domingo, 9 de julio de 2017

Conectadogs: un lugar para las segundas oportunidades

Cuando me acerqué al mundo del voluntariado, lo hice desde el más absoluto desconocimiento, ajena a la dureza de las protectoras de animales. Como la mayoría, no era consciente del trabajo y las necesidades de este tipo de centros. Mi propósito era ayudar y fui allí sin más pretensión que ésa: echar una mano en lo que hiciera falta. Afortunadamente, cada vez son más las personas dispuestas a implicarse y a aportar su pequeño granito arena a estas causas. Sin embargo,  el abandono de animales en España mantiene unas cifras preocupantes: sólo en 2015 las sociedades protectoras atendieron 137.000 casos. Por eso, aunque trabajadores y voluntarios dan lo mejor de sí, no es suficiente.

El flujo de animales es tan masivo que resulta imposible llevar a cabo un seguimiento individualizado. En general pueden más las prisas de contener lo incontenible, lo que desencadena que se anteponga la adopción a toda costa. El problema de esta solución es que su efectividad sólo sirve a corto plazo. Un perro sale del centro, sí, pero la ausencia de valoración previa no prevé las incompatibilidades que puedan surgir. ¿El resultado? El animal se devuelve a la protectora y empieza a ser tachado de “difícil”, el primero de muchos adjetivos que se volverán menos amables con el tiempo y la falta de oportunidades.


Una máxima a tener en cuenta a la hora de adoptar es que no todos los perros son iguales. Afinidades aparte, cada uno tiene sus rasgos: los hay más nerviosos o más tranquilos, más obedientes o indisciplinados, sociables o asustadizos… pero más importante aún, provienen de entornos distintos. Y la mayoría con un pasado que les pesa. Lo cual va unido a problemas de conducta si no son tratados correctamente. Por eso, conocer cada caso proporciona unos datos valiosísimos a la hora de encontrar un dueño adecuado. Porque la información −en ambas direcciones− es el único seguro para una adopción feliz.

En mi caso, no cambio la experiencia de haber sido voluntaria. Gracias a ello me crucé con Ronda, una perra que se convirtió en la mejor compañía.  Pero al mismo tiempo, la vivencia me dejó un regusto amargo, esa sensación de que aún quedan muchas cosas por hacer. De un sentimiento parecido surge Conectadogs, un grupo de personas que, conscientes de estos vacíos, han querido actuar y atender los problemas que quedan al margen por falta de recursos, tiempo o formación. El proyecto quiere ofrecer un trato individualizado a los perros con necesidades especiales. Su fin es rehabilitarlos y romper así con el ciclo de devolución y aislamiento.

En palabras de uno de sus impulsores, Javier Ruiz, “es el primer centro de recuperación canina de España, donde trabajaremos por el bienestar de todos aquellos perros que han agotado sus oportunidades y a los que una legislación antigua o mal planteada ha condenado a vivir por siempre en la soledad de un chenil”. Pero no sólo se caracterizan por ser un salvavidas para aquellos casos más extremos, sino que su objetivo va más allá y propone aunar terapias. Una apuesta totalmente pionera en España donde los perros servirán de apoyo, ejerciendo como co-terapeutas a niños y jóvenes que viven en centros de acción educativa o para luchar contra el acoso escolar. 

Actualmente, el equipo de Conectadogs se encuentra inmerso en una campaña en redes sociales bajo el hashtag #DejaHuella, y ha puesto en marcha un crowdfunding como primer paso para su financiación. Una suma de esfuerzos para dar luz verde a este maravilloso proyecto en el que convergen psicólogos y adiestradores, pero sobre todo, personas comprometidas. De aquellas que todavía se atreven a perseguir ideales y a luchar por hacer de este mundo un lugar mejor.

lunes, 3 de julio de 2017

Laurie Lipton: universos en blanco y negro

Los dibujos de la pequeña Laurie Lipton no eran los garabatos típicos de los niños de su edad. En aquellas hojas de papel, Laurie dibujaba cuerpos que se retorcían y adquirían muecas siniestras. Sus gustos siempre fueron peculiares: prefería quedarse en casa a salir fuera a jugar y de todos los colores, elegía siempre el negro. Un lápiz era todo el color que necesitaba el particular mundo que producía su cabeza. Uno cuyos padres mostraban con orgullo, desconcertando a las visitas, que no llegaban a entender como una niña era capaz de crear algo tan escalofriante.


Los señores Lipton, lejos de adquirir actitudes represivas o de psicoanálisis, la alentaron a seguir dibujando. “Yo era una niñita angelical y mi imaginación era brutal y sangrienta. Por suerte, mis padres nunca me censuraron. Siempre me animaron a hacer exactamente lo que quería artísticamente. En todo lo demás yo era educada y obediente. ¿Será tal vez por eso que mi estilo es salvaje pero mi técnica es extremadamente controlada?”, se pregunta la artista.

Apoyada por sus padres, Laurie estudiaría Bellas Artes pero la universidad no le reportaría el conocimiento que necesitaba. Eran los tiempos de la conceptualidad, donde el marketing personal medía la calidad del artista. La obra se envolvía de narraciones difícilmente observables, en lugar de dejar que ésta hablase por sí misma. Y si hay algo que caracteriza el trabajo de Lipton, es la emanación constante de impresiones. Sus dibujos son incapaces de dejar indiferente a nadie: perturban, intrigan, entusiasman... Algunos los adoran y otros los rechazan, pero no necesitan de un discurso previo para producir efecto.

Su obra habla y lo hace en detalle. Un laberinto de microscópicas partes compone cada pieza. Si alguna vez se sintió obligado a permanecer un tiempo extra delante de un cuadro para fingir apreciación, con Lipton no necesitará hacerlo. Cada centímetro del papel esconde un detalle, ya sea una sombra o el reflejo en una pupila: “Hay mucho oculto en mi obra y hay mucho oculto en mí”, suele decir. Su minuciosidad fuerza la observación e invita a perderse en una atmósfera hipnótica que no tiene más modelos ni referencias que las que hay en su imaginación.

“Todo era abstracto y conceptual cuando estudiaba”, explica. “Solía saltarme las clases y sentarme durante horas en la biblioteca a hacer copias de Durero, Memling y Van Eyck. Así que aunque fui a una de las mejores universidades de arte de los Estados Unidos, soy autodidacta. Mi extraña manera de dibujar consume una cantidad de tiempo inmensa, pero me permite alcanzar la misma calidad luminosa que alcanzaron los Maestros del Renacimiento.” Una declaración así podría sonar presuntuosa pero, ciertamente, su técnica es asombrosa: una superposición de líneas y finos trazos con los que recrea sombras y consigue un realismo fotográfico.

Lipton no dejar de repetir que dibujar es lo único que sabe hacer y que es buena por simple dedicación. El tiempo y la constancia son su receta para el éxito, no hay atajos. “Me impongo tareas imposibles: miles de rostros, una ciudad donde se ve cada ventana, un paisaje con cada brizna de hierba... si me fuera a preocupar por el tiempo que necesito, jamás me podría a ello. Tampoco soy masoquista. Abordo cada dibujo con un sentimiento de "¿Podré?", y a la mierda con el tiempo y las consecuencias. Así que cuando la gente me pregunta −como inevitablemente sucede− cuánto tiempo me lleva cada dibujo, les miento y me invento un número. En realidad no tengo ni idea”.

domingo, 25 de junio de 2017

El cuento de la criada: libro vs serie


Apresurarse a decir aquello de ‘el libro es mejor’, se ha convertido en un cliché. Una frase manida que resulta pretenciosa, cargante y propia de un Sánchez Dragó que se aferra con pedantería a aquello de ‘cualquier tiempo pasado fue mejor’. Por eso a los tópicos es mejor no hacerles caso pero, ya sea por simple estadística, en ocasiones tienen razón. Y en el caso de los libros, adaptación y expectativas no suelen ir de la mano.

No es un prejuicio. Así como desconfío de los que sólo citan libros que tienen su equivalente cinematográfico (sospechoso, cuanto menos), suelo ser optimista con las adaptaciones en formato serie. Porque es imposible condensar cientos de página en una hora y media, pero en una temporada (o dos), las posibilidades mejoran; y nadie se opone a prolongar un entretenimiento.

Tampoco se trata de equipararlos tal cual, pues televisión y libros llevan ritmos diferentes. En los últimos, el tiempo juega a su favor; ya que leer es un proceso pausado que, sin perder emoción o intriga, permite un acercamiento más profundo a la trama. Y cuenta con el punto extra de dejar una parte a la libre imaginación del lector. El cine, por su parte, tiene todo lo demás: música, iluminación, efectos especiales, actores… Ingredientes que, bien combinados, dan mucha más ventaja. Sin embargo, tanto la pequeña como la gran pantalla tienden a subestimar al espectador, abusando de las aclaraciones y el posterior regurgitado, que da como resultado un puré bastante irreconocible.

Presuponen que vamos a perdernos y por eso nos llevan de la mano, señalando todos los puntos y retomándolos de nuevo (con explicaciones alternativas), “sólo por si acaso”. En este sentido, los libros suelen ser más generosos. Si no los entiendes, asumen que puedes cerrarlos, pero no van a degradar la experiencia en favor de unos pocos. Y este es el caso de El cuento de la criada, un libro que Margaret Atwood publicó en 1985, y del que Hulu ha querido hacer su versión televisiva.


La República de Gilead

La serie, inicialmente, tenía buena pinta. Estrenada el 26 de abril, cuenta con los productores Warren Littlefield (Fargo) y Bruce Miller (Urgencias, Los 100), y con Reed Morano (Amores asesinos, Dentro del dolor) como directora de los tres primeros episodios. Entre los actores encontramos también cara conocidas: Elisabeth Moss (Mad Men), Alexis Bledel (Las chicas Gilmore) o Samira Wiley (Orange is the New Black). Incluso la propia Atwood aparece haciendo un breve cameo en una de las escenas. Y sin embargo, para cualquiera que haya leído el libro, ver esta serie supone correr el riesgo de enfrentarse a una mezcla de ira, confusión y decepción superpuestas (solamente con el primer capítulo).

En el proyecto de Hulu, la trama original ha sido despedazada y vuelta a unir con prisas y barnices extraños. Alterar el orden de algunos de los acontecimientos sería algo comprensible, pero en este caso, el nuevo planteamiento anula todo el misterio que desprende el libro. Porque hay puntos clave que requieren un recorrido, hace falta un contexto para comprender los matices de lo que está pasando. O de lo contrario se convierte en una versión bastante libre de la idea de Atwood. Empezando por sus personajes, que son jóvenes y guapos cuando no toca, lo que resta turbiedad a las escenas.


Las historias que en la novela se van descubriendo a lo largo de cuatrocientas páginas, aparecen condensadas en los primeros 57 minutos de la serie. Destruyendo toda la intriga y negando al espectador cualquier posibilidad de teorizar. Cuando uno de los atractivos del libro es, precisamente, ese ‘querer saber más’. Siendo imposible no devorar las páginas para descubrir el origen de la distopía. Algo que, por otro lado, da verosimilitud, y consigue uno de los efectos perseguidos por la autora: que no parezca ciencia ficción, sino algo que podría pasar.

De esta forma, encontramos un escenario donde Estados Unidos ha pasado a ser una teocracia fanática. Tras asesinar al presidente y disolver las Cámaras, los nuevos líderes irán reduciendo progresivamente los derechos de las personas hasta establecer un nuevo sistema de clases. La sociedad que origina este golpe de estado será bautizada como República de Gilead y en ella, se limitará el papel de las mujeres, dejando a aquellas que no son esposas de los Comandantes, relegadas a las labores del hogar (las Martas) y la reproducción (las Criadas). Aquellas que por edad o rebeldía no encajan en ninguno de estos dos servicios, pasan a ser consideradas No-mujeres y son desterradas, usadas como mano de obra en un entorno contaminado que disminuye su esperanza de vida.

La historia es narrada por Defred, una de las Criadas que, envuelta en su hábito rojo, es sometida a violaciones revestidas de ceremonia. Las mujeres son ahora un medio y carecen de la libertad de decidir, incluso sobre sus propios cuerpos.


sábado, 10 de junio de 2017

Big Little Lies

Una carretera salpicada por mansiones de ensueño con vistas al Pacífico, es el camino que las madres de Monterey (California) recorren cada día para llevar a sus hijos al colegio. Forma parte del ritual de “la mamá perfecta” donde los logros de los niños se sienten como propios y los esfuerzos se concentran en concederles una infancia sin incidentes. Para ello, estas madres harán lo que sea. Organizarán fiestas, diseñarán cestas de regalo y repartirán entradas a los mejores espectáculos, sin perder de vista el objetivo final: hacer de sus hijos (y por extensión, a ellas mismas) los más populares de la escuela.

Son mujeres acomodadas, algunas con carreras propias, y todas casadas con hombres de éxito. Matrimonios idílicos que conviven en casas acristaladas que parecen augurar la felicidad eterna, pero sobre todo, la ausencia de secretos. Al fin y al cabo, ¿quién tendría que fingir en el paraíso? Sin embargo, ni las apariencias más cuidadas (o especialmente ésas) son inmunes a los problemas.


La propuesta de Big Little Lies, basada en un libro homónimo de Liane Moriarty, es precisamente desvelar los aspectos más sombríos de interpretar una vida perfecta. Demostrando que las grandes casas y el lujo no dan la felicidad, o al menos, no libran a sus dueños del sufrimiento. Así, la quietud de este escenario se verá trastocada, en primer lugar, por un incidente en el colegio. Una de las niñas aparece con varios moretones y es Ziggy, el nuevo alumno, el señalado como culpable. Sin mayores pruebas, el suceso posicionará los equipos e iniciará la guerra entre unos padres acostumbrados al triunfo.

El otro punto que bifurcará la trama será un asesinato. No sabemos quién ha sido la víctima y tampoco el autor, pero este hecho perderá importancia a medida que avance la serie. Porque en Big Little Lies lo importante no es resolver el homicidio, sino conocer las historias que llevaron a él. El interrogatorio policial a los padres, arrojará más pistas sobre la hostilidad encubierta del día a día que sobre el verdadero asesino, pero servirá de hilo conductor para hacer emerger las “pequeñas grandes mentiras” que estas mujeres representan. 


Protagonismo femenino

Lo más interesante de la propuesta de HBO, es que trata con acierto muchos de los temas que afectan a las mujeres. La maternidad actual es uno de ellos, entendida como la dedicación absoluta y sin altibajos. La serie cuestionará su papel de salvavidas: no a todas les basta con ejercer el rol de madres para sentirse realizadas. Y sin embargo, demostrará como compatibilizar la maternidad con una carrera sigue siendo motivo de enfrentamiento; tanto por las renuncias que implica como por el enjuiciamiento social que genera.


También estará presente el conflicto que, no pocas veces, se encarniza entre las mujeres (aparentemente programadas para competir entre ellas). En estas guerras, envueltas de falsa amabilidad, primará la sobreprotección de los hijos. Una defensa que rozará el absurdo pero que retrata a la perfección el día a día de las escuelas modernas: padres angustiados por garantizar el bienestar de sus hijos que terminan por extralimitar sus funciones.

Estas disputas, aderezadas con los momentos de crisis del matrimonio, serán el reflejo de la constante insatisfacción humana. En este caso, reducida al universo de unas privilegiadas amas de casa. Y sin embargo, la distancia que este entorno acomodado podría despertarnos, se reduce gracias a la universalidad de sus problemas. Incluso aprovecha esta situación para resaltar, aún más, el abuso físico que está teniendo lugar de puertas para adentro. Un maltrato que choca por su revestimiento de oro, convirtiéndolo en un recordatorio de que no es una cuestión de clases, sino de género.

De hecho, Big Little Lies ha sido especialmente aplaudida por su retrato del abuso doméstico, que no se reduce a mostrar la violencia sino que incluye también la manipulación, el autoengaño y la contradicción que van de la mano de este tipo de relaciones. Situándonos en los ojos de la víctima, logra hacernos comprender por qué una situación tan dañina es capaz de prolongarse en el tiempo.



lunes, 22 de mayo de 2017

Antártida: observador a bordo


Charles Darwin sólo tenía 22 años cuando embarcó, en diciembre de 1831, en el Beagle. El viaje duraría prácticamente cinco años y recorrería el Atlántico (pasando por Tenerife, por cierto, pero sin posibilidad de bajarse por la cuarentena de cólera) hasta alcanzar Sudamérica. Se detendría en Brasil, Chile y Galápagos, para terminar cruzando el Pacífico y llegar a lugares como Australia o Nueva Zelanda. La envidia de cualquier trotamundos. Y como todo viaje de importancia, tuvo la capacidad de transformar al viajero. En el caso de Darwin, no sólo sería una transformación en lo personal, sino que marcaría un antes y un después para la humanidad. De sus observaciones a bordo del Beagle nacería El origen de las especies, donde aparece por primera vez la teoría de la evolución. Con ella, el hombre se desprende de su origen divino, interconectándose con el resto de animales que habitan la Tierra. No era cuestión de pedestales o dioses creativos, sino de selección natural.

Actualmente, a los científicos no les queda geografía por descubrir pero emprenden una labor igual de importante: conservar el planeta. Así, los investigadores modernos se embarcan en largas travesías, donde recogen datos que convertirán la actividad humana en sostenible. Ofreciendo la posibilidad de aprovechar los recursos del planeta sin necesidad de explotarlos, pues más que nunca se tiene en cuenta la importancia de la interdependencia ecológica. Algo que ya empezaba a vislumbrar Darwin y que hoy en día es una realidad.

Una labor activa y en crecimiento que emprenden personas como Juan Manuel Martínez Carmona y Juan Agulló García. Ambos son biólogos y han compartido travesía en el Tronio, un barco de 55 metros de eslora que recorre el océano Antártico pescando róbalo, un pez que puede alcanzar los 2 metros de largo y superar los 110 kilos. En este buque, los biólogos ejercen la función de observadores científicos, profesión que empieza a imponerse en los distintos barcos de pesca, dado el éxito que reporta.


Junto a una tripulación que congrega a gente de todos los continentes y razas (chilenos, portugueses, indonesios, namibios…), el investigador se integra como parte del equipo para recoger información sobre las capturas, extraer muestras y tomar nota de los avistamientos (cetáceos, focas y otras especies). Si hay suerte, hasta puede descubrir algún espécimen nuevo, como el pogonophryne tronio, bautizado así en honor al barco. Pero sobre todo, su misión es controlar que se cumplan las normativas. Aunque Juan Manuel prefiere ver su trabajo como una labor de concienciación, más que policial. “No hay que exigir, sino negociar con ellos, razonar”, explica. “Para que sean capaces de ver los beneficios y ganen conciencia. Porque lo importante es que sean conservacionistas por ellos mismos, no sólo cuando estemos nosotros en el barco”.

Sensibilizar a los pescadores es el objetivo prioritario y la Antártida es el escenario perfecto parar probar este modelo piloto. Un lugar que alberga los mayores recursos marinos del planeta necesita, irremplazablemente, una gestión sostenible.  Únicamente en la Antártida se aplica un control tan estricto, el cual se inicia limitando el número de licencias de pesca. En 2017, sólo 18 barcos  tuvieron acceso a la zona, incluyendo en su tripulación a dos biólogos de distinta nacionalidad. “Es una forma de tener las 24 horas cubiertas y que no se te escape nada”, aclara Juan Manuel, “En el Tronio, por ejemplo, íbamos un biólogo español y otro ucraniano”.

Los científicos supervisan que los buques cumplan toda la normativa, desde el uso de pajareras (unas líneas con dispositivos que evitan que las aves marinas queden enganchadas en los anzuelos) hasta el reciclaje y control de residuos (está prohibido tirar nada al mar). Además del marcaje de peces y la recogida de datos sobre el peso, la edad o el crecimiento, que permiten conocer el estado del caladero.


El Tronio realiza una pesca manual que, a diferencia de la alternativa automática, es más respetuosa con el medio porque es selectiva. Con esto se consigue no sobrepasar el límite de las especies que se pescan de manera accidental, como los corales, estrellas y esponjas; o las aves, limitadas a tres por zona. Antes de que se incluyeran normas de disuasión como el uso de pajareras, había mucha mortandad de albatros y pardelas. “Pero hace 15 años que ningún ave marina queda atrapada en este tipo de anzuelos” advierte Juan Manuel. Ya que no sólo se trata de conservar la especie que se pesca, sino de conservar todo el ecosistema.

Gracias a esta iniciativa se ha recuperado mucha fauna y los biólogos creen que es un modelo extrapolable al resto de océanos. De momento, en España las grandes pesquerías empiezan a estar más reguladas y ya es obligatorio que todos los atuneros lleven sus propios observadores.



Un beneficio global

En cuanto se indaga un poco en la llamada “pesca sostenible”, es inevitable preguntarse por los conflictos y tensiones que este tipo de mediación genera.  “Hay que tener mano izquierda”, responde Juan. “Yo estudié bilogía y acabé de psicólogo”, bromea. “Estás en medio de todo: entre  lo que te pide el Oceanográfico, que sería la parte científica; la normativa que hay que cumplir por parte de la Comisión; y los intereses del barco, que son económicos fundamentalmente. A veces hay conflictos pero generalmente se resuelven bien”. Hay un interés mutuo, pues los barcos no quieren un informe negativo que les haga perder la licencia.


“Era más complicado al principio, cuando abundaban los barcos piratas”, comentan. Entonces se daba la contradicción de que unos cumplían las normas mientras otros saqueaban el mar. Producía mucha impotencia y los marinos veían injusto que los organismos internacionales no aplicasen medidas contundentes para vetar a los ilegales. Por suerte, este último año no hubo ni rastro de los piratas. Los activistas consiguieron lo que, como bien expresó Juan Manuel, “deberían hacer los Gobiernos”. “Este año cogieron miedo por la persecución y por el trabajo de la policía desarticulando la mafia gallega”, explica Juan. Refiriéndose a la persecución que los Sea Shepherd, una organización ecologista, mantuvo contra el Thunder, un barco pirata. Este tipo de embarcaciones carecen de permisos y cambian continuamente de nombre y bandera para dificultar su identificación. Además, utilizan redes que resultan mortíferas y que quedan abandonadas a su suerte en el mar, convirtiéndose en cementerios flotantes que atrapan todo tipo de animales.

Tras 110 días a la fuga desde la Antártida, la huida terminó con el hundimiento del Thunder en aguas sudafricanas. Un naufragio sospechoso pues, al parecer, las escotillas estaban abiertas, algo nada común si se quiere garantizar la flotabilidad del barco. Los ecologistas creen que el hundimiento fue intencionado para destruir posibles pruebas, pero lo positivo es que ha servido para disuadir a los asaltantes.

“Se puede explotar el recurso y conservar el medio”, explica Juan que, cada vez más, encuentra a capitanes concienciados que no intentan el menor regateo. “Estamos en el cambio de chip. Antes era ‘vamos a coger todo lo que pueda y a cogerlo ya’ y ahora es más un ‘vamos a coger lo que pueda mantenerse y que haya un equilibrio’”. Cada día, crece la cooperación entre biólogos y marinos, así como la colaboración de las Administraciones y los empresarios.


Se ha demostrado que cumplir la normativa, a la larga, ofrece una pesca de mayor calidad. Pues un caladero bien gestionado es beneficioso para todos: para la especie, que se estabiliza gracias a las cuotas; para el ecosistema, que ve minimizado su impacto; y para los pescadores, que ganan muchísimo dinero. Por último, se garantiza la pesca a largo plazo, en lugar de agotar los recursos en unos pocos años.

“En la Antártida están bastante concienciados”, matiza Juan. “En otros mares y en otras pesquerías a mí me han intentado comprar. En plan: ‘te doy mil dólares si miras para otro lado’. Y yo siempre digo lo mismo: ‘Te voy a hacer un cálculo de lo que me tienes que pagar. Este es el tiempo que me queda para jubilarme, pues tantos meses multiplicados…’. Y les digo una burrada de dinero. Porque si yo hago mal mi trabajo, no vuelvo a embarcar”.

Hay que tener presente que este tipo de pesca, junto al atún rojo, es la más lucrativa. Un barco puede ganar 7 millones de euros en 4 meses, no por nada al róbalo se lo conoce como “oro blanco”. Éste se comercializa en Estados Unidos y Japón, donde llegan a pagar 20 euros el kilo. Un manjar caro que, al tratarse de pesca sostenible, le da un valor añadido. “Es un sello de calidad”, añade Juan Manuel. “Una rodaja en un restaurante puede costar 40 ó 50 euros. Es un mercado muy elitista”.

Al ser una pesca tan rentable, prevalece el cumplimiento de las normas y, al mismo tiempo, al haber limitación de licencias, se convierte en una pesca exclusiva, lo que encarece el precio de venta. Una restricción que se fundamenta en el tiempo de crecimiento del róbalo, que tiene un metabolismo lento. Tarda 10 años en alcanzar su madurez sexual o, lo que es lo mismo, en poder reproducirse. Por lo que un pescado de 60 kilos puede tener 50 años o más.


Los 40 rugientes y 50 tronantes

Las latitudes donde navega el Tronio son peligrosas. “Cada dos días tienes un frente borrascoso e intentas sortearlo”, explica Juan Manuel. Las condiciones climáticas a las que se enfrenta la tripulación rozan lo temerario, llegando a poner en riesgo sus propias vidas. Especialmente cuando se acercan a zonas que los marinos han bautizado como “los cuarenta rugientes y cincuenta tronantes”, en relación a los fuertes vientos y grandes olas que azotan a los barcos. Ocurre cuando se adentran entre los 40° y 60° de latitud austral, donde los aullidos se vuelven atronadores y no escasean los accidentes.

No olvidemos que el Océano Antártico es el único que da la vuelta completa al globo sin verse interrumpido por ningún continente, conectando el Océano Indico con el Pacifico Sur y el Océano Atlántico. Al no existir masas de tierra que lo interrumpan, la velocidad no disminuye y los vientos no se debilitan.  De ahí que las condiciones climáticas sean tan adversas.


Pero no es sólo el clima lo que juega en su contra. En travesías tan largas, de 4 ó 5 meses sin tocar tierra y en un mar dominado por el hielo, cualquier pequeño accidente se magnifica: un corte o un dolor de muelas son incidentes que en altamar se agravan. Es cierto que el capitán y los oficiales tienen conocimientos sanitarios pero no cuentan con un médico a bordo. “Si te da una apendicitis puedes acabar mal, porque a lo mejor estás a una semana del próximo puerto”, comenta Juan Manuel. Están tan aislados que ni siquiera un rescate aéreo sería posible. “Los helicópteros tienen un límite de 200 millas y los barcos están a unas 500, y rodeados de hielo, por lo que no pueden navegar a marcha libre”, explica Juan. 

Y sin embargo, los barcos cada vez se arriesgan más. Influidos por el llamado “sistema olímpico de pesca”, en el que se fija una cuota global para la totalidad de los barcos, de modo que todos compiten entre ellos, luchando por llegar los primeros o encontrar el mejor caladero. Incendios y hundimientos nunca están descartados. “El Tronio tiene la mejor clasificación. Es el mejor barco europeo en su categoría y aun así llega con muchos golpes”, analiza Juan Manuel quien, una noche, se cayó de la cama tras sentir un choque. ¿La causa? Un iceberg: “Me asomé y vi el enorme bloque de hielo que había quedado con la silueta del barco dibujada”.


Para llegar al mar de Ross, el barco tiene que cruzar 400 kilómetros de hielo, atravesando témpanos y placas. Para ello utilizan la información de satélite. “Hay que saber leer los datos pero también necesitas un poco de suerte”, matiza Juan Manuel. De hecho, la pesca antártica sería imposible sin tecnología: radares, satélites y mejoras de construcción. El biólogo nos recuerda que la primera expedición en alcanzar el Polo Sur fue en 1911, “menos de sesenta años de diferencia con la llegada del hombre a la Luna”.

Este año, en cambio, hubo poco hielo y se pudo acceder a caladeros que antes eran inaccesibles. “No se sabe si fue una cosa puntual o no, pero fue bastante atípico, con temperaturas altas de 10 y 12 grados”, reflexiona Juan Manuel. Una consecuencia buena para la pesca pero no tanto para el planeta. El tipo de pruebas que evidencian la urgencia de iniciar planes de sostenibilidad en todas las industrias y a nivel global.


Convivencia a bordo

“No todo el mundo vale”, comenta Juan. “Es duro, sobre todo psicológicamente. Estás fuera de casa, con gente que no conoces y conviviendo. No todos aguantan. De la quinta nuestra, y que se hayan mantenido, sólo quedamos tres”. Resulta evidente que es un trabajo que requiere una personalidad especial, capaz de reponerse y, sobre todo, de encontrar el reverso positivo a las cosas. No sé si es el barco el que transforma o son ese tipo de personas las que se sienten atraídas por él, pero durante la charla, tanto Juan Manuel como Juan, transmiten serenidad y demuestran una gran generosidad. Les gusta su profesión y quieren compartir la experiencia para que se conozca el valor del proyecto. Conservan el idealismo que no se queda en mera pose, sino que actúa acorde a sus valores. Quieren hacer del mundo un lugar mejor y están contribuyendo a ello.

Ambos defienden que la convivencia en el Tronio suele ser buena. “Las personas cuanto peor estamos, mejores somos”, afirma Juan Manuel. Explican que se tiende a adoptar una actitud constructiva. “Difiere del trabajo en tierra en que, en el barco, cualquier pieza es fundamental”, explica Juan. “Cada puesto depende del otro y se notan más las deficiencias. Todo va muy medido. Y unos a otros se controlan durante las maniobras. Profesionalmente se cumple, pero luego hay riñas personales como en todas partes”.

Sobre la presencia de mujeres a bordo, sigue habiendo pocas que se embarquen en trayectos tan largos. “Y eso que a las mujeres las miman mucho”, comenta Juan. “Cuando están ellas, cambian hasta los marineros; que de pronto se duchan y se peinan”, bromea. Éstos tienden a echarles una mano, sobre todo a la hora de cargar peso, y ninguno recuerda situaciones de acoso o altercado similar. Al contrario, apuestan a que con el tiempo aumentará el número de observadoras.

“A los tres meses hay una barrera psicológica”, explica Juan. “Pero si te gusta la lectura…”, responde Juan Manuel. “Cierto, yo me he leído hasta veinte libros por campaña”. Gracias a las nuevas tecnologías pueden llevar una biblioteca en la maleta sin ocupar espacio, sin embargo, admiten que una parte social se ha perdido como consecuencia de esto mismo. “Antes veíamos películas juntos después de cenar”, rememora Juan. “Se hablaba, se jugaba a la cartas… Ahora como todos tienen ordenador, se meten en su camarote con el portátil”.


Pese a estos cambios, el viaje en el Tronio supone un reinicio vital. “Vuelves con más tolerancia y tranquilidad”, dice Juan Manuel, que lo que más valora de la experiencia es la autonomía, “el trabajar para ti”. Estar cuatro meses embarcado, lejos de resultar agobiante, le produce el efecto contrario: “Yo disfruto con un iceberg. Si eres capaz de ver belleza en un amanecer, en el hielo… hasta en el mar cuando está mal. Hay un montón de momentos que te llenan. Me agobiaría más estar encerrado en una oficina de ocho a tres. Me comerían los nervios.” Juan resalta que “al embarcarte descubres tus propios límites y consigues sorprenderte a ti mismo”.

Y es que al final, engancha. “Ahora que llevo un año sin embarcar, empiezo a tener el mono”, admite Juan. “Se ve la vida distinta. Cuando vuelves y observas la sociedad, te das cuenta de que está metida en otra dinámica. Porque estando allí, parece que estás fuera del planeta pero resulta que estás más conectado con la realidad”. Es, en definitiva, un acto que te cambia las escalas y te da una nueva perspectiva. Aunque vuelvas a habituarte y a perderte en las rutinas, siempre queda ese recuerdo que, de vez en cuando, se activa y te alerta: hay algo más.


Parece que sus impresiones, a pesar del tiempo, no difieren de las del propio Darwin, quien en 1839 escribió: 

«Ejercitan estos viajes la paciencia, borran todo rastro de egoísmo, enseñan a elegir por uno mismo y a acomodarse a todo; en una palabra, dan las cualidades que distinguen a los marinos. También enseñan los viajes un poco a desconfiar, pero permiten descubrir que hay en el mundo muchas personas de corazón excelente, dispuestas siempre a serviros aun cuando no se las haya visto jamás ni deban volverse a encontrar nunca.»



[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora] 

viernes, 19 de mayo de 2017

El drama de buscar piso

En televisión, encontrar la casa de tus sueños parece un paseo por las nubes: blandito, delicado y aromatizado con olor a galletas. Los potenciales dueños, no sólo aparecen relajados cual sesión previa de SPA, sino que se permiten el lujo de listar requisitos con la especificad propia del idealismo: vistas panorámicas, grifería de oro, suelos de parquet reformado del siglo XVIII y un fantasma en el sótano, inicialmente terrorífico pero que termine por volverse entrañable y dar así el toque de excentricidad bohemia que la pareja interracial del reality necesita para definirse: porque un fantasma en el sótano, inicialmente terrorífico pero que se vuelve entrañable es TAAAAN nosotros


Al final, el agente inmobiliario gay les consigue una casa que cumple todos los puntos a excepción de la grifería, que es de plata en lugar de oro; y la diseñadora de interiores les reforma su antiguo hogar, incorporando todas las mejoras salvo el fantasma. Porque con ese presupuesto, las sesiones de ouija solamente alcanzaron a traer cacofonías; que ambientan, sí, pero no impactan tanto como una aparición espectral.

Entonces, la pareja se enfrenta al terrible dilema/decisión de Sophie de tener que renunciar a algo. Oh Dios, no podemos tenerlo todo, se lamentan. Y son americanos, por lo que rebajar sus expectativas les resulta especialmente duro, criados como están en creer que cualquiera puede llegar a ser presidente (una realidad incómoda, angustiosa y desconcertante estos días). En ese momento en el que los protagonistas se esfuerzan por interpretar una mueca de tristeza y llega el corte publicitario de diez minutos, es cuando me enrosco sobre mí misma y me convierto en una bola de decepción y desesperanza. ¿Qué realidad es esa donde cualquiera termina por vivir en la casa que siempre imaginó y al precio deseado? ¿Existe un lugar así sin una pantalla de por medio?


Últimamente los pisos de alquiler están carísimos pues, al parecer, nos hemos vuelto ricos todos (misteriosamente). Uno podría pensar que son sueños de grandeza, que los propietarios se han vuelto locos, pero cuando ves que ese piso de 35 metros, sin ventanas y de 850€ al mes desaparece de FotoCasa en tres días, te toca asumir que no. Realmente pueden permitirse inflar los precios que una horda desesperada y respaldada por avalistas millonarios, luchará a muerte por ser elegida.

Da igual que el anuncio saliese hace 3 minutos. Cuando llames, ya no estará disponible. Y si consigues que te den cita, cuando estés llegando a la calle para verlo, te avisarán de que acaba de alquilarlo el que tenía hora justo antes que tú. Y los que quedan libres, o bien son inhabitables (sin caer en una depresión profunda) o están infinitamente alejados de tus posibilidades económicas. Las alertas que te pongas y a los boletines que te suscribas, no marcarán la diferencia, porque siempre habrá alguien que llame antes que tú. Aunque no duermas y actualices la página cada 30 segundos, se te adelantarán. Y siempre será gente que cumpla todos los requisitos: contrato indefinido, nómina de dos mil euros, avales bancarios, belleza y modales victorianos.  



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lunes, 15 de mayo de 2017

Por 13 razones


«Hola, soy Hannah. Hannah Baker. Ponte cómodo, porque estoy a punto de contarte la historia de mi vida. Específicamente, por qué mi vida acabó. Y si estás escuchando esta grabación, eres una de la razones». Es la escalofriante advertencia de una chica muerta, y la protagonista de Por 13 razones.

El mensaje aparece grabado en una cinta de casete y es Clay Jensen quien lo escucha. Él, como la mayoría de compañeros de Hannah, se pregunta por qué una chica como ella querría suicidarse. Un enigma que suele quedar sin respuesta, pero no en este caso. Hannah ha dejado instrucciones y una narración que explica, a lo largo de trece cintas, sus motivos. Cada historia tiene un protagonista: otros chicos de su clase, que ya han escuchado la grabación y cuyos secretos irán saliendo a la luz. Pero ahora es el turno de Clay, quien recorrerá la ciudad guiado por la voz de Hannah, hasta descubrir su propia implicación en la muerte.


Con este planteamiento arranca Por 13 razones que, en poco tiempo, se ha convertido en el producto estrella de Netflix, llegando a registrar más de 3,5 millones de tuits la semana de su estreno.  Los motivos de su repercusión empiezan por el apadrinamiento de Selena Gomez, productora ejecutiva de la serie. La actriz y cantante es la reina indiscutible de las redes sociales, solo su cuenta de Instagram congrega 117 millones de seguidores. Un vídeo en su perfil bastó para iniciar el estallido mediático. Pero no ha sido este vínculo el único responsable de su vertiginosa fama.

La serie es capaz de mantener el interés por sí misma, dejando al espectador en vilo y con ganas de más tras cada episodio. Descubrir los misterios del Liberty High se ha vuelto adictivo. Un instituto donde los primeros besos se entremezclan con los rumores y las fiestas con el deseo de encajar. Sensaciones identificables pero actualizadas por internet y las nuevas tecnologías, donde las redes sociales demostrarán ser un arma de doble filo: con capacidad de acercar y condenar al mismo tiempo.


El origen fue un best seller

Por 13 razones es la adaptación de un libro de Jay Asher, que alcanzaría el primer puesto en las listas de ventas de The New York Times de 2007. El éxito pillaría al autor por sorpresa. Su aspiración en aquel momento era que la historia pudiese llegar a una sola persona, que alguien le dijese que aquel era su libro favorito, pero jamás pensó en conseguir un público tan amplio.

La idea de las cintas se le ocurriría después de visitar una exposición en las Vegas sobre la tumba de King Tut. El recorrido incluía un audio-tour que guiaba al visitante a través de la muestra y a Asher le pareció un modo interesante de estructurar una novela. Aquello quedaría en un mero apunte, una idea en la que trabajar en el futuro y pasarían varios años hasta volviese a retomarla. Sería a raíz de sufrir el suicidio de un pariente cercano −alguien de la misma edad de Hannah− cuando volvería a ella. Aquel suceso repentino e inesperado para todos, dejaría un gran impacto en el escritor. “Entonces tuve la estructura y el tema”, explicaría en una entrevista para Teen Vogue.


“Ocurrió un día mientras iba conduciendo. Inmediatamente sentí que ésa era la mejor manera de contar una historia así. De esta forma tienes su perspectiva, sus palabras, pero también el punto de vista de alguien que la conoció”. Y la fórmula funcionó. Pero para Asher, el éxito de esta obra esconde una cara amarga: “No creo que el libro se hubiera vendido tanto si estos temas no siguiesen siendo tabú”. Arrojar algo de luz en un asunto que está lejos de ser anecdótico es uno de los propósitos de Por 13 razones.

jueves, 27 de abril de 2017

2 meses sin

La vida sin Ronda continúa. Han pasado dos meses, aunque el tiempo ahora se mide de un modo distinto. Uno que convierte los minutos en algo más denso y pesado. Como si la sensación temporal se duplicase, viviendo el doble de horas por día. Pero no, sólo han pasado dos meses. Dos largos y extenuantes meses con sus insómincas noches.


Espero volver a dormir bien algún día. Sin sobresaltos ni desvelos. Porque esos momentos de la noche son los peores. No sé qué tienen esas horas para dar tan clarividencia, pero es ahí cuando los miedos se vuelven más puros. La angustia aparece desnuda y dispuesta a mostrar todos sus rincones; enfrentándote a todo lo que llevas evitando durante el día (dicho así suena muy poético pero es una mierda, punto)

ronda, valle colina, adopcion, lobo herreño, muerte, perro, perdida

Es devastador querer huir de tus propios pensamientos, tener que ahogarlos con cualquier cosa porque el silencio no es una opción. ¡Agotador! Silenciar mi propia conciencia me ha regalado un par de canas. Es mi regalo de bienvenida a la vejez: tome usted, un motivo más por el que preocuparse. Aunque ahora mismo éste ocupa un lugar bastante bajo en mi ranking de tragedias, pero aspiraba a volverme canosa cuando pagar una peluquería no fuese un problema.


Pese a todo, he empezado a recuperar ciertos hábitos y creo que consigo aparentar bastante bien una normalidad que no incomode al resto: de puertas para fuera, nadie lo diría. Lo que sí percibo es una mecha más corta en general. Una ultrasensibilidad que me hace menos tolerante con la estupidez y las faltas de respeto. A lo mejor vivir en el monte me está haciendo más huraña pero no soporto las faltas de educación, la desconsideración y la invasión de mi espacio. Si pudiera ir haciendo desaparecer gente con un botón, lo desgastaría. Por otro lado, vuelvo a valorar los pequeños momentos, como el paisaje desde el coche o una conversación inesperadamente interesante. Quiero acumular más de todo eso, lo cual es un buen síntoma que me aleja del ostracismo.


ronda, valle colina, adopcion, lobo herreño, muerte, perro, perdida

Lo que no se me va (y tal vez no lo haga nunca), es el pensar constantemente lo que a Ronda le habría gustado estar ahí, cómo lo habría disfrutado y lo mucho que su presencia mejoraría el momento. Lo sé, es devaluar la realidad en favor de un imposible pero no puedo evitarlo. A los creyentes les reconforta pensar que el otro sigue ahí de algún modo (con las terribles consecuencias para la intimidad que conlleva eso) pero mi realidad no es compatible con este tipo de fantasías. Ya no está y no volverá a estar nunca más. Asumir este infinito inalterable es lo más duro, pues no deja de ser un derivado más del miedo a la muerte. Qué pena que nada de esto tenga sentido y que todo esté destinado al más absoluto de los olvidos.

viernes, 21 de abril de 2017

Hans Christian Andersen: cuento de desamor


El cuento de la Sirenita está de aniversario. Se cumplen 180 años desde su publicación. Prácticamente dos siglos desde que el poeta y escritor danés, Hans Christian Andersen, lo incluyera en el tercer volumen de Cuentos de hadas contados para niños. Un relato que se aleja de la versión azucarada que Disney llevó a los cines, sin final feliz o perdices a la vista, pues la Sirenita fue concebida como el desahogo de un corazón roto. Un cuento donde la renuncia y la desesperanza lo ocupan todo, reflejo de la desdichada vida amorosa de Andersen, que vio frustrados todos sus intentos de enamorarse.

Sus cuentos serían el refugio de sus penas, un salvoconducto para la posteridad que no le ayudaría a experimentar aquello que tanto anhelaba: un amor correspondido. En su diario dejaría escrito este lamento: «Todopoderoso Dios, tú eres lo único que tengo, tú que gobiernas mi sino, ¡debo rendirme a ti! ¡Dame una forma de vida! ¡Dame una novia! ¡Mi sangre quiere amor, como lo quiere mi corazón!». Una petición desoída y que dejó a Andersen con una sexualidad frustrada. Sus deseos iban en ambas direcciones, llegando a declarar su amor tanto a mujeres como a hombres, pero obteniendo siempre como respuesta un desconsolado premio de consolación: amistad. Visto como un hermano, quedó privado de afecto.


Un patito feo que no llegó a cisne

Hans Christian Andersen creció siendo un muchacho desgarbado, con rasgos que no parecían encajar entre sí y con unos modales afeminados que no invitaban a la popularidad. No es de extrañar, entonces, que uno de sus primeros cuentos fuese El patito feo. Pero a diferencia de su protagonista, Andersen no llegó nunca a alcanzar la fase de cisne, ni tan siquiera cuando sus historias se recibían con entusiasmo entre los miembros de la Corte.

Tan poco agraciado era, que William Bloch, autor y director teatral danés, lo describiría así: «Extraño y bizarro en sus movimientos. Sus piernas y sus brazos son largos, delgados y fuera de toda proporción; sus manos, anchas y planas, y sus pies son tan gigantescos que nadie piensa en robarle las botas. Su nariz es, digamos, de estilo romano, pero tan desproporcionadamente larga que domina toda la cara; cuando uno se despide de él, su nariz es lo que más recuerda.»

Profesionalmente alcanzó un prestigio que se ha mantenido inalterable hasta nuestros días. En Dinamarca es considerado un héroe nacional y su figura corona varias plazas. Pero su imagen de patito feo nunca lo abandonaría, incapaz de traspasar el umbral de lo platónico. Como nunca se casó, ni llegó a mantener relaciones sexuales, su imagen quedaría asociada a la pureza. Un personaje blanco y angelical, adjetivos muy útiles para su asociación con el mundo de los cuentos. Este legado se mantuvo inmaculado hasta que Jackie Wullschlager se atrevió a profundizar en la parte más terrenal del autor quien, al parecer, tenía pulsiones humanas después de todo. En La vida de un narrador, Wullschlager destierra la idea de una castidad elegida por convicción, y más propiciada por el miedo y la culpabilidad religiosa.

Durante su estancia en París, Andersen visitaría varios burdeles pero su represión sólo le permitiría hablar con las chicas y hacer acopio mental de imágenes para su posterior desahogo, siempre a solas. Una actividad que practicaba con intensidad, hasta el punto de sentir dolor. De hecho, cada vez que se masturbaba añadía una cruz en su diario, un registro que solía incluir muchos más detalles, descritos con inesperada franqueza. Por lo que no parece que tuviera un verdadero afán de mantener intacta su inocencia, sino que se movía entre el deseo y la culpa como una condena.

lunes, 17 de abril de 2017

Westworld

En un futuro no tan lejano, la humanidad cuenta con un nuevo pasatiempo, una atracción sin precedentes bautizada como Westworld. Este parque de escala monumental ofrece a los usuarios la oportunidad de experimentar la vida del salvaje oeste, un mundo sin ley donde la supervivencia está a la orden del día. En este escenario, guiado por forajidos y prostitutas, los asistentes pueden dar rienda suelta a sus instintos más primarios. ¿Lo mejor? No hay lugar para el remordimiento pues aunque los personajes que dan vida a esta fantasía tienen una apariencia perfectamente humana, no son otra cosa que estilizados robots. Cuidadas inteligencias artificiales que reciben el nombre de “anfitriones” y que han sido diseñadas para atraer y complacer a sus invitados.


La atracción es anunciada como una oportunidad de autoconocimiento, de revelar tu verdadero ser y dar respuesta a la gran pregunta: ¿quién soy en realidad? Un acto de fe que se desmorona con la elección prioritaria de sus usuarios: sexo y violencia sin medida. Pues en Westworld, el visitante siempre gana. Los anfitriones, fieles a las leyes de la robótica de Asimov, no pueden infringir daño. Y es que la serie ha querido mantener los códigos propios de la ciencia ficción, haciendo constantes referencias a las teorías que su literatura ha alumbrado. Es el caso del escritor Isaac Asimov, quien concibió una serie de normas con las que regir el comportamiento de los robots del mañana. Descritas en sus novelas como “formulaciones matemáticas impresas en los senderos positrónicos del cerebro” o, lo que es lo mismo, líneas de código con las que establecer un manual de conducta. En compendio, serían tres leyes básicas:

1ª Ley: Un robot no hará daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
2ª Ley: Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la 1ª Ley.
3ª Ley: Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la 1ª o la 2ª Ley.

Asimov crea así el equivalente a una moralidad artificial, una especie de ética que guía las acciones de los robots, al tiempo que protege a los seres humanos. Pues uno de los miedos recurrentes de la ciencia ficción, es la posibilidad de que nuestra creación se nos vuelva en contra.




La creación puesta a prueba

El prodigioso creador de vida de Westworld es el doctor Robert Ford, interpretado por Anthony Hopkins, y de cuyo nombre se intuye una alusión al padre de la producción industrial: Henry Ford. Como su antecesor, Ford produce robots en cadena cada vez más perfectos. Los anfitriones, con sus personalidades definidas, son capaces de improvisar dentro de la pequeña narrativa que tienen destinada; y, pase lo que pase en el parque, a la mañana siguiente amanecen reconstruidos y con la memoria en blanco.


Esta amnesia frente a lo acontecido, concede a los visitantes el alivio que necesitan; convenciéndose de que todo el daño cometido, quedará en el olvido. Al fin y al cabo, los robots no sienten, sólo replican los dictados que Ford les ha dado. Un comportamiento pautado y un pasado hecho a medida, compuesto de recuerdos trágicos. Estas evocaciones, junto a sus relaciones familiares y de pareja, aportan mayor consistencia a la historia, enriqueciendo la experiencia de los visitantes. “Al principio me pareció cruel que los emparejasen” –comenta el personaje interpretado por Ed Harris− “pero luego comprendí que, para ganar, otro tiene que perder”.

Harris, que da voz al desalmado “Hombre de Negro”, es uno de los visitantes más veteranos del parque. Conoce todas las tramas y a todos sus personajes y, después de años de jugar, se ha cansado de ser Dios. Esa constante insatisfacción humana, será el motivo que llevará a Harris a explorar los límites de Westworld. Una búsqueda centrada en encontrar el laberinto, un nivel más profundo del juego, no apto para principiantes.


Mientras el Hombre de Negro avanza en su misión, los robots empezarán a salirse del bucle impuesto, saltándose el guión y recordando algunos de los incidentes acontecidos. La voluntad parecerá mover sus acciones, como si hubiesen alcanzado un grado más de evolución. ¿Están empezando a ser conscientes? ¿Cuánta autonomía real puede concedérsele a una inteligencia artificial? Éstas serán las preguntas que se desarrollarán a lo largo de toda la temporada. Diez episodios presentados con una calidad cinematográfica excelente pues, más que una serie, cada capítulo parece una película en miniatura.  No en vano HBO le dedicó un presupuesto de 100 millones de dólares, lo que equivale a unos 10 millones de media por episodio.

Todo este despliegue, concentrado en un proyecto que tardó varios años en gestarse, ha valido la pena. Porque Westworld cautiva por su escenografía y grandes nombres (como J. J. Abrams en la producción)  sin desmerecer por ello lo cuidado de su historia. Los capítulos enganchan e invitan a soñar y debatir sobre un futuro, no tan inalcanzable.