantes de la patronal, no sorprende que el mercado laboral se llene de ofertas cuya retribución se basa en palmaditas en la espalda y cuentas bancarias a cero. “Así coges experiencia” o “Al menos te entretienes” son los argumentos con los que tiran por tierra el Artículo 35 de nuestra Constitución: Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo (…) y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia. Repetimos: “remuneración suficiente” y no palabras de aliento. Porque el verdadero reconocimiento se refleja en la nómina. 

jueves, 9 de marzo de 2017

Cuéntame un cuento… ¡pero como los de antes!

Son ya muchas las generaciones que han crecido con los cuentos tradicionales presentados a través del filtro de Disney, versiones que incluyen canciones pegadizas y finales almibarados. Son, en resumen, fantasías bien amortiguadas donde la justicia y los buenos actos terminan siempre por salir airosos, lo que deja un ambiente sosegado que anticipa los más apacibles sueños. Sin embargo, no era éste el efecto que los primeros cuentos pretendían. Siendo muchos más brutales en sus narraciones primigenias, reflejo de la sociedad del momento. Porque si algo ha caracterizado a los cuentos, es su maleabilidad; esa capacidad de adaptarse a los tiempos para seguir cautivándonos.

Disney los dulcificó y Pixar inició la costumbre de añadir capas a las historias, de modo que tanto niños como adultos, puedan seguir una trama personalizada. Pero estas variantes no son nuevas, sino que han ido sucediéndose desde que el cuento es cuento. De ahí que se conozcan versiones de la Cenicienta en la China Imperial o de La Bella durmiente en la Dinastía XX de Egipto. Piezas que han ido integrando −y evolucionando− el folclore y otras leyendas para adaptarse a las distintas necesidades generacionales.


Sería al pasar del formato oral al escrito donde parte de estos relatos se enfocarían al público más joven. Anteriormente, los cuentos eran un entretenimiento adulto, por lo que no era extraño que incluyesen pasajes violentos o sexuales. Tampoco existían términos como “control parental” o “advertencias de sensibilidad”, ya que primaban cuestiones más básicas; algunas tan evidentes como la propia supervivencia, lo que no daba mucho margen a engendrar posibles traumas.

El francés Charles Perrault, el italiano Giambattista Basile o los alemanes hermanos Grimm se encargarían de recopilar y, en ocasiones crear, las historias que aún hoy nutren nuestro cine y literatura. Eso sí, narradas en su versión más áspera y sanguinolenta, donde las perdices del cierre brillan por su ausencia. Unos autores que parecían plenamente consciente de que el mundo, ya incluya hadas y princesas, no es un lugar fácil.

Caperucita Roja


La historia de Caperucita fue narrada de generación en generación hasta que Charles Perrault la transcribió en 1697. Su versión mantiene los elementos clave del engaño y la usurpación de identidad, pero el escritor francés eliminó algunos de los pasajes más crudos. Una de las escenas suprimidas describe un momento de canibalismo por parte de Caperucita quien, engañada por el lobo, come carne y bebe sangre de la Abuela.

Lo que no censuró Perrault, fueron las intenciones libidinosas del lobo. Identificado como el villano de la historia, sus deseos de carne son más eróticos que nutritivos y su objetivo no es otro que terminar con la pobre Caperucita desnuda en la cama. Algo que sucede, tal cual, en esta primera narración. De esta circunstancia terminaría desembocando la expresión “avoir vu le loup”, traducido por un “haber visto al lobo”, como sinónimo de perder la virginidad.

El lobo ejemplifica al prototipo de embaucador, ése que se deja llevar más por sus instintos que por la razón. Perrault, que escribía para entretener a los invitados de la Corte de Versalles, parece querer advertir a las jóvenes de este peligro con su moraleja:

 “Las jovencitas elegantes, bien hechas y bonitas
hacen mal en oír a ciertas gentes,
y que no hay que extrañarse de la broma
de que a tantas el lobo se las coma.
Digo el lobo, porque estos animales
no todos son iguales:
los hay con un carácter excelente y humor afable,
dulce y complaciente, que sin ruido,
sin hiel ni irritación
persiguen a las jóvenes doncellas,
llegando detrás de ellas
a la casa y hasta la habitación.
¿Quién ignora que Lobos tan melosos
son los más peligrosos?”

Los hermanos Grimm, en un intento de suavizar el final, incluyeron el personaje del cazador, el cual termina liberando a Caperucita y su abuela. Éstas renacen −ajenas a las consecuencias de la deglución previa− pero, originalmente, tanto la una como la otra, terminan en el estómago del lobo sin que nadie las salve.

viernes, 3 de marzo de 2017

Superar la muerte de un perro

Hace una semana, escribí:


«La ausencia de Ronda es tan grande, que se ha llevado una parte de mí y ahora sólo puedo vivir a medias. Todo lo bueno lo percibo en su versión más pobre. Y lo malo aparece mil veces potenciado.

Sé que la mente es engañosa pero ahora mismo siento que nunca antes estuve verdaderamente triste. Que sentí apatía, desencanto y, tal vez, una versión adulterada de lo que era la tristeza. Pero nada más, simple simulacro.

No sé cómo la gente afronta y supera las pérdidas, cómo consiguen salir adelante. Hoy me parece que nunca lo hacen, que únicamente se limitan a disimular y fingir que viven cuando sólo representan una vida. Viven pero en otra versión de la realidad, una que filtra las cosas buenas, dejando pasar sólo una pequeña parte; mientras el dolor se abre paso en toda su crudeza.»


Han pasado los días y parece que también las lágrimas. O al menos, ya no me echo a llorar cada diez minutos cuando miro hacia determinados rincones de la casa, o me parece oír sus pasos o percibir su sombra. Ahora entiendo que la gente crea en fantasmas. Nuestro cerebro se empeña en lanzar espejismos, una y otra vez. Si te sugestionas, eres capaz de aferrarte a cualquier cosa. Pero no, ella ya no está.

Es curioso. Yo era de las que no entendía todo el ritual que trae consigo la muerte: el ataúd, las flores, la ceremonia… Pensaba que lo mejor y más consecuente era donar los órganos del fallecido y despedirse sin tanto gasto o protocolo. Sigo pensando que, en mi caso, preferiría una opción más personal. Primero, por coherencia y segundo, porque nunca me han reconfortado las palabras de un cura en un entierro. Sin embargo, esa mentalidad práctica (incluso enfermizamente aséptica) que da la distancia, ha desaparecido.

Cuando vi a Ronda tumbada sobre la mesa del veterinario, ya sin respiración y totalmente ausente, me invadió el deseo de llevármela. No quería dejarla ir, y no hablo en un sentido espiritual, sabía que ya no estaba allí pero, repentinamente, su cuerpo cobró una importancia insospechada. Me daba miedo que la fueran a tratar con brusquedad, sin delicadeza, que la transportasen al crematorio como un simple bulto. Aunque su consciencia ya no estuviese y no pudiese experimentar dolor, quería que la cuidasen y la tratasen con respeto hasta el final.


Ahora tengo la urna con sus cenizas en casa y yo, que creía tener racionalizados los efectos de la muerte, he terminado aferrada a esos restos de grava, sintiendo que aún no ha llegado el momento de despedirme. No es que quiera quedarme con ellas pero tampoco me siento preparada para verlas desaparecer. Ese acto parece tener más significado y connotaciones emocionales de las que esperaba. Por eso me he vuelto más comprensiva con los rituales ajenos y agradezco que haya unas pautas marcadas que sirvan de guía porque, en un momento así, es demasiado fácil bloquearse.

Desafortunadamente, en cuanto a duelo personal no hay nada escrito. Me gustaría conocer la receta mágica para superar la muerte de un ser querido. Descubrir la estrategia e ir dando los pasos adecuados, uno tras otro, hasta conseguirlo. Ojalá entendiese el proceso. De momento me limito a llevar a cabo los pequeños grandes actos, como recuperar hábitos o recopilar sus cosas con el fin de separar lo que puede donarse, de lo que quiero guardar y lo que no. Al final le he regalado todo a Vicky, la podenco que adoptó Guillermo casi a la par que Ronda. Además de su pasado en Valle Colino, ambas comparten esa mirada de ojos tristes que te atraviesan y dicen tanto sin necesidad de palabras. No se separó de mi lado durante la visita y acariciarla fue terapéutico. ¡Hay tanto que agradecer a los perros! A esa forma única que tienen de transmitirnos afecto, calma e incondicionalidad. No hay nada igual.

Vicky y Ronda en el monte

El pensamiento que más me asalta estos días es el de frustración. Me indigna comprobar como todo sigue. Objetivamente sé que nuestro paso por el mundo es de una trascendencia minúscula, que a pocos dejaremos huella y aun así, ese recuerdo está destinado a extinguirse también. Aun así, me duele ver como los días se suceden sin consecuencias. Es cierto que yo los percibo en una tonalidad más gris pero no es suficiente. Y sé que no es sano pero sigue molestándome.

Últimamente sólo puedo refugiarme en las palabras de escritores, son de las pocas cosas que consiguen reconfortarme. Reflexiones como éstas:

La muerte de ciertos seres humanos me tiene a veces sin cuidado, pero la de un perro no me deja nunca indiferente. Siempre sostuve que los animales son mejores que las personas y que cuando algún humano desaparece del mapa, el mundo no pierde gran cosa, incluso se libera de un verdugo o de un imbécil, pero cada vez que muere un perro, todo se vuelve más desleal y sombrío. (artículo completo aquí)


No hay compañía más silenciosa y grata. No hay lealtad tan conmovedora como la de sus ojos atentos, sus lengüetazos y su trufa próxima y húmeda. Nada tan asombroso como la extrema perspicacia de un perro inteligente. No existe mejor alivio para la melancolía y la soledad que su compañía fiel, la seguridad de que moriría por ti, sacrificándose por una caricia o una palabra. He dicho muchas veces que ningún ser humano vale lo que un buen perro. Cuando uno de nosotros muere, no se pierde gran cosa. La vida me dio esa certeza. Pero cuando desaparece un perro noble y valiente, el mundo se torna más oscuro. Más triste y más sucio. (artículo completo aquí)


Siempre me han gustado los animales, pero no conviví con uno (no amé a uno) hasta hace más o menos treinta años, que fue cuando tuve a mi primer perro. Y sí, Anatole France tiene razón: a partir de aquel momento, algo se despertó en mí. Algo que yo ignoraba se hizo presente. Fue como desvelar una porción del mundo que antaño estaba oculta, o como añadirle una nueva dimensión. Convivir con un animal te hace más sabio. Contemplas las cosas de manera distinta y llegas a entenderte a ti mismo de otro modo, como formando parte de algo más vasto. (artículo completo aquí)


Algunas personas también me han sorprendido para bien, por suerte. Ha habido mensajes sinceros y algunos gestos pero como Reverte, me queda la impresión de que el mundo se ha vuelto un lugar más sombrío. Si el tiempo mitigará este efecto, lo desconozco. Vivir al día nunca se había sentido tan inevitable...  

lunes, 27 de febrero de 2017

Ronda: breve homenaje al amor


La primera vez que vi a Ronda, ella ya me había visto a mí. Sentí sus ojos en mi espalda y pese a estar inmersa en unas circunstancias que la aterrorizaban, me sonrió. Se encontraba dentro de un chenil (una jaula típica de las perreras), junto a un Samoyedo blanco llamado Búnker, mucho más vistoso y acorde nuestros cánones del perfecto peluche. Pero una vez superada la primera impresión, esos segundos prejuiciosos, quien se ganó mi corazón fue ella.

Yo llevaba varias semanas siendo voluntaria en Valle Colino cuando la vi. Ronda no era una perra expresiva ni confiada, de esas que prodigan cariño a cualquiera. Sin embargo, conmigo conectó. No sé por qué, no hice nada especial para ganarme su reservado afecto pero imagino que se debió a esa percepción única que tienen los perros, a esa capacidad de adelantarse a los acontecimientos y de ver más allá. De algún modo supo que yo no me rendiría, que estábamos destinadas a estar juntas. Porque verdaderamente sé, que ninguna hubiese podido encontrar compañera mejor.

Su caso era complicado. La habían abandonado a su suerte en Vía de Ronda (de ahí su nombre), una autovía donde los coches cruzan con prisas en ambas direcciones. Desorientada y asustada, fue incapaz de esquivar el tráfico, sin que nadie la socorriera. Creen que agonizó, arrastrándose por la cuneta durante varios días hasta que alguien la encontró, una (o varias) de esas personas que compensan la mezquindad del resto. Desconozco sus nombres pero fueron los primeros en salvarla. Porque a Ronda la salvaron muchas veces pero pese a esa desgracia, siempre tuvo su reverso de suerte.

Ronda en Valle Colino vs Ronda unos años de cariño después


Volviendo a ser un perro


El accidente le dejó una cadera rota y una operación que trató de arreglársela. Tampoco supe que veterinario la atendió en aquel momento pero le estaré eternamente agradecida, hizo un trabajo insuperable. Tal vez en ese momento no lo parecía pues Ronda tardó varios meses en volver a caminar y cada paso le dolía. Varios voluntarios se hicieron cargo de ella durante este proceso, momento en el que se hizo evidente su ansiedad y, aunque ésta descendió con el tiempo, nunca se desharía completamente de ella. Es lo que se conoce como “ansiedad por separación” un problema que cuesta corregir pues ocurre cuando el dueño no está delante.

Pese a ello, Ronda fue la mejor perra del mundo. Lista como ninguna, lo aprendía todo en el acto y parecía leer a las personas con una maestría que muchos envidiarían. Yo la llamaba “mi perra E.T.”, porque era tanta la sintonía, que su ánimo parecía acoplarse siempre al mío. Era sensible y me buscaba con la mirada, como esperando mi asentimiento ante cualquier encuentro o circunstancia nueva. También le tenía miedo a los hombres, consecuencia de un maltrato anterior, y desconfiaba en los comienzos. Era evidente que había sufrido pero, poco a poco, consiguió salir de ese estado que la reprimía y le impedía incluso ladrar o perseguir una pelota.

Su cariño era silencioso, interrumpido sólo por el traqueteo de sus patas mientras me seguía por la casa. Estar a mi lado le daba seguridad pero con el tiempo aprendió a no estresarse con el resto de la familia y le bastaba nuestra compañía para estar en calma. Era tanta la quietud y paciencia que mostraba a nuestro lado, que pasaba desapercibida, acurrucada bajo las mesas. Ésa fue su única petición: no estar sola. Y en 6 años, nunca lo estuvo, gracias a los malabarismos que hicimos entre todos. Fue duro y hubo momentos angustiosos donde temía que llegase un día en que no pudiéramos coordinarnos pero tenía claro que no íbamos a dejarla. Porque el compromiso con un perro debe ser irrompible, ya sea solamente, por devolver una parte de esa lealtad que nos profesan.


A Ronda ya la habían intentado adoptar tres veces con idéntico resultado: ser devuelta al albergue. Es algo comprensible pero ni yo ni mi familia elegimos esa vía y puedo garantizar que compensó el esfuerzo. Debido a esto, fue una perra que nos acompañó más de lo acostumbrado. La llevábamos a todas partes y su compañía mejoraba cualquier experiencia. Te daba un motivo para levantarte por la mañanas y los rápidos vistazos al retrovisor, te mostraban una sonrisa agradecida y unos ojos ilusionados, haciéndote apreciar los pequeños matices de la vida.  Seguramente Ronda haya recorrido más rincones de esta isla que la mayoría de la gente; y no sólo ha estado en ellos, se ha deleitado. No podía hablar pero sus miradas y sus gestos parecían dar muestra de un mundo interior que a nosotros se nos escapa.

Como esas pesadillas, que nunca la abandonaron del todo. Sus gemidos nocturnos me ponían en alerta pero bastaban unas palabras para sacarla de ese trance y ver transmutar su cara del desconcierto al alivio. Nunca olvidaré esa expresión. Una que ojalá ningún perro tuviera que experimentar pero que no deja de ser una señal del avance −lento, pero avance− de nuestra sociedad. Hoy se debate cambiar la legislación para proteger los derechos de los animales (#AnimalesNoSonCosas), concediéndoles el respeto que merecen. Y sí, ojalá ningún perro volviese a tener pesadillas pero la realidad me dice que, con cada sueño angustioso de un animal, aparece un ser humano dispuesto a comprometerse.