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lunes, 15 de mayo de 2017

Por 13 razones


«Hola, soy Hannah. Hannah Baker. Ponte cómodo, porque estoy a punto de contarte la historia de mi vida. Específicamente, por qué mi vida acabó. Y si estás escuchando esta grabación, eres una de la razones». Es la escalofriante advertencia de una chica muerta, y la protagonista de Por 13 razones.

El mensaje aparece grabado en una cinta de casete y es Clay Jensen quien lo escucha. Él, como la mayoría de compañeros de Hannah, se pregunta por qué una chica como ella querría suicidarse. Un enigma que suele quedar sin respuesta, pero no en este caso. Hannah ha dejado instrucciones y una narración que explica, a lo largo de trece cintas, sus motivos. Cada historia tiene un protagonista: otros chicos de su clase, que ya han escuchado la grabación y cuyos secretos irán saliendo a la luz. Pero ahora es el turno de Clay, quien recorrerá la ciudad guiado por la voz de Hannah, hasta descubrir su propia implicación en la muerte.


Con este planteamiento arranca Por 13 razones que, en poco tiempo, se ha convertido en el producto estrella de Netflix, llegando a registrar más de 3,5 millones de tuits la semana de su estreno.  Los motivos de su repercusión empiezan por el apadrinamiento de Selena Gomez, productora ejecutiva de la serie. La actriz y cantante es la reina indiscutible de las redes sociales, solo su cuenta de Instagram congrega 117 millones de seguidores. Un vídeo en su perfil bastó para iniciar el estallido mediático. Pero no ha sido este vínculo el único responsable de su vertiginosa fama.

La serie es capaz de mantener el interés por sí misma, dejando al espectador en vilo y con ganas de más tras cada episodio. Descubrir los misterios del Liberty High se ha vuelto adictivo. Un instituto donde los primeros besos se entremezclan con los rumores y las fiestas con el deseo de encajar. Sensaciones identificables pero actualizadas por internet y las nuevas tecnologías, donde las redes sociales demostrarán ser un arma de doble filo: con capacidad de acercar y condenar al mismo tiempo.


El origen fue un best seller

Por 13 razones es la adaptación de un libro de Jay Asher, que alcanzaría el primer puesto en las listas de ventas de The New York Times de 2007. El éxito pillaría al autor por sorpresa. Su aspiración en aquel momento era que la historia pudiese llegar a una sola persona, que alguien le dijese que aquel era su libro favorito, pero jamás pensó en conseguir un público tan amplio.

La idea de las cintas se le ocurriría después de visitar una exposición en las Vegas sobre la tumba de King Tut. El recorrido incluía un audio-tour que guiaba al visitante a través de la muestra y a Asher le pareció un modo interesante de estructurar una novela. Aquello quedaría en un mero apunte, una idea en la que trabajar en el futuro y pasarían varios años hasta volviese a retomarla. Sería a raíz de sufrir el suicidio de un pariente cercano −alguien de la misma edad de Hannah− cuando volvería a ella. Aquel suceso repentino e inesperado para todos, dejaría un gran impacto en el escritor. “Entonces tuve la estructura y el tema”, explicaría en una entrevista para Teen Vogue.


“Ocurrió un día mientras iba conduciendo. Inmediatamente sentí que ésa era la mejor manera de contar una historia así. De esta forma tienes su perspectiva, sus palabras, pero también el punto de vista de alguien que la conoció”. Y la fórmula funcionó. Pero para Asher, el éxito de esta obra esconde una cara amarga: “No creo que el libro se hubiera vendido tanto si estos temas no siguiesen siendo tabú”. Arrojar algo de luz en un asunto que está lejos de ser anecdótico es uno de los propósitos de Por 13 razones.

viernes, 21 de abril de 2017

Hans Christian Andersen: cuento de desamor


El cuento de la Sirenita está de aniversario. Se cumplen 180 años desde su publicación. Prácticamente dos siglos desde que el poeta y escritor danés, Hans Christian Andersen, lo incluyera en el tercer volumen de Cuentos de hadas contados para niños. Un relato que se aleja de la versión azucarada que Disney llevó a los cines, sin final feliz o perdices a la vista, pues la Sirenita fue concebida como el desahogo de un corazón roto. Un cuento donde la renuncia y la desesperanza lo ocupan todo, reflejo de la desdichada vida amorosa de Andersen, que vio frustrados todos sus intentos de enamorarse.

Sus cuentos serían el refugio de sus penas, un salvoconducto para la posteridad que no le ayudaría a experimentar aquello que tanto anhelaba: un amor correspondido. En su diario dejaría escrito este lamento: «Todopoderoso Dios, tú eres lo único que tengo, tú que gobiernas mi sino, ¡debo rendirme a ti! ¡Dame una forma de vida! ¡Dame una novia! ¡Mi sangre quiere amor, como lo quiere mi corazón!». Una petición desoída y que dejó a Andersen con una sexualidad frustrada. Sus deseos iban en ambas direcciones, llegando a declarar su amor tanto a mujeres como a hombres, pero obteniendo siempre como respuesta un desconsolado premio de consolación: amistad. Visto como un hermano, quedó privado de afecto.


Un patito feo que no llegó a cisne

Hans Christian Andersen creció siendo un muchacho desgarbado, con rasgos que no parecían encajar entre sí y con unos modales afeminados que no invitaban a la popularidad. No es de extrañar, entonces, que uno de sus primeros cuentos fuese El patito feo. Pero a diferencia de su protagonista, Andersen no llegó nunca a alcanzar la fase de cisne, ni tan siquiera cuando sus historias se recibían con entusiasmo entre los miembros de la Corte.

Tan poco agraciado era, que William Bloch, autor y director teatral danés, lo describiría así: «Extraño y bizarro en sus movimientos. Sus piernas y sus brazos son largos, delgados y fuera de toda proporción; sus manos, anchas y planas, y sus pies son tan gigantescos que nadie piensa en robarle las botas. Su nariz es, digamos, de estilo romano, pero tan desproporcionadamente larga que domina toda la cara; cuando uno se despide de él, su nariz es lo que más recuerda.»

Profesionalmente alcanzó un prestigio que se ha mantenido inalterable hasta nuestros días. En Dinamarca es considerado un héroe nacional y su figura corona varias plazas. Pero su imagen de patito feo nunca lo abandonaría, incapaz de traspasar el umbral de lo platónico. Como nunca se casó, ni llegó a mantener relaciones sexuales, su imagen quedaría asociada a la pureza. Un personaje blanco y angelical, adjetivos muy útiles para su asociación con el mundo de los cuentos. Este legado se mantuvo inmaculado hasta que Jackie Wullschlager se atrevió a profundizar en la parte más terrenal del autor quien, al parecer, tenía pulsiones humanas después de todo. En La vida de un narrador, Wullschlager destierra la idea de una castidad elegida por convicción, y más propiciada por el miedo y la culpabilidad religiosa.

Durante su estancia en París, Andersen visitaría varios burdeles pero su represión sólo le permitiría hablar con las chicas y hacer acopio mental de imágenes para su posterior desahogo, siempre a solas. Una actividad que practicaba con intensidad, hasta el punto de sentir dolor. De hecho, cada vez que se masturbaba añadía una cruz en su diario, un registro que solía incluir muchos más detalles, descritos con inesperada franqueza. Por lo que no parece que tuviera un verdadero afán de mantener intacta su inocencia, sino que se movía entre el deseo y la culpa como una condena.

lunes, 17 de abril de 2017

Westworld

En un futuro no tan lejano, la humanidad cuenta con un nuevo pasatiempo, una atracción sin precedentes bautizada como Westworld. Este parque de escala monumental ofrece a los usuarios la oportunidad de experimentar la vida del salvaje oeste, un mundo sin ley donde la supervivencia está a la orden del día. En este escenario, guiado por forajidos y prostitutas, los asistentes pueden dar rienda suelta a sus instintos más primarios. ¿Lo mejor? No hay lugar para el remordimiento pues aunque los personajes que dan vida a esta fantasía tienen una apariencia perfectamente humana, no son otra cosa que estilizados robots. Cuidadas inteligencias artificiales que reciben el nombre de “anfitriones” y que han sido diseñadas para atraer y complacer a sus invitados.


La atracción es anunciada como una oportunidad de autoconocimiento, de revelar tu verdadero ser y dar respuesta a la gran pregunta: ¿quién soy en realidad? Un acto de fe que se desmorona con la elección prioritaria de sus usuarios: sexo y violencia sin medida. Pues en Westworld, el visitante siempre gana. Los anfitriones, fieles a las leyes de la robótica de Asimov, no pueden infringir daño. Y es que la serie ha querido mantener los códigos propios de la ciencia ficción, haciendo constantes referencias a las teorías que su literatura ha alumbrado. Es el caso del escritor Isaac Asimov, quien concibió una serie de normas con las que regir el comportamiento de los robots del mañana. Descritas en sus novelas como “formulaciones matemáticas impresas en los senderos positrónicos del cerebro” o, lo que es lo mismo, líneas de código con las que establecer un manual de conducta. En compendio, serían tres leyes básicas:

1ª Ley: Un robot no hará daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
2ª Ley: Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la 1ª Ley.
3ª Ley: Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la 1ª o la 2ª Ley.

Asimov crea así el equivalente a una moralidad artificial, una especie de ética que guía las acciones de los robots, al tiempo que protege a los seres humanos. Pues uno de los miedos recurrentes de la ciencia ficción, es la posibilidad de que nuestra creación se nos vuelva en contra.




La creación puesta a prueba

El prodigioso creador de vida de Westworld es el doctor Robert Ford, interpretado por Anthony Hopkins, y de cuyo nombre se intuye una alusión al padre de la producción industrial: Henry Ford. Como su antecesor, Ford produce robots en cadena cada vez más perfectos. Los anfitriones, con sus personalidades definidas, son capaces de improvisar dentro de la pequeña narrativa que tienen destinada; y, pase lo que pase en el parque, a la mañana siguiente amanecen reconstruidos y con la memoria en blanco.


Esta amnesia frente a lo acontecido, concede a los visitantes el alivio que necesitan; convenciéndose de que todo el daño cometido, quedará en el olvido. Al fin y al cabo, los robots no sienten, sólo replican los dictados que Ford les ha dado. Un comportamiento pautado y un pasado hecho a medida, compuesto de recuerdos trágicos. Estas evocaciones, junto a sus relaciones familiares y de pareja, aportan mayor consistencia a la historia, enriqueciendo la experiencia de los visitantes. “Al principio me pareció cruel que los emparejasen” –comenta el personaje interpretado por Ed Harris− “pero luego comprendí que, para ganar, otro tiene que perder”.

Harris, que da voz al desalmado “Hombre de Negro”, es uno de los visitantes más veteranos del parque. Conoce todas las tramas y a todos sus personajes y, después de años de jugar, se ha cansado de ser Dios. Esa constante insatisfacción humana, será el motivo que llevará a Harris a explorar los límites de Westworld. Una búsqueda centrada en encontrar el laberinto, un nivel más profundo del juego, no apto para principiantes.


Mientras el Hombre de Negro avanza en su misión, los robots empezarán a salirse del bucle impuesto, saltándose el guión y recordando algunos de los incidentes acontecidos. La voluntad parecerá mover sus acciones, como si hubiesen alcanzado un grado más de evolución. ¿Están empezando a ser conscientes? ¿Cuánta autonomía real puede concedérsele a una inteligencia artificial? Éstas serán las preguntas que se desarrollarán a lo largo de toda la temporada. Diez episodios presentados con una calidad cinematográfica excelente pues, más que una serie, cada capítulo parece una película en miniatura.  No en vano HBO le dedicó un presupuesto de 100 millones de dólares, lo que equivale a unos 10 millones de media por episodio.

Todo este despliegue, concentrado en un proyecto que tardó varios años en gestarse, ha valido la pena. Porque Westworld cautiva por su escenografía y grandes nombres (como J. J. Abrams en la producción)  sin desmerecer por ello lo cuidado de su historia. Los capítulos enganchan e invitan a soñar y debatir sobre un futuro, no tan inalcanzable.

lunes, 20 de marzo de 2017

Ante la pérdida de derechos: ¡Revoluciónate!


Empezar un nuevo año trae consigo la ilusión de que todo es posible, nuevas oportunidades están al acecho, deseando dejarse atrapar por esta nueva versión de nosotros mismos. Atender los propósitos personales está muy bien, sin embargo, no hay que olvidarse de los objetivos colectivos; pues una puesta a punto totalmente individualizada puede hacernos ignorar el panorama completo, del que también somos parte. Es como esa viñeta que muestra una barca que empieza a hundirse por un extremo, obligando a las personas más próximas al agujero, a echar el agua fuera desesperadamente; mientras, el resto de pasajeros situados algo más lejos de la catástrofe, respiran aliviados: ¡qué suerte no estar en ese lado! Olvidando que comparten bote.

En esta línea, Jordi Évole abordó su primera columna de 2017. El periodista quiso hacer un recordatorio, una llamada de atención con el fin de evitar que volvamos a anestesiarnos. Así, Évole se pregunta en su artículo qué ha sido de la indignación: “Ves los informativos y parece que ya nadie protesta. ¿Ya no hay problemas? ¿Ya no hay crisis? ¿Ya no hay desahucios? ¿Ya no hay recortes? A ver si volvemos a estar en la Champions League de la economía y no me he enterado.”

El comentario de Évole apareció en pleno mes de rebajas, con los estantes de las tiendas arrasados y largas colas en formación. Una alegría que ya se anticipaba durante las ventas navideñas, las cuales crecieron un 5% respecto a diciembre del año pasado. Los parkings llenos y las zonas comerciales intransitables dieron muestra de ello. Unos datos que podrían ser positivos si, efectivamente, estuviesen teniendo lugar cambios importantes en la economía y, especialmente, en la maltrecha clase media. ¿Se están recuperando las familias o simplemente han empezado a conformarse? El crecimiento de las ventas, ¿indica recuperación o es el retorno de los malos hábitos?

Y es que parece cumplirse el pronóstico de Arturo Pérez Reverte: no hemos aprendido nada. El escritor lanzó esta predicción en octubre del año pasado durante una entrevista: «la gente quiere que acabe la crisis para volver a lo mismo: comprarse otro coche con hipoteca, irse a Cancún de vacaciones…» En definitiva, seguir igual pero sin análisis o lección mediante. Descorazonadoramente, parece estar en lo cierto. Salvo por el hecho de que, aunque para algunos la situación empiece a mejorar con la llegada de un nuevo contrato, lo hace en su versión más pobre con sueldos precarios, horarios imposibles y amenazas en caso de baja. Un nuevo trabajador que vive en una incertidumbre constante pero asumida, porque (ya conocemos el mantra): ¡ya es una suerte que te dejen trabajar! Pues resulta que las obligaciones son ahora privilegios.

lunes, 13 de marzo de 2017

Trabajando gratis


“Trabaje gratis”, dice el cartel. Unas luces de neón lo acompañan, parpadeantes, con la intención de hacerlo más vistoso, pues no es algo que haya que pedir con la boca pequeña. Quién sabe, a lo mejor el parpadeo de colores le aturde y pierde por fin todo el sentido y el valor de las cosas. Igual hasta se queda ciego de principios, derechos y convicciones, pasando a formar parte del engranaje de explotación que parece regir muchos de los puestos de trabajo en España.

Simplificando: la esclavitud ha vuelto; está de moda. Y esta vez sin necesidad de cadenas o latigazos intimidatorios, porque las cabezas gachas y la dignidad ausente vienen de serie. Una pandemia que a muchos interesa que no se erradique porque aumenta los ingresos de unos pocos, a costa del esfuerzo de la mayoría.

“Son las circunstancias” o “Es la situación”, son las excusas que legitiman estas propuestas deshonestas. Situación y circunstancias que sólo tienen en cuenta un lado, obviando la necesidad ajena. En unos pocos años hemos pasado de un escenario donde ser mileurista era estar mal pagado a convertir la misma cantidad en una meta aspiracional. ¿Qué ha pasado? El coste de la vida no se ha abaratado y la preparación de la gente ha ido en aumento. ¿Tan poderosa ha sido la crisis como para reprogramarnos enteros?

En mayo de 2016, el presidente de la CEOE, Juan Rosell, afirmó sin titubeos que  el trabajo “fijo y seguro” era “un concepto del siglo XIX”; en el futuro, matizó, habrá que “ganárselo todos los días”. Una reflexión a la que llegó después de asegurarse una subida de su sueldo como consejero de Gas Natural Fenosa −empleo arduo donde los haya−, de un 64% o, lo que es lo mismo, 208.000 euros brutos al año.

Si así se expresan los representantes de la patronal, no sorprende que el mercado laboral se llene de ofertas cuya retribución se basa en palmaditas en la espalda y cuentas bancarias a cero. “Así coges experiencia” o “Al menos te entretienes” son los argumentos con los que tiran por tierra el Artículo 35 de nuestra Constitución: Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo (…) y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia. Repetimos: “remuneración suficiente” y no palabras de aliento. Porque el verdadero reconocimiento se refleja en la nómina. 

jueves, 9 de marzo de 2017

Cuéntame un cuento… ¡pero como los de antes!

Son ya muchas las generaciones que han crecido con los cuentos tradicionales presentados a través del filtro de Disney, versiones que incluyen canciones pegadizas y finales almibarados. Son, en resumen, fantasías bien amortiguadas donde la justicia y los buenos actos terminan siempre por salir airosos, lo que deja un ambiente sosegado que anticipa los más apacibles sueños. Sin embargo, no era éste el efecto que los primeros cuentos pretendían. Siendo muchos más brutales en sus narraciones primigenias, reflejo de la sociedad del momento. Porque si algo ha caracterizado a los cuentos, es su maleabilidad; esa capacidad de adaptarse a los tiempos para seguir cautivándonos.

Disney los dulcificó y Pixar inició la costumbre de añadir capas a las historias, de modo que tanto niños como adultos, puedan seguir una trama personalizada. Pero estas variantes no son nuevas, sino que han ido sucediéndose desde que el cuento es cuento. De ahí que se conozcan versiones de la Cenicienta en la China Imperial o de La Bella durmiente en la Dinastía XX de Egipto. Piezas que han ido integrando −y evolucionando− el folclore y otras leyendas para adaptarse a las distintas necesidades generacionales.


Sería al pasar del formato oral al escrito donde parte de estos relatos se enfocarían al público más joven. Anteriormente, los cuentos eran un entretenimiento adulto, por lo que no era extraño que incluyesen pasajes violentos o sexuales. Tampoco existían términos como “control parental” o “advertencias de sensibilidad”, ya que primaban cuestiones más básicas; algunas tan evidentes como la propia supervivencia, lo que no daba mucho margen a engendrar posibles traumas.

El francés Charles Perrault, el italiano Giambattista Basile o los alemanes hermanos Grimm se encargarían de recopilar y, en ocasiones crear, las historias que aún hoy nutren nuestro cine y literatura. Eso sí, narradas en su versión más áspera y sanguinolenta, donde las perdices del cierre brillan por su ausencia. Unos autores que parecían plenamente consciente de que el mundo, ya incluya hadas y princesas, no es un lugar fácil.

Caperucita Roja


La historia de Caperucita fue narrada de generación en generación hasta que Charles Perrault la transcribió en 1697. Su versión mantiene los elementos clave del engaño y la usurpación de identidad, pero el escritor francés eliminó algunos de los pasajes más crudos. Una de las escenas suprimidas describe un momento de canibalismo por parte de Caperucita quien, engañada por el lobo, come carne y bebe sangre de la Abuela.

Lo que no censuró Perrault, fueron las intenciones libidinosas del lobo. Identificado como el villano de la historia, sus deseos de carne son más eróticos que nutritivos y su objetivo no es otro que terminar con la pobre Caperucita desnuda en la cama. Algo que sucede, tal cual, en esta primera narración. De esta circunstancia terminaría desembocando la expresión “avoir vu le loup”, traducido por un “haber visto al lobo”, como sinónimo de perder la virginidad.

El lobo ejemplifica al prototipo de embaucador, ése que se deja llevar más por sus instintos que por la razón. Perrault, que escribía para entretener a los invitados de la Corte de Versalles, parece querer advertir a las jóvenes de este peligro con su moraleja:

 “Las jovencitas elegantes, bien hechas y bonitas
hacen mal en oír a ciertas gentes,
y que no hay que extrañarse de la broma
de que a tantas el lobo se las coma.
Digo el lobo, porque estos animales
no todos son iguales:
los hay con un carácter excelente y humor afable,
dulce y complaciente, que sin ruido,
sin hiel ni irritación
persiguen a las jóvenes doncellas,
llegando detrás de ellas
a la casa y hasta la habitación.
¿Quién ignora que Lobos tan melosos
son los más peligrosos?”

Los hermanos Grimm, en un intento de suavizar el final, incluyeron el personaje del cazador, el cual termina liberando a Caperucita y su abuela. Éstas renacen −ajenas a las consecuencias de la deglución previa− pero, originalmente, tanto la una como la otra, terminan en el estómago del lobo sin que nadie las salve.

sábado, 4 de febrero de 2017

Los secretos de Andrew Wyeth



A Andrew Wyeth le gustaba pasear por las praderas y bosques próximos a su casa de Chadds Ford, Pensilvania. Los paseos eran una simple excusa para poder estar a solas, así de grande era su necesidad de abstracción. Su mayor deseo era un imposible: poder pintar sin estar presente, que sólo sus manos formasen parte de la realidad, dejando al resto de su ser al margen. Un sueño inalcanzable pero al que conseguía aproximarse recorriendo aquellos prados: “Cuando estoy solo en el bosque, caminando a través del campo, me olvido de todo lo relacionado conmigo mismo. Dejo de existir”.

Se podría pensar que estos paseos fueron la fuente de inspiración de su obra, pero él no quería motivos forzados. “Trato de salir de mí mismo mientras camino, estar en blanco; ser una especie de caja de resonancia, muy abierta a todo, todo el tiempo, para ser capaz de captar una vibración, un tono de algo o de alguien”. Su mujer, Betsy James, compartía esta opinión: “Él no es un artista bucólico que camina alrededor de las granjas en busca de paredes agrietadas. Es una cosa muy diferente. Va al límite”.

Ciertamente, las pinturas de Wyeth desprenden algo que supera las meras apariencias, sensaciones profundas irradian de sus retratos y paisajes. Una quietud misteriosa que obliga al espectador a detenerse y a indagar sobre los interrogantes que se agolpan en su cabeza. Suscita muchas preguntas acercarse a cualquiera de sus imágenes, tantas como las que el mundo se planteó en 1986, cuando el pintor hizo pública una serie −que llevaba realizando en secreto durante quince años− con una única protagonista: Helga Testorf. Una mujer desconocida, secreta, como siempre lo fue una parte de la vida de Wyeth.

domingo, 8 de enero de 2017

Thoreau: un pensador del mañana


Hay pocas imágenes de Henry Thoreau. Google nos devuelve, constantemente, las mismas dos fotografías: una primera a los 39 años y con una barba al estilo Lincoln; y otra a los 43, un año antes de morir de tuberculosis, donde empieza a apreciarse ya su deterioro. En esta última imagen, la barba le ocupa todo el rostro, el cual parece consumirse tras ella. El efecto resalta aún más la melancolía de sus ojos. Unos ojos que intrigan ya que, por un lado, parecen cansados y envejecidos, como si debido a su habilidad de percibir más que el resto se hubiesen agotado antes de tiempo. Pero por otro, bajo esos pliegues que caen y que coronan unas cejas de derrota, parece quedar un brillo. La chispa de la curiosidad: el universo de reflexiones que lo hizo adelantarse a su tiempo y vivir persiguiendo la verdad de las cosas. No iba a contentarse con lo establecido: ni las leyes, ni las costumbres. Iba a cuestionárselo todo, esperando llegar a ser una persona íntegra pero, sobre todo, alguien que había aprendido a vivir.



Desobediencia civil

Una prueba de su contundente honradez ocurrió en 1846, cuando con 29 años asumió su detención, después de que el sheriff de Concord le recordase que llevaba varios años sin pagar impuestos. Esta manifestación de rebeldía era su forma de protestar contra un Estado que llevaba a cabo actos reprobables, como la injustificada guerra contra Méjico o la esclavitud. Esto sucedió quince años antes de que se iniciara la Guerra de Secesión, hecho que Thoreau apenas presenció pues falleció al año de comenzar ésta.

Como en casi todo, terminó adelantándose y luchando por lo que él creía –y el tiempo le daría la razón− que era una sociedad más justa. Defensor del abolicionismo, sabía que la inacción te convertía en cómplice, de ahí que él mismo ayudase a varios esclavos a llegar hasta Canadá con ayuda de su madre y su hermana Helen. Estas últimas eran miembros fundadores de la Sociedad Antiesclavista Femenina de Concord, demostrando que las convicciones habían calado fuerte en toda la familia.


¿Qué sentido tenía poner estratos a la humanidad? ¿Por qué un hombre podía permitirse ser dueño de otro? Eran los interrogantes que asaltaban la mente del escritor. No tenía sentido acatar leyes inmorales y fundamentándose en eso, dejó de financiar las prácticas abusivas que estaban teniendo. Eso sí, sin obviar por ello su castigo.

Thoreau quería ser encarcelado, pues consideraba que “cuando un gobierno es injusto, el hogar de todo hombre honrado es la cárcel”.  Sin embargo, sólo pasó una noche en prisión, ya que pagaron su fianza al día siguiente. El bienintencionado gesto enfureció a Thoreau, que se negó a abandonar su celda para sorpresa del carcelero. El escritor aspiraba a que su tiempo en la cárcel sirviera de ejemplo, un modo de crear conciencia. “Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución, es decir, el derecho a negar su lealtad y a oponerse al Gobierno cuando su tiranía o su ineficacia sean desmesurados e insoportables”, diría.

Aunque los hechos no se desarrollaron como esperaba, el escritor continuaría defendiendo su lucha mediante un manifiesto que llevó por título: Resistencia al gobierno civil y que su editor cambiaría, años después, por el más conocido: Desobediencia civil. Un ensayo que inspiraría a otros en la defensa de los derechos humanos, nombres de la talla de  Mahatma Gandhi o Martin Luther King. En él, Thoreau defendería su máxima de que el gobierno no debe tener más poder que el que los ciudadanos estén dispuestos a concederle:

“¿Debe el ciudadano renunciar a su conciencia, siquiera por un momento o en el menor grado a favor del legislador? ¿Entonces por qué posee conciencia el hombre? Pienso que debemos primero ser hombres y luego súbditos. No es deseable cultivar tanto respeto por la ley como por lo correcto. Se ha dicho con bastante verdad que una corporación no tiene conciencia, pero una corporación de hombres conscientes es una corporación con conciencia. La ley jamás hizo a los hombres ni un ápice más justos; además, gracias a su respeto por ella hasta los más generosos son convertidos día a día en agentes de injusticia. Un resultado común y natural del indebido respeto por la ley es que se puede ver una fila de soldados: coronel, capitán, cabo, dinamiteros… todos, marchar en admirable orden cruzando montes y valles hacia las guerras, contra su voluntad, sí, contra su propio sentido común y su conciencia, lo que convierte esto, de veras, en una ardua marcha de corazones palpitantes. No abrigan la menor duda de que están desempeñando una ocupación detestable teniendo todos inclinaciones pacíficas.”

En estos días de convulsión política, donde la corrupción es norma y ganan las opciones segregacionistas, ésas que señalan al vecino como culpable; donde los préstamos esconden rendición y pleitesía, alejando el poder del pueblo; en un momento de desencanto y rabia como éste, sería recomendable revisar el discurso de Thoreau. Un hombre que ya se preguntaba, en 1849, si la democracia que conocemos, es la mejor forma de gobierno posible.



La laguna de Walden

Si una cosa tenía clara Thoreau es que quería ser el dueño de su propio destino. Se negaba a dejarse arrastrar por la vida, considerando que ésta era demasiado valiosa como para no tomar parte activa en ella. “La mayoría de los hombres viven vidas de tranquila desesperación. Lo que llamamos resignación no es más que una confirmación de la desesperanza”, sentenciaría. Él quería vivir y vivir implicaba ser consciente y consecuente con sus acciones.

El 4 de julio, día de la Independencia en Estados Unidos, fue la fecha elegida por el autor para iniciar, también, su camino hacia la libertad mental y espiritual. Un experimento que lo llevó a instalarse cerca de la laguna de Walden, un espacio boscoso a las afueras de Concord, su pueblo natal.

“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentándome sólo a los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, no fuera que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido”

El lugar estaba lo suficientemente retirado de la civilización como para darle el aire que necesitaba pero no tan aislado como para no cruzarse con nadie. Porque Thoreau no huía de las personas –a las que defendía y por las que batalló sin descanso− aunque, tal vez sí, de la gente. Necesitaba ponerse a prueba pero desde su refugio estuvo siempre dispuesto a entablar conversación con transeúntes imprevistos y otras visitas programadas. Aprendiz constante, sabía que cada encuentro se convertía en una oportunidad de crecer.
La mayoría de sus conocidos de la ciudad acudían a aquella modesta cabaña, que él mismo se había construido, un tanto consternados por la excéntrica decisión del escritor de renunciar a las comodidades que su posición le concedía:

“Para ellos la vida estaba llena de peligros y creían que un hombre prudente elegiría cuidadosamente la opción más segura, donde uno pudiera tener a mano al doctor en caso de urgencia. Para ellos la ciudad era literalmente una comunidad, una asociación para la defensa mutua, y podéis suponer que no saldrían ni a buscar arándanos sin un botiquín de viaje. Esto es como decir: si un hombre está vivo, siempre hay peligro de que muera, aunque hay que admitir que el peligro es menor en la medida en que el hombre se va convirtiendo en un muerto en vida”.

Thoreau sabía que el lujo que disfruta una clase se compensaba con la indigencia de otra y siendo tan sensible a las injusticias como era, descubrió rápidamente que aquel afán materialista de atesorar bienes y trabajar en exceso, con la única finalidad de seguir acumulando, era una trampa.  

Interior de la cabaña
Simplificando la propia existencia, en cambio, se podía empezar a apreciar la esencia de las cosas; gestionando los esfuerzos y direccionándolos hacia un cometido más profundo. Una filosofía vital que favorecía el despojo: pobre en riquezas externas pero rica en posesiones internas. “Mi modo de vida me ofrecía al menos una ventaja sobre quienes para divertirse están obligados a mirar afuera, hacia la sociedad y el teatro, pues mi propia vida llegó a ser mi diversión y nunca dejó de aportarme cosas nuevas”.

Cuesta imaginar que el siglo XIX fuese percibido como un tiempo veloz y sumido en distracciones, sobre todo si lo comparamos con nuestro momento actual donde prima la inmediatez y el desdoblamiento de la multitarea. Thoreau, de tener la posibilidad de viajar en el tiempo, se vería desbordado por la infinitud de estímulos.

No obstante, aunque los entretenimientos de hoy sean mayores, se vuelve a cumplir la observación del escritor, hecha cientos de años atrás: accedemos a que sean las circunstancias externas y transitorias las que fabriquen las ocasiones fundamentales de nuestra existencia. Hoy, si cabe, con mayor irresponsabilidad.

La cabaña de Thoreau
Hemos olvidado que nuestro tiempo aquí es limitado y lo malgastamos en un simulacro de vida que no termina de dar el salto a lo auténtico. Somos una sociedad cómoda que percibe la realidad a través de una pantalla, pendiente de la volátil aprobación ajena. Preocupados de lo superfluo, sustituimos el vivir por consumir y con eso vamos parcheando el vacío, que no deja de crecer y desperdigarse.

Thoreau abandonó Walden a los dos años, “me pareció que quizás tenía otras vidas que vivir y que no podía dedicar más tiempo a ésta”, escribiría en su ensayo, bautizado igual que la mágica laguna. La oportunidad le sirvió para desplegar y arraigar pensamientos atemporales que invitan al lector a coger las riendas de su propia vida y a seguir soñando, colonizando nuevos mundos interiores.


“Con mi experimento aprendí al menos que quien avance confiado en la dirección de sus sueños y acometa la vida tal como la ha imaginado recibirá a cambio una gratificación que no le otorgará el tiempo ordinario. Dejará atrás algunas cosas, cruzará una frontera invisible; leyes nuevas, universales y más tolerantes comenzarán a regir en su beneficio, en un sentido más generoso, y vivirá con la libertad de la que gozan los más elevados. Conforme simplifique su vida, las leyes del universo parecerán menos complicadas y la soledad ya no será soledad, ni la pobreza tal pobreza, ni la debilidad tal debilidad. Si construye castillos en el aire, su obra no se perderá: ahí están bien edificados”. 

[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora]

lunes, 21 de noviembre de 2016

El feminismo como marca



Miley Cyrus criticaba, a raíz del estreno de SuperGirl, que las series usasen géneros en sus nombres. Un debate absurdo dentro del marco de lo políticamente correcto en el que Estados Unidos no hace más que abrir la veda opuesta a la cordura.

Es precisamente una serie con nombre de género, Girls, una de las que más ha hecho por romper tabúes sobre al cuerpo y la sexualidad de las mujeres. Un ejemplo más valioso que el de Cyrus con la lengua fuera y haciendo twerking mientras se roza contra todo, como en un ritual de celo.

El feminismo se ha convertido en una etiqueta manoseada y pervertida por la industria que ha aprendido que es un concepto que viene muy bien para hacer caja. Beyonce planta carteles monumentales con la palabra en sus conciertos. Lo cual no deja de ser una versión 2.0 del Girl Power de las Spice Girls y ninguno de estos ejemplos ha hecho algo verdaderamente significativo por la igualdad de género.



El marketing feminista se centra en lo superfluo y ni siquiera es capaz de captar bien el mensaje. Así, una lucha valiosa pasa a ser una demostración del “poderío de la mujer” centrado en exhibir cacho: porque puedo hacer lo que quiera, dicen. Siendo casualmente la opción mayoritaria de ese querer, un andar en bragas o dejar traslucir pezones. ¿Es eso lo que quieren las mujeres? ¿Ser las dueñas de su propia cosificación? El plan parece ser mantener una provocación constante donde las reacciones previsibles deben censurarse.

Cada cual es libre de elegir la forma de reivindicar sus derechos pero transformar pensamientos retrógrados a través del destape femenino, no sólo no es trasgresor a estas alturas, sino que no responde a lógica alguna. Parece querer decir: tenemos tetas y culo pero esto no puede condicionar nuestra valía, ni nos define de ningún modo. Entonces, ¿por qué centrar toda la atención en esas partes? Si el discurso que acompaña es otro, la estrategia me parece incoherente. ¿Cuál es el fundamento? ¿Anestesiar a los hombres a fuerza de empacho? ¿Conseguir que ni pestañeen cada vez que asome un pecho? ¿Y después qué?

Se ha vuelto una estrategia para llamar la atención, dando una vuelta más a la desnudez femenina, que esta vez se siente validada por ir (supuestamente) acompañada de un mensaje. Lo que ocurre es que el feminismo no es un simple hashtag, es algo que va respaldado de una serie de intenciones que trascienden más allá de escenificar el famoso cartel de We Can Do It!. Sus objetivos no se limitan al gesto de colocarse la etiqueta.

Y sí, el movimiento está de moda, vende. Sin embargo, utilizar este impulso para crear un debate que consiga verdaderos avances, sería lo deseable. Aprovechémoslo pero sin caer en el engaño, mercantilizándolo y dejando que sean los intereses de otros los que prosperen.

martes, 25 de octubre de 2016

Ciencia Ficción: teorizando el mañana

Sólo hay que remontarse un par de generaciones para encontrar el origen de la ciencia ficción tal y como la conocemos. El género se abriría paso a través de las revistas, las primeras en apoyarlo y en ponerle nombre; pues el término “ciencia ficción” se popularizaría tras aparecer en la portada de Amazing Stories, un magacín que editaba Hugo Gernsback en 1926. Hasta entonces, el compendio de relatos de esta temática se venía etiquetando como “narrativa especulativa”, por recoger un tipo de historias que jugaban a vaticinar el futuro, centrándose en el impacto que los avances científicos, sociales o tecnológicos tendrían en la humanidad.



Algunos encuentran atisbos de ciencia ficción en relatos anteriores como los de Julio Verne, Arthur Conan Doyle o Edgar Allan Poe y discuten sobre a quién otorgar el primer puesto, si al Frankenstein de Mary Shelley o a La máquina del tiempo de H.G. Wells. Sin embargo, aunque estas narraciones puedan contener algunos de sus elementos identificables, su concreción y depuración no llegaría hasta el siglo XX.

Entre 1938 y 1960, la ciencia ficción alcanzaría el estatus de género literario, consagrando a grandes nombres: Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Philip K. Dick, Ray Bradbury o Frederik Pohl, entre otros. Generadores de novelas consagradas que mostraban futuros distópicos donde el hombre era –muchas veces− el principal problema del hombre; y si atendemos al cambio climático, a los países en guerra y a las armas de destrucción masiva, vemos que no iban muy desencaminados.




miércoles, 5 de octubre de 2016

Virginia Woolf quiere verte escribir

La escritora Virginia Woolf recibió el encargo, en 1928, de elaborar una serie de conferencias que tratasen la relación de la mujer con la novela. Por aquel entonces, Woolf había publicado ya varias de sus obras más importantes, como Orlando o La señora Dalloway, siendo la candidata perfecta para analizar dicho tema.  Encontrando, a su vez, una oportunidad de oro para servir de ejemplo a las estudiantes que estaban abriéndose paso en la educación superior.



Como todos los inicios, la vida universitaria de las mujeres estaba llena de contradicciones. Empezaban a poder estudiar una carrera, cierto, pero no eran miembros de pleno derecho en las instituciones. Los contados centros que las admitían poseían recursos más que limitados, lo que se reflejaba en todo: desde los alimentos que consumían hasta los libros a su alcance. Si bien podían visitar el campus de las grandes universidades masculinas, seguían necesitando un justificante para poder acceder a la biblioteca. Algo tan sencillo como descansar en el césped, era también una actividad vetada, restringida a profesores y estudiantes destacados. Todos varones, por supuesto.

Un reglamento duro pero acorde con los tiempos, donde convivían a la vez movimientos progresistas y posturas de rechazo. El mismo año que Woolf defendía la igualdad de derechos, Cecil Gray  −estudioso de la música− afirmaba con orgullo: “Una mujer que compone es como un perro que anda sobre sus patas traseras. No lo hace bien pero ya sorprende que pueda hacerlo en absoluto.” Así de grande era el contraste en una sociedad que, a juicio de la escritora, estaba dividida por el miedo: “Cuando los hombres insisten con demasiado énfasis sobre la inferioridad de las mujeres, no es la inferioridad de éstas lo que les preocupa, sino su propia superioridad”. Pensar así proporcionaba una garantía de seguridad, de seguridad en sí mimos. Una cualidad que tiende a ser incierta a lo largo de la vida pero que logra anclarse cuando se da por sentada, asumiéndose como propia por el arbitrario hecho de pertenecer a un género determinado. Asegurarse de que la mitad de la humanidad está por debajo −aunque sea un espejismo−, da tranquilidad y alienta.

Durante todos estos siglos, las mujeres han sido los espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble del natural”, declararía Woolf durante la conferencia. Ésta terminaría convirtiéndose en un libro de título anticipatorio: Una habitación propia. O lo que es lo mismo, la necesidad de autonomía de la mujer a la hora de escribir. Una libertad que, según el discurso de la autora, se ve reflejada en dos cosas:


1) Contar con una habitación privada donde poder trabajar.

2) Y quinientas libras al año con las que subsistir.


A día de hoy pueden resultar peticiones lógicas pero no era tan evidente por aquel entonces. La mayoría de las mujeres que escribían, lo habían hecho en mitad del salón familiar, intercalando el trabajo con otras tareas y al reclamo de cualquiera que se presentase. Así lo hizo Jane Austen quien, además de no contar con un espacio privado en el que poder concentrarse, debía estar pendiente del chirriar de la puerta que anticipaba las visitas y le concedía el tiempo justo para esconder sus manuscritos.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Alaska: El fenómeno Chris McCandless

Era 1845 cuando Henry Thoreau renegó de su vida en el pueblo de Concord y se adentró en los bosques de Massachusetts con un propósito claro: Vivir deliberadamente. «Enfrentar solo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido», serían sus palabras.

Durante dos años se trasladó a una cabaña, sumergida en plena naturaleza, desde la que trascribiría sus pensamientos. Un trabajo de introspección que vería la luz en Walden. La obra expresaba su deseo de escapar del exceso de civilización. La búsqueda de una vida más simple y carente de lujos pero donde la contemplación estuviera presente. Para Thoreau, la mayoría de la gente se limitaba a reaccionar sin mayores propósitos o posponiendo éstos a un futurible mañana. «No viven, sobreviven», diría. 

Este mensaje calaría hondo en otro soñador que también se cuestionaba el modo de vida que le habían marcado. Su  nombre era Chris McCandless. Recién licenciado en 1990, donaría todos sus ahorros y partiría hacia el norte de Estados Unidos, en un viaje sin fecha de regreso. Su historia se haría célebre a raíz de un artículo del periodista Jon Krakauer quien, cautivado por el personaje, recabaría más datos con la intención de conformar su futuro best seller: Hacia rutas salvajes. El germen que daría lugar al antihéroe en el que muchos se verían reflejados. 



martes, 16 de agosto de 2016

Alaska: retornar a lo salvaje

Descubrir nuevos mundos es intrínseco a la condición humana. Pasar la siguiente curva, ver que hay al otro lado de la montaña, ir más allá del río, cruzar el océano. Siempre un poco más lejos, en constante progresión hacia lo desconocido. Tal afán, muchas veces temerario y otras unido, necesariamente, a la cruda supervivencia, nos sigue fascinando.  De no ser así, igual seguiríamos medievalmente acorralados por los monstruos, del imaginario precipicio al final del horizonte.


Tras mapear mar y aire, seguimos aspirando a nuevos territorios: la Luna, Marte, la Galaxia, el Universo... Y así, previsiblemente, continuaremos avanzando en terreno extraño, colonizando planetas y, quizás, a otros. Forzosamente ocurrirá, que nuestro destino nómada se imponga, basándonos en la circunstancia inevitable que, dentro de miles de millones de años, extinguirá nuestro sol (si no agotamos el resto de recursos antes). Dejando a las visionarias Crónicas marcianas de Bradbury, en anecdótica excursión dominical. Habrá que ir mucho más lejos entonces. Así que, tal vez, mantener vivo el instinto explorador no sea tan malo.