lunes, 21 de noviembre de 2016

El feminismo como marca



Miley Cyrus criticaba, a raíz del estreno de SuperGirl, que las series usasen géneros en sus nombres. Un debate absurdo dentro del marco de lo políticamente correcto en el que Estados Unidos no hace más que abrir la veda opuesta a la cordura.

Es precisamente una serie con nombre de género, Girls, una de las que más ha hecho por romper tabúes sobre al cuerpo y la sexualidad de las mujeres. Un ejemplo más valioso que el de Cyrus con la lengua fuera y haciendo twerking mientras se roza contra todo, como en un ritual de celo.

El feminismo se ha convertido en una etiqueta manoseada y pervertida por la industria que ha aprendido que es un concepto que viene muy bien para hacer caja. Beyonce planta carteles monumentales con la palabra en sus conciertos. Lo cual no deja de ser una versión 2.0 del Girl Power de las Spice Girls y ninguno de estos ejemplos ha hecho algo verdaderamente significativo por la igualdad de género.



El marketing feminista se centra en lo superfluo y ni siquiera es capaz de captar bien el mensaje. Así, una lucha valiosa pasa a ser una demostración del “poderío de la mujer” centrado en exhibir cacho: porque puedo hacer lo que quiera, dicen. Siendo casualmente la opción mayoritaria de ese querer, un andar en bragas o dejar traslucir pezones. ¿Es eso lo que quieren las mujeres? ¿Ser las dueñas de su propia cosificación? El plan parece ser mantener una provocación constante donde las reacciones previsibles deben censurarse.

Cada cual es libre de elegir la forma de reivindicar sus derechos pero transformar pensamientos retrógrados a través del destape femenino, no sólo no es trasgresor a estas alturas, sino que no responde a lógica alguna. Parece querer decir: tenemos tetas y culo pero esto no puede condicionar nuestra valía, ni nos define de ningún modo. Entonces, ¿por qué centrar toda la atención en esas partes? Si el discurso que acompaña es otro, la estrategia me parece incoherente. ¿Cuál es el fundamento? ¿Anestesiar a los hombres a fuerza de empacho? ¿Conseguir que ni pestañeen cada vez que asome un pecho? ¿Y después qué?

Se ha vuelto una estrategia para llamar la atención, dando una vuelta más a la desnudez femenina, que esta vez se siente validada por ir (supuestamente) acompañada de un mensaje. Lo que ocurre es que el feminismo no es un simple hashtag, es algo que va respaldado de una serie de intenciones que trascienden más allá de escenificar el famoso cartel de We Can Do It!. Sus objetivos no se limitan al gesto de colocarse la etiqueta.

Y sí, el movimiento está de moda, vende. Sin embargo, utilizar este impulso para crear un debate que consiga verdaderos avances, sería lo deseable. Aprovechémoslo pero sin caer en el engaño, mercantilizándolo y dejando que sean los intereses de otros los que prosperen.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Padres zombis en el aire

Era un vuelo de tres horas desde Barcelona. Los malabares económicos de la escapada me habían obligado a hacer noche en el aeropuerto, una experiencia que tiendes a minimizar con el tiempo pero que, cuando toca, te hace valorar todas las comodidades diarias y entras en el mismo trance que atrapa a Tom Hanks en Náufrago, apagando y encendiendo la luz al final de la peli, como bendiciendo los detalles a los que no solemos dar importancia.

Porque las noches en el aeropuerto son frías aunque sea agosto. El suelo se hiela y los cafés están a precio de tinta de impresora. Las horas transcurren entre cabezadas y libros, tratando de esquivar al tipo que habla solo y no deja de entrar y salir del baño, entre portazos y murmullos que me alegro de no entender.

Pasadas las horas y superados todos los controles, llego al avión y me cunde el pánico. No es aerofobia, son los niños que rodean mi asiento. Tengo una niña delante, apenada por no tener ventanilla y cuya decepción comparto (catástrofes del primer mundo), y una parejita de hermanos justo detrás. Cuando parecía que el escenario no podía volverse más agorero, una madre con un bebé de meses hace aparición. Todos listos y en sus puestos, preparados para interpretar un papel que sorprenda por su civismo o que perpetúe el estereotipo que todos tenemos en mente.



Todavía no hemos despegado y los hermanos situados en el asiento trasero vociferan sus pensamientos con un prodigio de gargantas. Lo entiendo, son niños y es la emoción del vuelo, tal vez sea su primera vez. La niña de delante, en cambio, pese a la decepción de quedarse sin vistas, aguanta estoica, arropada por unos padres que hablan entre susurros, predicando con el ejemplo. El bebé duerme en silencio y yo me preparo para hacer lo mismo, en la medida que el minúsculo espacio del que dispongo me permita contorsionarme. Aspirando a que la noche en vela que llevo encima, haga el resto.

Cierro los ojos y todo se sacude. No son turbulencias, es la primera patada de la que será una lluvia; una tormenta de tormento. Intermitentes y coordinadas a la perfección con la esperanzada caída de párpados. Los hermanos patean y dejan caer con furia la bandeja que respalda los asientos. Están poseídos y no por el demonio, ni por cualquier otro espíritu malévolo. Actúan así como consecuencia del desentendimiento de sus padres.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Trump: cuando el reality mató a la realidad

Nada más despertar, me llegó la noticia de que Trump había ganado las elecciones. El corazón me dio un vuelco pero como aún estaba en ese estado de semiinconsciencia, propio de los primero minutos, me aferré a la idea de que todo aquello fuese el resultado de un mal sueño. Pero no. Ésta es nuestra realidad ahora, la realidad que la gente ha decidido.

Entonces noté el peso sobre mi cuerpo, que se ralentizó, sobrecargado por la pena. Había vuelto a pasar: otra decisión democráticamente dictatorial. Como el Brexit, el gobierno del PP... y sigue sumando. Decisiones libres todas pero pensadas para satisfacer a unos pocos. De nuevo, otro retroceso, y sin necesidad de imponer nada. La humanidad es su propio kamikaze.  

A lo mejor ha llegado el momento de que todo se acabe, pensé. A lo mejor es lo que nos merecemos. Desde luego, es lo que las últimas noticias transmiten, un celebrado “¡hundamos el barco!”, donde el mundo se presenta voluntario para desfilar a ciegas por el borde del precipicio.



sábado, 5 de noviembre de 2016

la señora mayor que llevo dentro

De pequeña me gustaba colarme en la mesa de los mayores y escuchar sus conversaciones. En mi familia fui la primera hija-nieta-sobrina y a esas edades tan tempranas, las diferencias de años se vuelven abismales. Esto, unido al hecho de que la sección completa de hermanos y primos es íntegramente masculina, aumentó la sensación de lejanía: no quería ponerme con los niños.

Recuerdo ser tremendamente feliz cuando llegó el año en que por fin decidieron dejar de separarnos en bodas, Navidades y otros eventos. Los demás tuvieron la opción mucho antes que yo, y sin batallas, pero ésta es una constante en la vida de los hermanos mayores. Nos toca allanar el terreno.

Con el celebrado cambio accedí, por fin, a un trocito del universo adulto donde podía empezar a ser yo misma; lo que básicamente consistía en dejar salir a la señora mayor que llevo dentro. Sí, sé que en estos tiempos de idolatría a la juventud, ésta es una confesión que suena terriblemente mal pero es una percepción que no ha variado con el tiempo.



No dejaba de ser una niña con, todavía, un largo camino por recorrer. Disfrutaba imaginando y jugando como cualquiera pero también tenía una visión de las cosas, cuanto menos, peculiar; un poco desintonizada con mi tiempo. Contradictoriamente, no tenía ninguna prisa por crecer y traté de alargar mi parcela de infancia todo lo que creí conveniente mientras mis amigas renegaban de sus muñecas y se rellenaban el sujetador con papel higiénico. Pero por otro lado, quería alcanzar ese momento en el que pudiera conversar sin dudar del significado de algunas palabras, investigando y ampliando conocimientos por mi cuenta.

domingo, 30 de octubre de 2016

Alquileres pet-friendly

Una de las lecciones que nos dejó la burbuja inmobiliaria, fue comprender la insensatez de hipotecarse a treinta o cuarenta años para conseguir la, entrecomillada, casa de nuestros sueños. Más que nada porque esta fantasía tiende a cambiar con el tiempo, junto a los vecinos y al propio entorno. Nos esforzamos en tener una casa en propiedad tras la jubilación (si llega) que nada tiene que ver con nuestro proyecto de vida reciente. Cambiamos nosotros y el ambiente, que se ha vuelto insoportable por el escándalo del 3ºB y donde ni las vistas compensan ya, sepultadas por el mastodóntico bloque construido justo enfrente. Con el transporte público lejos y los paseos (bajo prescripción médica) en pendiente, sólo nos queda enclaustrarnos. Un encierro domiciliario voluntario donde observar el paisaje de un inexpresivo tabique de piedra mientras el reggaetón de los vecinos se filtra por las paredes. Pero eso sí, en NUESTRA casa (recalcando mucho el pronombre posesivo).

Por supuesto, éste no es un destino fijo e invariable, también existen los propietarios felices. Lo que realmente ha conseguido esta historia es abrir las opciones. Vamos sacudiéndonos prejuicios y ya no resulta tan temerario vivir de alquiler; lo que nos acerca al resto de europeos quienes, rara vez, compran casa. Se rompe el mito: no es tirar el dinero, es ganar en libertad. La compra siempre estará ahí pero dejando de ser una imposición que nos adapte al molde de ciudadano de provecho.

Sin embargo, si conseguimos anteponernos a la inestabilidad laboral reinante y damos el paso de abandonar el nido, aún nos quedará sortear el gran obstáculo que continúa enraizado en el mercado de alquiler: PROHIBIDO MASCOTAS. Lo cual es legal pero, me parece a mí, no tan lícito.



A estas alturas todos conocemos los beneficios de tener animales: sus dueños viven más años, tienen un mejor sistema inmunológico y son, de media, más felices. Compartir con ellos nuestras vidas nos entrena en solidaridad, tolerancia y responsabilidad. En definitiva, la experiencia debería contar como un punto extra a la hora de cribar inquilinos y, no tanto, como un repiquetear de trompetas que anuncia el apocalipsis.

Sintiéndolo mucho por los fóbicos, la lógica pet-friendly está destinada a imponerse y eso es bueno, créanme, hasta para los que sueñan con la erradicación de los cuadrúpedos. La integración, unida a la buena educación, facilitará el superar los miedos. Y reducir terrores será siempre un progreso, personal y colectivo, resultado de una sociedad más sana.  

Además, podemos compartir espacio entre todos sin necesidad de sobrepasar los límites de cada uno. Hay un amplio margen entre invadir el espacio personal y aparecer en el campo visual del otro; estoy segura de que en todo ese gradiente es posible encontrar un consenso. De hecho, está ocurriendo. En Barcelona se permite a los perros viajar en metro desde 2014 (y en Madrid desde julio de este año). Yo misma fui testigo en verano del encuentro entre un galgo, un cochecito de bebé y una bicicleta, los tres en el mismo vagón y con cero altercados. El resto de pasajeros tampoco corrió a quemarse a lo bonzo por temor a la catástrofe. Es suficiente con seguir trabajando las normas de cortesía que nos permiten vivir en sociedad. Lo que consigue no volvernos inflexibles y presas de la amargura, sino todo lo contrario, nos hace más tolerantes y, por tanto, mejores personas.

Si cada vez son más los servicios y comercios que aplican políticas integradoras, es hora de que los arrendadores dejen de discriminar por sistema. Una mala experiencia no es la norma. Y más importante aún: deja de fomentar un modelo que plantea la transitoriedad y el abandono de nuestros seres queridos. Puede ser que un propietario prefiera alquilar su casa a parejas sin hijos pero jamás se le ocurrirá proponer a unos padres la posibilidad de dejar a los niños en “otro lado”. Aceptamos que el pack es irrompible y las mismas normas tendrían que aplicarse a otros modelos de familia.

Vamos, hagan la prueba, les reto.


martes, 25 de octubre de 2016

Ciencia Ficción: teorizando el mañana

Sólo hay que remontarse un par de generaciones para encontrar el origen de la ciencia ficción tal y como la conocemos. El género se abriría paso a través de las revistas, las primeras en apoyarlo y en ponerle nombre; pues el término “ciencia ficción” se popularizaría tras aparecer en la portada de Amazing Stories, un magacín que editaba Hugo Gernsback en 1926. Hasta entonces, el compendio de relatos de esta temática se venía etiquetando como “narrativa especulativa”, por recoger un tipo de historias que jugaban a vaticinar el futuro, centrándose en el impacto que los avances científicos, sociales o tecnológicos tendrían en la humanidad.



Algunos encuentran atisbos de ciencia ficción en relatos anteriores como los de Julio Verne, Arthur Conan Doyle o Edgar Allan Poe y discuten sobre a quién otorgar el primer puesto, si al Frankenstein de Mary Shelley o a La máquina del tiempo de H.G. Wells. Sin embargo, aunque estas narraciones puedan contener algunos de sus elementos identificables, su concreción y depuración no llegaría hasta el siglo XX.

Entre 1938 y 1960, la ciencia ficción alcanzaría el estatus de género literario, consagrando a grandes nombres: Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Philip K. Dick, Ray Bradbury o Frederik Pohl, entre otros. Generadores de novelas consagradas que mostraban futuros distópicos donde el hombre era –muchas veces− el principal problema del hombre; y si atendemos al cambio climático, a los países en guerra y a las armas de destrucción masiva, vemos que no iban muy desencaminados.




domingo, 23 de octubre de 2016

Mi Nobel iría para Ferreiro

El Nobel a Bob Dylan ha generado tanto artículo y tuit que creo que poco más se puede decir al respecto. A mí, que me gusta escribir, me parece que componer la letra de una canción es uno de los retos más difíciles.  Es cierto que la música (si se hace bien) suele ayudar amplificando la electricidad de las palabras. Yo misma he tenido escalofríos con según qué frases y vellos de punta gracias a la mezcla, capaz de conseguir un efecto químico en el cuerpo que no se puede comparar con nada.

Por eso, andar peleándose por intrusismos o jerarquías en el arte me parece absurdo. Sabemos que es difícil llegar a un consenso de gustos o calidades porque la subjetividad entrará en juego. No hay más que pensar en la de veces que nos conmovemos por algo que a otros deja inalterables. Las sensibilidades difieren y aunque hay casos que nunca podré defender (principalmente aquellos que utilizan el cartón piedra: huecos y sin un mensaje real detrás de tanta floritura), he asumido que imponer un criterio único a la humanidad, es imposible. Y preferible, por otro lado, que así sea.

De modo que, si las palabras que transmite el señor Dylan en sus canciones han sido capaces de llegar a tanta gente, que ha sentido como yo en otros casos, ese latigazo que recorre el cuerpo y que nos lleva por un segundo a un estrato de la realidad que creíamos inexistente, ¿por qué no premiárselo? Este baremo no me resulta tan desechable a priori, aunque sé que a los más exquisitos el gusto popular les repele.

La poesía es uno de los géneros más complicados a los que acercarse pero los compositores tienen la ventaja de hacer un tipo de poemas que emocionan a la gente. Pueden identificarse, viéndose reflejados o comprendidos en letras que, en un momento dado, pueden aliviar heridas o respaldar sentimientos que se quedarían atascados sin ellas. Además, sus creaciones pueden servir para acercar al público a Pessoa o Baudelaire; una transición que amplíe el espectro resulta necesaria. Igual que nadie se inicia en la lectura con Dostoievski, ni en la música con Bach o en la pintura con Rothko, hace falta un entrenamiento.

domingo, 16 de octubre de 2016

Deja que un libro te descubra

Me gusta pasear entre libros y recorrer estanterías sin un rumbo definido hasta que llega la señal que me hace detener el paso. Puede ser un color, una imagen o un nombre lo que me invite a acercarme y a tirar de su lomo; un gesto eternamente asociado a la apertura de pasadizos secretos. Y no es que los libros abran portales al uso, sino que más bien, tienen la capacidad de transportarnos a otras realidades. Con ellos podemos vivir experiencias que, seguramente, no lleguemos a experimentar en primera persona pero que, durante la lectura, haremos nuestras. A fin de cuentas, leer no deja de ser un medio para vivir muchas vidas en una sola.

Dos páginas al azar junto a la dedicatoria, se convierten en mi prueba favorita cuando me lanzo a la aventura de dejar que un libro me descubra. Un párrafo al principio, no necesariamente en la primera página y otro a mitad, para no desvelar finales. Las dedicatorias que dan la bienvenida, me dan una pista sobre el autor. A veces son generalistas o utilizan citas de otros, en ocasiones se vuelven asépticas listando nombres sin aparente prioridad; mientras que otras manifiestan una devoción que resulta, como poco, intrigante. Es el caso de uno de mis escritores favoritos, Julian Barnes, quien dedica todas sus novelas a su mujer con un sencillo: “Para Pat”. Descubrir esa constante pone en marcha la imaginación, porque esas dos palabras esconden una historia en sí misma (y el vínculo empieza a formarse, aún con tantos capítulos por delante).



Así, habrá libros que serán una extensión de nosotros mismos y a los que recurriremos para entendernos porque, muchas veces, parecen ser la recomposición ordenada de nuestros pensamientos. Un tipo de terapia asequible y siempre disponible que, desafortunadamente, cae en picado en favor de otras opciones más inmediatas donde reina la pasividad. Haciendo que la confesión pública de no leer haya perdido todo rasgo de vergüenza. Ya no es algo que esconder, a la espera de ponerle remedio, sino que es exhibido con orgullo.

domingo, 9 de octubre de 2016

Tengo 30 años, luego no existo

Sucede un fenómeno curioso cuando cumples los treinta; uno del que nadie te habla y que poco tiene que ver con la famosa “crisis de”. Es algo al margen de la preocupación por las primeras arrugas, el agravamiento de las resacas o el cálculo de los años fértiles. Va más allá de eso; tanto, que te sobrepasa hasta el punto de hacerte desaparecer: te evaporas. Fuera. Invisible. Una desintegración inmediata que está más unida a lo institucional y la estadística, que a la desaparición física del cuerpo.

Alcanzado el número mágico, entras en un punto muerto donde no eres lo suficientemente joven pero tampoco lo bastante viejo como para acogerte a algún tipo de incentivo o ayuda reservada a otros grupos demográficos. Se sobreentiende −al parecer− que a esa edad debes tenerlo todo resuelto y, tal vez, esto fuera cierto en otros tiempos sin crisis, donde no se exigía una formación concatenada y multidisciplinar. Esto es: una carrera (o dos), idiomas, máster y algún que otro curso sobre nuevas tecnologías y desarrollo de marca personal. Una preparatoria (te aseguraban) que permitiría tu entrada, amortiguada y entre algodones, al mercado laboral.



Claro que, alcanzar estos méritos requiere, como mínimo, tiempo; y a falta de un DeLorean, vas soplando velas y te plantas en unos veintimuchos, ignorando el largo recorrido que te queda por delante: una yincana de destreza e ingenio al borde del abismo, que empieza −como no− con la confección del que será tu currículum. Uno con el que inundas tu ciudad y los portales de empleo del país y aledaños. Seguido de una puesta a punto del perfil en LinkedIn e, incluso, de una visita al Servicio Canario de Empleo para obtener tu DARDE, un número mágico que cambia cada tres meses, sin que en tu vida cambie nada.

miércoles, 5 de octubre de 2016

Virginia Woolf quiere verte escribir

La escritora Virginia Woolf recibió el encargo, en 1928, de elaborar una serie de conferencias que tratasen la relación de la mujer con la novela. Por aquel entonces, Woolf había publicado ya varias de sus obras más importantes, como Orlando o La señora Dalloway, siendo la candidata perfecta para analizar dicho tema.  Encontrando, a su vez, una oportunidad de oro para servir de ejemplo a las estudiantes que estaban abriéndose paso en la educación superior.



Como todos los inicios, la vida universitaria de las mujeres estaba llena de contradicciones. Empezaban a poder estudiar una carrera, cierto, pero no eran miembros de pleno derecho en las instituciones. Los contados centros que las admitían poseían recursos más que limitados, lo que se reflejaba en todo: desde los alimentos que consumían hasta los libros a su alcance. Si bien podían visitar el campus de las grandes universidades masculinas, seguían necesitando un justificante para poder acceder a la biblioteca. Algo tan sencillo como descansar en el césped, era también una actividad vetada, restringida a profesores y estudiantes destacados. Todos varones, por supuesto.

Un reglamento duro pero acorde con los tiempos, donde convivían a la vez movimientos progresistas y posturas de rechazo. El mismo año que Woolf defendía la igualdad de derechos, Cecil Gray  −estudioso de la música− afirmaba con orgullo: “Una mujer que compone es como un perro que anda sobre sus patas traseras. No lo hace bien pero ya sorprende que pueda hacerlo en absoluto.” Así de grande era el contraste en una sociedad que, a juicio de la escritora, estaba dividida por el miedo: “Cuando los hombres insisten con demasiado énfasis sobre la inferioridad de las mujeres, no es la inferioridad de éstas lo que les preocupa, sino su propia superioridad”. Pensar así proporcionaba una garantía de seguridad, de seguridad en sí mimos. Una cualidad que tiende a ser incierta a lo largo de la vida pero que logra anclarse cuando se da por sentada, asumiéndose como propia por el arbitrario hecho de pertenecer a un género determinado. Asegurarse de que la mitad de la humanidad está por debajo −aunque sea un espejismo−, da tranquilidad y alienta.

Durante todos estos siglos, las mujeres han sido los espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble del natural”, declararía Woolf durante la conferencia. Ésta terminaría convirtiéndose en un libro de título anticipatorio: Una habitación propia. O lo que es lo mismo, la necesidad de autonomía de la mujer a la hora de escribir. Una libertad que, según el discurso de la autora, se ve reflejada en dos cosas:


1) Contar con una habitación privada donde poder trabajar.

2) Y quinientas libras al año con las que subsistir.


A día de hoy pueden resultar peticiones lógicas pero no era tan evidente por aquel entonces. La mayoría de las mujeres que escribían, lo habían hecho en mitad del salón familiar, intercalando el trabajo con otras tareas y al reclamo de cualquiera que se presentase. Así lo hizo Jane Austen quien, además de no contar con un espacio privado en el que poder concentrarse, debía estar pendiente del chirriar de la puerta que anticipaba las visitas y le concedía el tiempo justo para esconder sus manuscritos.

viernes, 30 de septiembre de 2016

En ON: encendido y a tope

Como suele ocurrir casi siempre (o al menos, a mí me pasa), lo más difícil es arrancar. Ignorar los miedos y las trabas que nos tienen paralizados y lanzarse a ello; en plan suicida y sin buscar la red, solamente intentando nos desviarnos. Plantarle cara al papel en blanco (que impone más después de tanto tiempo) y frenar la autoexigencia. Con el trabajo, llegarán la mejoras.

Y este ha sido mi estado en los últimos meses: escribir, escribir y escribir. Poniéndome a prueba, ganando seguridad… también me han invadido los momentos de pánico, no voy a negarlo. Es algo con lo que tendré que luchar toda la vida pero, poco a poco, voy encontrando recursos y técnicas que me ayudan a evitar el colapso. Ya se recuperarán las noches de insomnio producto de la ansiedad, alargando las victorias que (todavía hoy) me fuerzo a hacer pequeñas. Estoy en recuperación de mi tendencia al autosabotaje (y aún me quedan algunos pasos).



Esta introducción tan dramática intentaba ser el preludio de la mejor noticia del año: ¡Voy a empezar a escribir opinión! Será una colaboración semanal, ¡y me han asignado los domingos! Para mí es el mejor día, porque lo tengo completamente asociado a la publicación de todos los grandes. No es que esto me convierta en uno de ellos (¡mis ganas!) pero sí que siento que estoy siguiendo su trazado, mientras chequeo sueños adolescentes.  ¡Choque de manos cósmico con mi yo de trece años!

La verdad es, que aunque deseaba que esto llegase, no esperaba que fuese a ocurrir tan rápido. Estas dos semanas han sido un altibajo emocional constante: asumiendo el rechazo para luego enfadarme por ello, al tiempo que pasaba a la celebración yonki que desencadenaba en un terror hiperventilante. Todo muy divertido.


Pero la oportunidad ha llegado, está aquí y no voy a apartarme. 

lunes, 5 de septiembre de 2016

Alaska: El fenómeno Chris McCandless

Era 1845 cuando Henry Thoreau renegó de su vida en el pueblo de Concord y se adentró en los bosques de Massachusetts con un propósito claro: Vivir deliberadamente. «Enfrentar solo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido», serían sus palabras.

Durante dos años se trasladó a una cabaña, sumergida en plena naturaleza, desde la que trascribiría sus pensamientos. Un trabajo de introspección que vería la luz en Walden. La obra expresaba su deseo de escapar del exceso de civilización. La búsqueda de una vida más simple y carente de lujos pero donde la contemplación estuviera presente. Para Thoreau, la mayoría de la gente se limitaba a reaccionar sin mayores propósitos o posponiendo éstos a un futurible mañana. «No viven, sobreviven», diría. 

Este mensaje calaría hondo en otro soñador que también se cuestionaba el modo de vida que le habían marcado. Su  nombre era Chris McCandless. Recién licenciado en 1990, donaría todos sus ahorros y partiría hacia el norte de Estados Unidos, en un viaje sin fecha de regreso. Su historia se haría célebre a raíz de un artículo del periodista Jon Krakauer quien, cautivado por el personaje, recabaría más datos con la intención de conformar su futuro best seller: Hacia rutas salvajes. El germen que daría lugar al antihéroe en el que muchos se verían reflejados.