viernes, 13 de enero de 2017

Lecturas 2016 (1ª parte)

Este último año ha sido bastante completo en cuanto a lecturas se refiere. He seguido fiel a mi idea de incorporar a la lista autores que me faltaban por leer, especialmente clásicos, pero también algunos contemporáneos y otras fidelidades ineludibles (como Julian Barnes de mi corazón).

Lo más destacable de 2016 ha sido descubrir la Ciencia Ficción. Sí, he tardado treinta años en hacerlo y ojalá pudiese viajar en el tiempo y chivarle al oído a mi versión adolescente: chss chss, Bradbury, Raaaay Braaadbury. Sé que hubiese disfrutado muchísimo con este tipo de libros en el pasado (y a saber de qué forma hubiesen influido en mis decisiones vitales), pero son tan buenos, que la experiencia no se ha devaluado por ello. Y tengo la suerte de tener un horizonte de nuevos autores por descubrir, ¡con los nervios ilusionantes que produce eso!

Diría que los dos libros que más me marcaron el pasado año fueron: Crónicas Marcianas de Bradbury y Una habitación propia de Virginia Woolf. El primero es pura droga, uno de los libros que más me ha hecho disfrutar. El segundo es un ensayo atemporal y maravilloso que todo el mundo debería leer, al menos, una vez en la vida. Virginia y Ray están ya en mi altar de favoritos.

domingo, 8 de enero de 2017

Thoreau: un pensador del mañana


Hay pocas imágenes de Henry Thoreau. Google nos devuelve, constantemente, las mismas dos fotografías: una primera a los 39 años y con una barba al estilo Lincoln; y otra a los 43, un año antes de morir de tuberculosis, donde empieza a apreciarse ya su deterioro. En esta última imagen, la barba le ocupa todo el rostro, el cual parece consumirse tras ella. El efecto resalta aún más la melancolía de sus ojos. Unos ojos que intrigan ya que, por un lado, parecen cansados y envejecidos, como si debido a su habilidad de percibir más que el resto se hubiesen agotado antes de tiempo. Pero por otro, bajo esos pliegues que caen y que coronan unas cejas de derrota, parece quedar un brillo. La chispa de la curiosidad: el universo de reflexiones que lo hizo adelantarse a su tiempo y vivir persiguiendo la verdad de las cosas. No iba a contentarse con lo establecido: ni las leyes, ni las costumbres. Iba a cuestionárselo todo, esperando llegar a ser una persona íntegra pero, sobre todo, alguien que había aprendido a vivir.



Desobediencia civil

Una prueba de su contundente honradez ocurrió en 1846, cuando con 29 años asumió su detención, después de que el sheriff de Concord le recordase que llevaba varios años sin pagar impuestos. Esta manifestación de rebeldía era su forma de protestar contra un Estado que llevaba a cabo actos reprobables, como la injustificada guerra contra Méjico o la esclavitud. Esto sucedió quince años antes de que se iniciara la Guerra de Secesión, hecho que Thoreau apenas presenció pues falleció al año de comenzar ésta.

Como en casi todo, terminó adelantándose y luchando por lo que él creía –y el tiempo le daría la razón− que era una sociedad más justa. Defensor del abolicionismo, sabía que la inacción te convertía en cómplice, de ahí que él mismo ayudase a varios esclavos a llegar hasta Canadá con ayuda de su madre y su hermana Helen. Estas últimas eran miembros fundadores de la Sociedad Antiesclavista Femenina de Concord, demostrando que las convicciones habían calado fuerte en toda la familia.


¿Qué sentido tenía poner estratos a la humanidad? ¿Por qué un hombre podía permitirse ser dueño de otro? Eran los interrogantes que asaltaban la mente del escritor. No tenía sentido acatar leyes inmorales y fundamentándose en eso, dejó de financiar las prácticas abusivas que estaban teniendo. Eso sí, sin obviar por ello su castigo.

Thoreau quería ser encarcelado, pues consideraba que “cuando un gobierno es injusto, el hogar de todo hombre honrado es la cárcel”.  Sin embargo, sólo pasó una noche en prisión, ya que pagaron su fianza al día siguiente. El bienintencionado gesto enfureció a Thoreau, que se negó a abandonar su celda para sorpresa del carcelero. El escritor aspiraba a que su tiempo en la cárcel sirviera de ejemplo, un modo de crear conciencia. “Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución, es decir, el derecho a negar su lealtad y a oponerse al Gobierno cuando su tiranía o su ineficacia sean desmesurados e insoportables”, diría.

Aunque los hechos no se desarrollaron como esperaba, el escritor continuaría defendiendo su lucha mediante un manifiesto que llevó por título: Resistencia al gobierno civil y que su editor cambiaría, años después, por el más conocido: Desobediencia civil. Un ensayo que inspiraría a otros en la defensa de los derechos humanos, nombres de la talla de  Mahatma Gandhi o Martin Luther King. En él, Thoreau defendería su máxima de que el gobierno no debe tener más poder que el que los ciudadanos estén dispuestos a concederle:

“¿Debe el ciudadano renunciar a su conciencia, siquiera por un momento o en el menor grado a favor del legislador? ¿Entonces por qué posee conciencia el hombre? Pienso que debemos primero ser hombres y luego súbditos. No es deseable cultivar tanto respeto por la ley como por lo correcto. Se ha dicho con bastante verdad que una corporación no tiene conciencia, pero una corporación de hombres conscientes es una corporación con conciencia. La ley jamás hizo a los hombres ni un ápice más justos; además, gracias a su respeto por ella hasta los más generosos son convertidos día a día en agentes de injusticia. Un resultado común y natural del indebido respeto por la ley es que se puede ver una fila de soldados: coronel, capitán, cabo, dinamiteros… todos, marchar en admirable orden cruzando montes y valles hacia las guerras, contra su voluntad, sí, contra su propio sentido común y su conciencia, lo que convierte esto, de veras, en una ardua marcha de corazones palpitantes. No abrigan la menor duda de que están desempeñando una ocupación detestable teniendo todos inclinaciones pacíficas.”

En estos días de convulsión política, donde la corrupción es norma y ganan las opciones segregacionistas, ésas que señalan al vecino como culpable; donde los préstamos esconden rendición y pleitesía, alejando el poder del pueblo; en un momento de desencanto y rabia como éste, sería recomendable revisar el discurso de Thoreau. Un hombre que ya se preguntaba, en 1849, si la democracia que conocemos, es la mejor forma de gobierno posible.



La laguna de Walden

Si una cosa tenía clara Thoreau es que quería ser el dueño de su propio destino. Se negaba a dejarse arrastrar por la vida, considerando que ésta era demasiado valiosa como para no tomar parte activa en ella. “La mayoría de los hombres viven vidas de tranquila desesperación. Lo que llamamos resignación no es más que una confirmación de la desesperanza”, sentenciaría. Él quería vivir y vivir implicaba ser consciente y consecuente con sus acciones.

El 4 de julio, día de la Independencia en Estados Unidos, fue la fecha elegida por el autor para iniciar, también, su camino hacia la libertad mental y espiritual. Un experimento que lo llevó a instalarse cerca de la laguna de Walden, un espacio boscoso a las afueras de Concord, su pueblo natal.

“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentándome sólo a los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, no fuera que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido”

El lugar estaba lo suficientemente retirado de la civilización como para darle el aire que necesitaba pero no tan aislado como para no cruzarse con nadie. Porque Thoreau no huía de las personas –a las que defendía y por las que batalló sin descanso− aunque, tal vez sí, de la gente. Necesitaba ponerse a prueba pero desde su refugio estuvo siempre dispuesto a entablar conversación con transeúntes imprevistos y otras visitas programadas. Aprendiz constante, sabía que cada encuentro se convertía en una oportunidad de crecer.
La mayoría de sus conocidos de la ciudad acudían a aquella modesta cabaña, que él mismo se había construido, un tanto consternados por la excéntrica decisión del escritor de renunciar a las comodidades que su posición le concedía:

“Para ellos la vida estaba llena de peligros y creían que un hombre prudente elegiría cuidadosamente la opción más segura, donde uno pudiera tener a mano al doctor en caso de urgencia. Para ellos la ciudad era literalmente una comunidad, una asociación para la defensa mutua, y podéis suponer que no saldrían ni a buscar arándanos sin un botiquín de viaje. Esto es como decir: si un hombre está vivo, siempre hay peligro de que muera, aunque hay que admitir que el peligro es menor en la medida en que el hombre se va convirtiendo en un muerto en vida”.

Thoreau sabía que el lujo que disfruta una clase se compensaba con la indigencia de otra y siendo tan sensible a las injusticias como era, descubrió rápidamente que aquel afán materialista de atesorar bienes y trabajar en exceso, con la única finalidad de seguir acumulando, era una trampa.  

Interior de la cabaña
Simplificando la propia existencia, en cambio, se podía empezar a apreciar la esencia de las cosas; gestionando los esfuerzos y direccionándolos hacia un cometido más profundo. Una filosofía vital que favorecía el despojo: pobre en riquezas externas pero rica en posesiones internas. “Mi modo de vida me ofrecía al menos una ventaja sobre quienes para divertirse están obligados a mirar afuera, hacia la sociedad y el teatro, pues mi propia vida llegó a ser mi diversión y nunca dejó de aportarme cosas nuevas”.

Cuesta imaginar que el siglo XIX fuese percibido como un tiempo veloz y sumido en distracciones, sobre todo si lo comparamos con nuestro momento actual donde prima la inmediatez y el desdoblamiento de la multitarea. Thoreau, de tener la posibilidad de viajar en el tiempo, se vería desbordado por la infinitud de estímulos.

No obstante, aunque los entretenimientos de hoy sean mayores, se vuelve a cumplir la observación del escritor, hecha cientos de años atrás: accedemos a que sean las circunstancias externas y transitorias las que fabriquen las ocasiones fundamentales de nuestra existencia. Hoy, si cabe, con mayor irresponsabilidad.

La cabaña de Thoreau
Hemos olvidado que nuestro tiempo aquí es limitado y lo malgastamos en un simulacro de vida que no termina de dar el salto a lo auténtico. Somos una sociedad cómoda que percibe la realidad a través de una pantalla, pendiente de la volátil aprobación ajena. Preocupados de lo superfluo, sustituimos el vivir por consumir y con eso vamos parcheando el vacío, que no deja de crecer y desperdigarse.

Thoreau abandonó Walden a los dos años, “me pareció que quizás tenía otras vidas que vivir y que no podía dedicar más tiempo a ésta”, escribiría en su ensayo, bautizado igual que la mágica laguna. La oportunidad le sirvió para desplegar y arraigar pensamientos atemporales que invitan al lector a coger las riendas de su propia vida y a seguir soñando, colonizando nuevos mundos interiores.


“Con mi experimento aprendí al menos que quien avance confiado en la dirección de sus sueños y acometa la vida tal como la ha imaginado recibirá a cambio una gratificación que no le otorgará el tiempo ordinario. Dejará atrás algunas cosas, cruzará una frontera invisible; leyes nuevas, universales y más tolerantes comenzarán a regir en su beneficio, en un sentido más generoso, y vivirá con la libertad de la que gozan los más elevados. Conforme simplifique su vida, las leyes del universo parecerán menos complicadas y la soledad ya no será soledad, ni la pobreza tal pobreza, ni la debilidad tal debilidad. Si construye castillos en el aire, su obra no se perderá: ahí están bien edificados”. 

[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora]

viernes, 23 de diciembre de 2016

The Crazy Ex Girlfriend


Aún recuerdo a Buzz Luhrmann explicando cómo trató de disociar la etiqueta de “musical” durante el estreno de su película Moulin Rouge. Era el año 2001 y se temía que esta relación provocase un rechazo, pues los musicales llevaban tiempo considerándose algo desfasado y parodiable. Gene Kelly tenía talento pero la gente se cansó de ver tramas que se resolvían mediante una canción coreografiada.

Moulin Rouge, sin embargo, fue un éxito. La mezcla de canciones incluía temas de Queen, Elton John o The Police, lo que amortiguó el regreso del género musical y, de este modo, volvieron las canciones a las películas. A las películas y a las series porque la temática continuó en Chicago, Hairspray o Into the Woods en el cine y se volvió un fenómeno con Glee, Empire o Galavant en la pequeña pantalla.

Una década después de que la cinta de Luhrmann se llenase de nominaciones, una chica de los Ángeles, Rachel Bloom, subía un vídeo a Youtube. Se trataba de un número musical que llevaba por título: Fuck Me, Ray Bradbury. Ideado e interpretado por la propia Bloom, la cual aparecía vestida de colegiala y con coletas, versionando a la Britney Spears de Hit me baby one more time, sólo que con unos intereses carnales centrados en los literario. Bloom había quedado fascinada a los 14 años con el libro Crónicas marcianas y era fan del novelista desde entonces. De su idolatría, mezclada con la idea de que la inteligencia es lo más atractivo del mundo, surgió este peculiar homenaje. El vídeo llegó a los tres millones de visitas, siendo una de ellas, la del propio Bradbury.



El talento de Bloom no iba a limitarse a la viralidad de un solo vídeo y su cuenta, racheldoesstuff, continuó generando visitas y seguidores. Un espacio lleno de canciones pegadizas que convertían el drama de la ruptura en una ocasión para reírse de sí misma o bromeaban con la contextualización de una princesa Disney, que canta sobre su ansiado príncipe mientras intercala menciones a la plaga que ha matado a la mitad de su pueblo (realidades del siglo XVIII).

Sus creaciones llamaron la atención de Aline Brosh McKenna, que contactó con ella y, de ese encuentro surgió The crazy ex girlfriend. Cualquier seguidor de Bloom quedará rápidamente enganchado con la propuesta de The CW Network pero también es apta para neófitos. Pues aunque la serie tiene el marcado sello de identidad de Bloom, cualquiera puede sentirse atraído por la historia. Una comedia romántica que se burla de todos los tópicos de las comedias románticas, incorporando números musicales brillantes.



lunes, 28 de noviembre de 2016

El oráculo de las canciones

Hay quien lee los horóscopos o busca designios divinos en los posos del té, yo soy más de usar la radio como oráculo. Es un pronóstico que me aplico sólo si sale positivo, claro, un vicio tonto con el que infundirme ánimos. Enciendo la radio y trato de encontrar, en la canción que suene, una respuesta más o menos clara a mi pregunta. A veces rebusco en la letra y otras me baso en mi afinidad con el tema. Si suena un Life on Mars de Bowie, el día se presentará favorable pero si es el Live is Life de Opus, las perspectivas serán peores. Pero como he dicho, lo aplico sólo si me interesa. Si el resultado no va a ser bueno, pruebo con otra emisora y si ni con esas funciona, me vuelvo completamente racional y me olvido del asunto. Es la dinámica básica, ¿no? Por eso los echadores de cartas sólo te dicen lo que quieres oír (y lo mío, al menos, sale gratis).


Supongo que estos augurios relacionados con las canciones tienen su razón de ser, ya que una azarosa relación de temas puede verdaderamente influir en el estado anímico. Habrá quién se tome la música como un hilillo de fondo que rellena asépticamente los silencios pero no es mi caso. Para mí, las canciones son importantes y traen incorporadas sus propias emociones, de ahí que no soporte su uso indiscriminado en publicidad. Porque esa música no se compuso para eso, sino que tenía un propósito mayor que vender seguros o refrescos.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Horace & Pete

Los melancólicos acordes de Paul Simon son la introducción perfecta para el estado anímico que acompañará al espectador durante los próximos minutos. El tema –compuesto especialmente para la ocasión− se aleja de cualquier impulso bailable del tipo You can call me Al; retrotrayéndose, si acaso, a los momentos más lúgubres de Simon y Garfunkel. Más afín a los versos “Hello darkness, my old friend”  pero amplificados por un estado de catatonia depresiva, que sólo permite emitir un tenue tarareo y otros lamentos de desgarro.


La imagen que acompaña a la música es un plano que se cierra sobre el cartel del bar. Un clásico letrero de madera con dos tréboles (que no se permiten el lujo de ser de cuatro hojas) y el retrato pintado de los primeros dueños, que viene a ser una versión refinada de Louie CK y Steve Buscemi. Éstos aparecen apoyados, mejilla con mejilla, sobre el número 1916 que marca la apertura del local donde se centrará la trama. La entrada, por tanto, no podría ser más sencilla sin perder por ello un ápice de efectividad.

Series y bares producen una asociación inmediata con Cheers, pero en este local el único parecido razonable lo encontramos rebuscando en su banda sonora, aquel mítico “where everybody knows your name” (donde todo el mundo conoce tu nombre).  En Horace & Pete también se cumple y todos los clientes se conocen pero no de un modo festivo u ocioso, sino como consecuencia de una dependencia mayor. Son alcohólicos, forzados a convivir desde primera hora de la mañana.  

Cada uno tiene asignado un rincón en la barra desde la que le sirven alcohol sin hacer preguntas. El dueño emérito (un anciano que no se muerde la lengua) no se cansa de repetir las normas de la casa: “nada de mezclas; sólo cerveza, whisky, ginebra o vodka.” Lo tomas o lo dejas. Los cien años de apertura sustentan la dinámica, inalterable, pese a las peticiones de algunos hipsters y otros clientes temporales, que llegan al bar por azar y deciden quedarse a modo de experimento provocando la anécdota.

Mientras Tío Pete lucha por mantener su bar al margen del tiempo, sus sobrinos, Horace y Pete (nombres que perpetúan la saga familiar), se enfrentan al dilema de ser fieles a un legado anacrónico que no reporta dinero o vender, quedando sus vidas a la deriva. Pues ambos están en esa edad donde sienten que es demasiado tarde para empezar de cero. El conflicto se acentuará con la hermana de Horace, Sylvia, que afectada de cáncer, necesitará el dinero de la venta del bar para cubrir sus gastos médicos. Una muestra de la realidad americana donde los miedos lógicos de padecer una enfermedad mortal, se ven acentuados por otros de índole práctica: poder pagar el tratamiento. 

Las relaciones familiares se entremezclarán con los distintos personajes que van apareciendo por el local, dando pie al punto álgido de la serie: las conversaciones. Comentarios mordaces e irónicos que, como es característico en Louie CK, permiten profundizar más allá de la superficie. Las palabras tienen tanto peso, que el tercer capítulo se compone únicamente de un diálogo entre Horace y su ex mujer, donde ésta lleva toda la responsabilidad. Una escena sencilla con ambos personajes sentados a la mesa del bar, sin que ningún cambio altere el momento, más allá del discurso que está teniendo lugar.



La actriz que asume este reto es Laurie Metcalf, conocida popularmente por interpretar a la madre de Sheldon Cooper en The Big Bang Theory. Metcalf protagonizó un momento único en la televisión a través de este monólogo, que atrapa y permite vivir −sin necesidad de flashes u otros recursos cinematográficos− todo lo acontecido; sin mermar por ello la carga emocional de la experiencia. La actuación es tan buena que no requiere de más artificio, ni siquiera de la réplica de Louie, que le concede todo el protagonismo. Un regalo para cualquier actriz. No es de extrañar que esta participación le valiese una nominación a los premios Emmy.

lunes, 21 de noviembre de 2016

El feminismo como marca



Miley Cyrus criticaba, a raíz del estreno de SuperGirl, que las series usasen géneros en sus nombres. Un debate absurdo dentro del marco de lo políticamente correcto en el que Estados Unidos no hace más que abrir la veda opuesta a la cordura.

Es precisamente una serie con nombre de género, Girls, una de las que más ha hecho por romper tabúes sobre al cuerpo y la sexualidad de las mujeres. Un ejemplo más valioso que el de Cyrus con la lengua fuera y haciendo twerking mientras se roza contra todo, como en un ritual de celo.

El feminismo se ha convertido en una etiqueta manoseada y pervertida por la industria que ha aprendido que es un concepto que viene muy bien para hacer caja. Beyonce planta carteles monumentales con la palabra en sus conciertos. Lo cual no deja de ser una versión 2.0 del Girl Power de las Spice Girls y ninguno de estos ejemplos ha hecho algo verdaderamente significativo por la igualdad de género.



El marketing feminista se centra en lo superfluo y ni siquiera es capaz de captar bien el mensaje. Así, una lucha valiosa pasa a ser una demostración del “poderío de la mujer” centrado en exhibir cacho: porque puedo hacer lo que quiera, dicen. Siendo casualmente la opción mayoritaria de ese querer, un andar en bragas o dejar traslucir pezones. ¿Es eso lo que quieren las mujeres? ¿Ser las dueñas de su propia cosificación? El plan parece ser mantener una provocación constante donde las reacciones previsibles deben censurarse.

Cada cual es libre de elegir la forma de reivindicar sus derechos pero transformar pensamientos retrógrados a través del destape femenino, no sólo no es trasgresor a estas alturas, sino que no responde a lógica alguna. Parece querer decir: tenemos tetas y culo pero esto no puede condicionar nuestra valía, ni nos define de ningún modo. Entonces, ¿por qué centrar toda la atención en esas partes? Si el discurso que acompaña es otro, la estrategia me parece incoherente. ¿Cuál es el fundamento? ¿Anestesiar a los hombres a fuerza de empacho? ¿Conseguir que ni pestañeen cada vez que asome un pecho? ¿Y después qué?

Se ha vuelto una estrategia para llamar la atención, dando una vuelta más a la desnudez femenina, que esta vez se siente validada por ir (supuestamente) acompañada de un mensaje. Lo que ocurre es que el feminismo no es un simple hashtag, es algo que va respaldado de una serie de intenciones que trascienden más allá de escenificar el famoso cartel de We Can Do It!. Sus objetivos no se limitan al gesto de colocarse la etiqueta.

Y sí, el movimiento está de moda, vende. Sin embargo, utilizar este impulso para crear un debate que consiga verdaderos avances, sería lo deseable. Aprovechémoslo pero sin caer en el engaño, mercantilizándolo y dejando que sean los intereses de otros los que prosperen.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Padres zombis en el aire

Era un vuelo de tres horas desde Barcelona. Los malabares económicos de la escapada me habían obligado a hacer noche en el aeropuerto, una experiencia que tiendes a minimizar con el tiempo pero que, cuando toca, te hace valorar todas las comodidades diarias y entras en el mismo trance que atrapa a Tom Hanks en Náufrago, apagando y encendiendo la luz al final de la peli, como bendiciendo los detalles a los que no solemos dar importancia.

Porque las noches en el aeropuerto son frías aunque sea agosto. El suelo se hiela y los cafés están a precio de tinta de impresora. Las horas transcurren entre cabezadas y libros, tratando de esquivar al tipo que habla solo y no deja de entrar y salir del baño, entre portazos y murmullos que me alegro de no entender.

Pasadas las horas y superados todos los controles, llego al avión y me cunde el pánico. No es aerofobia, son los niños que rodean mi asiento. Tengo una niña delante, apenada por no tener ventanilla y cuya decepción comparto (catástrofes del primer mundo), y una parejita de hermanos justo detrás. Cuando parecía que el escenario no podía volverse más agorero, una madre con un bebé de meses hace aparición. Todos listos y en sus puestos, preparados para interpretar un papel que sorprenda por su civismo o que perpetúe el estereotipo que todos tenemos en mente.



Todavía no hemos despegado y los hermanos situados en el asiento trasero vociferan sus pensamientos con un prodigio de gargantas. Lo entiendo, son niños y es la emoción del vuelo, tal vez sea su primera vez. La niña de delante, en cambio, pese a la decepción de quedarse sin vistas, aguanta estoica, arropada por unos padres que hablan entre susurros, predicando con el ejemplo. El bebé duerme en silencio y yo me preparo para hacer lo mismo, en la medida que el minúsculo espacio del que dispongo me permita contorsionarme. Aspirando a que la noche en vela que llevo encima, haga el resto.

Cierro los ojos y todo se sacude. No son turbulencias, es la primera patada de la que será una lluvia; una tormenta de tormento. Intermitentes y coordinadas a la perfección con la esperanzada caída de párpados. Los hermanos patean y dejan caer con furia la bandeja que respalda los asientos. Están poseídos y no por el demonio, ni por cualquier otro espíritu malévolo. Actúan así como consecuencia del desentendimiento de sus padres.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Trump: cuando el reality mató a la realidad

Nada más despertar, me llegó la noticia de que Trump había ganado las elecciones. El corazón me dio un vuelco pero como aún estaba en ese estado de semiinconsciencia, propio de los primero minutos, me aferré a la idea de que todo aquello fuese el resultado de un mal sueño. Pero no. Ésta es nuestra realidad ahora, la realidad que la gente ha decidido.

Entonces noté el peso sobre mi cuerpo, que se ralentizó, sobrecargado por la pena. Había vuelto a pasar: otra decisión democráticamente dictatorial. Como el Brexit, el gobierno del PP... y sigue sumando. Decisiones libres todas pero pensadas para satisfacer a unos pocos. De nuevo, otro retroceso, y sin necesidad de imponer nada. La humanidad es su propio kamikaze.  

A lo mejor ha llegado el momento de que todo se acabe, pensé. A lo mejor es lo que nos merecemos. Desde luego, es lo que las últimas noticias transmiten, un celebrado “¡hundamos el barco!”, donde el mundo se presenta voluntario para desfilar a ciegas por el borde del precipicio.



sábado, 5 de noviembre de 2016

la señora mayor que llevo dentro

De pequeña me gustaba colarme en la mesa de los mayores y escuchar sus conversaciones. En mi familia fui la primera hija-nieta-sobrina y a esas edades tan tempranas, las diferencias de años se vuelven abismales. Esto, unido al hecho de que la sección completa de hermanos y primos es íntegramente masculina, aumentó la sensación de lejanía: no quería ponerme con los niños.

Recuerdo ser tremendamente feliz cuando llegó el año en que por fin decidieron dejar de separarnos en bodas, Navidades y otros eventos. Los demás tuvieron la opción mucho antes que yo, y sin batallas, pero ésta es una constante en la vida de los hermanos mayores. Nos toca allanar el terreno.

Con el celebrado cambio accedí, por fin, a un trocito del universo adulto donde podía empezar a ser yo misma; lo que básicamente consistía en dejar salir a la señora mayor que llevo dentro. Sí, sé que en estos tiempos de idolatría a la juventud, ésta es una confesión que suena terriblemente mal pero es una percepción que no ha variado con el tiempo.



No dejaba de ser una niña con, todavía, un largo camino por recorrer. Disfrutaba imaginando y jugando como cualquiera pero también tenía una visión de las cosas, cuanto menos, peculiar; un poco desintonizada con mi tiempo. Contradictoriamente, no tenía ninguna prisa por crecer y traté de alargar mi parcela de infancia todo lo que creí conveniente mientras mis amigas renegaban de sus muñecas y se rellenaban el sujetador con papel higiénico. Pero por otro lado, quería alcanzar ese momento en el que pudiera conversar sin dudar del significado de algunas palabras, investigando y ampliando conocimientos por mi cuenta.

domingo, 30 de octubre de 2016

Alquileres pet-friendly

Una de las lecciones que nos dejó la burbuja inmobiliaria, fue comprender la insensatez de hipotecarse a treinta o cuarenta años para conseguir la, entrecomillada, casa de nuestros sueños. Más que nada porque esta fantasía tiende a cambiar con el tiempo, junto a los vecinos y al propio entorno. Nos esforzamos en tener una casa en propiedad tras la jubilación (si llega) que nada tiene que ver con nuestro proyecto de vida reciente. Cambiamos nosotros y el ambiente, que se ha vuelto insoportable por el escándalo del 3ºB y donde ni las vistas compensan ya, sepultadas por el mastodóntico bloque construido justo enfrente. Con el transporte público lejos y los paseos (bajo prescripción médica) en pendiente, sólo nos queda enclaustrarnos. Un encierro domiciliario voluntario donde observar el paisaje de un inexpresivo tabique de piedra mientras el reggaetón de los vecinos se filtra por las paredes. Pero eso sí, en NUESTRA casa (recalcando mucho el pronombre posesivo).

Por supuesto, éste no es un destino fijo e invariable, también existen los propietarios felices. Lo que realmente ha conseguido esta historia es abrir las opciones. Vamos sacudiéndonos prejuicios y ya no resulta tan temerario vivir de alquiler; lo que nos acerca al resto de europeos quienes, rara vez, compran casa. Se rompe el mito: no es tirar el dinero, es ganar en libertad. La compra siempre estará ahí pero dejando de ser una imposición que nos adapte al molde de ciudadano de provecho.

Sin embargo, si conseguimos anteponernos a la inestabilidad laboral reinante y damos el paso de abandonar el nido, aún nos quedará sortear el gran obstáculo que continúa enraizado en el mercado de alquiler: PROHIBIDO MASCOTAS. Lo cual es legal pero, me parece a mí, no tan lícito.



A estas alturas todos conocemos los beneficios de tener animales: sus dueños viven más años, tienen un mejor sistema inmunológico y son, de media, más felices. Compartir con ellos nuestras vidas nos entrena en solidaridad, tolerancia y responsabilidad. En definitiva, la experiencia debería contar como un punto extra a la hora de cribar inquilinos y, no tanto, como un repiquetear de trompetas que anuncia el apocalipsis.

Sintiéndolo mucho por los fóbicos, la lógica pet-friendly está destinada a imponerse y eso es bueno, créanme, hasta para los que sueñan con la erradicación de los cuadrúpedos. La integración, unida a la buena educación, facilitará el superar los miedos. Y reducir terrores será siempre un progreso, personal y colectivo, resultado de una sociedad más sana.  

Además, podemos compartir espacio entre todos sin necesidad de sobrepasar los límites de cada uno. Hay un amplio margen entre invadir el espacio personal y aparecer en el campo visual del otro; estoy segura de que en todo ese gradiente es posible encontrar un consenso. De hecho, está ocurriendo. En Barcelona se permite a los perros viajar en metro desde 2014 (y en Madrid desde julio de este año). Yo misma fui testigo en verano del encuentro entre un galgo, un cochecito de bebé y una bicicleta, los tres en el mismo vagón y con cero altercados. El resto de pasajeros tampoco corrió a quemarse a lo bonzo por temor a la catástrofe. Es suficiente con seguir trabajando las normas de cortesía que nos permiten vivir en sociedad. Lo que consigue no volvernos inflexibles y presas de la amargura, sino todo lo contrario, nos hace más tolerantes y, por tanto, mejores personas.

Si cada vez son más los servicios y comercios que aplican políticas integradoras, es hora de que los arrendadores dejen de discriminar por sistema. Una mala experiencia no es la norma. Y más importante aún: deja de fomentar un modelo que plantea la transitoriedad y el abandono de nuestros seres queridos. Puede ser que un propietario prefiera alquilar su casa a parejas sin hijos pero jamás se le ocurrirá proponer a unos padres la posibilidad de dejar a los niños en “otro lado”. Aceptamos que el pack es irrompible y las mismas normas tendrían que aplicarse a otros modelos de familia.

Vamos, hagan la prueba, les reto.


martes, 25 de octubre de 2016

Ciencia Ficción: teorizando el mañana

Sólo hay que remontarse un par de generaciones para encontrar el origen de la ciencia ficción tal y como la conocemos. El género se abriría paso a través de las revistas, las primeras en apoyarlo y en ponerle nombre; pues el término “ciencia ficción” se popularizaría tras aparecer en la portada de Amazing Stories, un magacín que editaba Hugo Gernsback en 1926. Hasta entonces, el compendio de relatos de esta temática se venía etiquetando como “narrativa especulativa”, por recoger un tipo de historias que jugaban a vaticinar el futuro, centrándose en el impacto que los avances científicos, sociales o tecnológicos tendrían en la humanidad.



Algunos encuentran atisbos de ciencia ficción en relatos anteriores como los de Julio Verne, Arthur Conan Doyle o Edgar Allan Poe y discuten sobre a quién otorgar el primer puesto, si al Frankenstein de Mary Shelley o a La máquina del tiempo de H.G. Wells. Sin embargo, aunque estas narraciones puedan contener algunos de sus elementos identificables, su concreción y depuración no llegaría hasta el siglo XX.

Entre 1938 y 1960, la ciencia ficción alcanzaría el estatus de género literario, consagrando a grandes nombres: Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Philip K. Dick, Ray Bradbury o Frederik Pohl, entre otros. Generadores de novelas consagradas que mostraban futuros distópicos donde el hombre era –muchas veces− el principal problema del hombre; y si atendemos al cambio climático, a los países en guerra y a las armas de destrucción masiva, vemos que no iban muy desencaminados.




domingo, 23 de octubre de 2016

Mi Nobel iría para Ferreiro

El Nobel a Bob Dylan ha generado tanto artículo y tuit que creo que poco más se puede decir al respecto. A mí, que me gusta escribir, me parece que componer la letra de una canción es uno de los retos más difíciles.  Es cierto que la música (si se hace bien) suele ayudar amplificando la electricidad de las palabras. Yo misma he tenido escalofríos con según qué frases y vellos de punta gracias a la mezcla, capaz de conseguir un efecto químico en el cuerpo que no se puede comparar con nada.

Por eso, andar peleándose por intrusismos o jerarquías en el arte me parece absurdo. Sabemos que es difícil llegar a un consenso de gustos o calidades porque la subjetividad entrará en juego. No hay más que pensar en la de veces que nos conmovemos por algo que a otros deja inalterables. Las sensibilidades difieren y aunque hay casos que nunca podré defender (principalmente aquellos que utilizan el cartón piedra: huecos y sin un mensaje real detrás de tanta floritura), he asumido que imponer un criterio único a la humanidad, es imposible. Y preferible, por otro lado, que así sea.

De modo que, si las palabras que transmite el señor Dylan en sus canciones han sido capaces de llegar a tanta gente, que ha sentido como yo en otros casos, ese latigazo que recorre el cuerpo y que nos lleva por un segundo a un estrato de la realidad que creíamos inexistente, ¿por qué no premiárselo? Este baremo no me resulta tan desechable a priori, aunque sé que a los más exquisitos el gusto popular les repele.

La poesía es uno de los géneros más complicados a los que acercarse pero los compositores tienen la ventaja de hacer un tipo de poemas que emocionan a la gente. Pueden identificarse, viéndose reflejados o comprendidos en letras que, en un momento dado, pueden aliviar heridas o respaldar sentimientos que se quedarían atascados sin ellas. Además, sus creaciones pueden servir para acercar al público a Pessoa o Baudelaire; una transición que amplíe el espectro resulta necesaria. Igual que nadie se inicia en la lectura con Dostoievski, ni en la música con Bach o en la pintura con Rothko, hace falta un entrenamiento.